Panorama general de ciertas reflexiones de Ortega y Gasset
Valentina Vera Cortés
«Las preocupaciones que, hoy por hoy, gobiernan nuestra actualidad son distintas en muchos sentidos a aquellas que imperaban en algunas de las anteriores generaciones.” Tal sentencia expresa de manera general lo que sostuvo José Ortega y Gasset hace casi cien años en la Facultad de Filosofía de la Universidad Central de Madrid a propósito de sus lecciones ¿Qué es filosofía? Allí el filósofo se propuso algo completamente contrario a una introducción a la filosofía con exposiciones tediosas y ultra repetidas de conocidas doctrinas. Mas bien se envalentonó con el proyecto de un sometimiento radical del quehacer filosófico a un análisis exhaustivo y original. El punto de partida es, entonces, la idea expuesta al comienzo: la cuestión acerca del tema de cada tiempo, con el propósito de “un estudio monográfico sobre una cuestión hipertécnica» (Ortega y Gasset, 2015: 25).
El filósofo, en la ultimación de sus lecciones, se hace cargo mejor que nunca de la cuestión relativa a las preocupaciones de cada momento histórico. Para lograrlo trae a presencia los postulados fundamentales del período antiguo y del período moderno, a saber, el realismo desarrollado por los griegos y el idealismo presentado por la filosofía francesa. Se puede inferir de todo esto que para Ortega superar el realismo fue tarea de la modernidad. Con relación a esto él mismo explicita que «la superación del idealismo es la gran tarea intelectual, la alta misión histórica de nuestra época, «el tema de nuestro tiempo»» (25). