Sobre La tempestad de Giorgione de Víctor Alegría
Ismael Gavilán
No es escasa en la poesía chilena de los últimos ciento veinte años la relación entre poesía y pintura. Ya como cita, recreación, écfrasis o referencia velada o explícita, el vínculo entre ambas artes ha sido fecundo, diverso y de una complejidad que nos dejaría perplejos al instante de abordarla con detalle. Desde la poesía de Manuel Magallanes Moure y Pedro Prado y sus relaciones con la pintura de Pedro Lira, Juan Francisco González y los maestros impresionistas, pasando por las distintas experiencias vanguardistas y experimentales de Vicente Huidobro respecto del cubismo de Pablo Picasso o Juan Gris, como las relaciones, referencias y diálogos de la poesia del Grupo Mandrágora, Eduardo Anguita o Gonzalo Rojas con la pintura de René Magritte, Salvador Dalí, Max Ernst o Roberto Matta, hasta llegar a la compleja y vasta relación de la poesía de Enrique Lihn con la obra visual de Jackson Pollock, los impresionistas franceses y, sobre todo, la de Francis Bacon, veremos que la poesía chilena ha sido más que generosa en establecer vínculos y relaciones con el arte visual. Desde mediados de los años 70 en la así llamada neovanguardia, esos cruces y mixturas entre ambas expresiones artísticas se han imbricado hasta naturalizarse. Ampliando el registro desde la experiencia pictórica tradicional hacia ámbitos de representación de mayor densidad y complejidad, hoy nos resultaría imposible no comprender y admirar la obra poética de Raúl Zurita, Juan Luis Martínez o Gonzalo Muñoz sin las imágenes que la fotografía, el collage, la instalación, la intervención visual en distintos soportes y maneras han efectuado artistas tan importates como Dittborn, Errázuriz, Díaz, Rosenfeld, Castillo, Jaar, Dávila y un largo etcétera. En esta relación tampoco sería pertinente dejar de lado a esos poetas que han trabajado simultáneamente con la escritura y la imagen en diversas manifestaciones como los son la fotografía, el grabado y la instalación. Pienso en Claudio Bertoni, Gonzalo Millán y Cecilia Vicuña.
No es mi ánimo establecer coordenadas pormenorizadas de este vasto fenómeno. Sólo he querido, con la velocidad de la mano alzada, bosquejar una escena en donde podamos leer el poema que nos convoca. La tempestad de Giorgione de Víctor Alegría. En esta ocasión querría efectuar algunas observaciones que me parecen relevantes.
En primer término su forma, es decir, como un poema largo o extenso. Si revisamos al azar o sumariamente los diversos poemas que efectúan una cita, un ejercicio de écfrasis, o de recreación de alguna pintura, nos daremos cuenta que son textos, en su mayoría, breves. Es como si el poema quisiera captar la totalidad que nos asalta en la percepción inmediata de la imagen a la cual hace referencia y que nos otorga un instante de condensación imaginativa. Vienen a mi mente poemas de Anguita (Pintura de Luis Herrera Guevara. Cuadro Caleta Abarca), Lihn (Isabel Rawsthorne) y Teillier (El poeta en el campo), cuyo aliento lírico implica intentar captar el instante en que nuestra mirada aborda la pintura a la cual hacen referencia y en distintos casos, apreciar cómo su recreación pasa a ser un acto descriptivo. Ciertamente que todo eso es algo más ambiguo de lo que sospechamos: toda recreación, no es más que una interpretación, un modo de decir con otros medios, intentando, quizás, causar un efecto de analogía que invite a la identificación. Pero sea como sea, aquello se da en un trazo rotundo de inmediatez perceptiva: por supuesto que la imagen será más rotunda en su impacto dada su simultaneidad que la morosa necesidad de hacer un acto de sucesión tal como solicita la lógica de la escritura y que los poemas a los cuales hago alusión muestran de modo magistral. El caso del poema de Victor Alegría no es así. Ha escogido no un instante, sino un relato que se articula a modo de fragmentos donde no se narra la pintura misma, sino más bien sus condiciones, su contexto y su eventual significado. De aquel modo, el poema extenso que es La tempestad de Giorgione implica la asunción de una forma discursiva que se vuelve una morosa reflexión en torno a la pintura del maestro italiano, y también una detallada descripción de un proceder formal. Me explico. En nuestra modernidad, el poema largo o extenso ha sido un tipo de poema que se ha prestado más para las andanzas épicas que para los recovecos líricos. Pienso por ejemplo en Canto General o en Altazor. Pero también el poema extenso entre nosotros, obedece a un modo de asumir una conciencia reflexiva que se pone a meditar sobre las condiciones de posibilidad del poema como tal, emergiendo por un lado un tipo de texto que se merece a sí mismo como el discurrir de una mente que se observa en el acto de pensarse como poema y que desemboca en una plasmación entre descriptiva y reflexiva de su material verbal. Quizás poemas de Eduardo Anguita como Venus en el pudridero o de Humberto Díaz-Casanueva como Réquiem sean los exponentes mayores de ese tipo de poema. En el caso de La tempestad de Giorgione de Victor Alegría, asistimos, creo yo, a la aparición de un tipo de poema extenso que no se detiene en la descripcion de su referente, sino que se vuelca a reflexionar sobre su propia condición. Y aquí deseo detenerme un poco. Esa reflexión, en apariencia, se vuelve árida o somera. Muy somera en prodigar vericuetos verbales de adosenada seducción. El poema de Victor es, a mi juicio, una expresión ascética en su lenguaje, altamente discursivo y hasta me atrevería a decir, sin el ánimo de querer ser reconocido como poema. Deslindes así, que contradicen en apariencia lo que entendemos convencionalmente como poema sólo un poema extenso puede permitirse tal otorgamiento a manera de juego, excentricidad o ironía. Por ello pienso que este poema encarna esas tres maneras, esas tres gracias, por decirlo así. Hay un esfuerzo de contención que se agradece. Una contención que implica que, como lectores, nos fijemos más en la reflexión que nos invita a efectuar en el acto lector mismo en tanto ese acto se convierte en un gesto de distancia respecto a nuestra propia percepción y que conlleva un desplazamiento del halo lírico en aras de una meditación alrededor de la idea misma de escribir un poema. Y ese desplazamiento hace que Victor pueda terciar hacia algo que considero muy interesante: la ambiguedad del estatuto del poema que queda establecida al devenir comentario. Pero soy cauto; no es un comentario a la usanza actual de la crítica de artes visuales con su lenguaje especialidado, además, ¿qué cosa nueva o novedosa podríamos decir de una pintura como la de Giorgione que no se haya dicho? No, el texto de Victor no va por ese lado, más bien asume esa ambigüedad en lo que yo llamaría un ejercicio poético ensayístico. Es decir, un tipo de poema que está entre el comentario y la especulación, un poema que deja de ser poema, que se aleja más bien de la idea que nos hemos hecho de lo que debe ser un poema y que a la vez no es mera crítica de arte, pero que es asimismo ensayo y por ende, autonomía de una mente libre que juega. ¿Y qué juega esa mente en el poema? Me atrevo a decir que un procedimiento. Un procedimiento que va develando una reflexión sobre la dificultad de la experiencia de aprehender nuestra idea o noción de naturaleza, pues en el acto mismo de plantearlo, pues caemos o nos desbordamos hacia la consideración que lo que hacemos no es un gesto equivalente con lo que podríamos llamar naturaleza, sino un gesto artificial de melancólica densidad reflexiva y que asumimos como una especie de nostalgia respecto de algo que nos ha sido arrebatado. Ahora bien, el poema de Victor no es para nada un poema sentimental o que exulte una emotividad deslumbrante. Para nada, es más bien muy cauto, hasta árido diría yo. No transa con nuestra emocionalidad inmediata. Y en ese sentido, esa nostalgia que creo identificar en su poema, es más que nada un ejercicio que nos invita a pensar sobre los motivos de una obra. En primer término y parece evidente, sobre la pintura de Giorgione misma, en segundo término, sobre el poema que se ve a sí mismo reflexionando y tercero, sobre la posibilidad de tomar distancia acerca de esa reflexión para plantearnos la duda como lectores y espectadores si acaso el poema es. Y si el cuestionamiento acerca del poema es efectuado por el mismo poema, ¿no estaremos entonces meditando sobre la posibilidad misma de que la obra sea obra? Nuestra época posmoderna nos ha enseñado a golpes y desilusiones que lo que resta de una obra, son sus comentarios. Como si el arte, la poesía contemporánea fuera de segundo grado, de segundo orden. No deseo terciar sobre esa querella que siempre veo como algo estimulante y que desafía nuestros hábitos contemplativos como lectores, más bien, deseo pensar que este poema es un sereno campo de batalla con la cita, con la paráfrasis ya no solo de la obra misma entendida como referente, sino con las condiciones y comentarios que han permitido asumirla como obra en la genealogía de su asunción bibliográfica, en tanto referencia de la historia de la pintura. Por supuesto que alguien como yo, ante todos ustedes, no vendrá a decirles algo tan obvio y menos a indicarles el color blanco del caballo blanco de Napoleón. Soy un extranjero que de puro intruso se agazapa bajo la invitación de Victor al venir a hablar sobre su poema. Dicho esto, creo que este poema plantea en su discursividad y su aparente serenidad de estilo, una serie de problemas que podrán resumirse en lo siguiente: un poema extenso que reflexiona sobre una pintura que es ambigua consigo misma y que deviene una meditación sobre su posibilidad como obra y que desemboca en interrogarse como la posibilidad misma del poema en tanto poema. Es una paradoja que me parece fantástica: un poema que de modo silente y muy austero, se autodisuelve dejándonos la mirada y los sentidos, en ese trance inacabado que toda obra que se precie nos otorga como fascinante disolución.



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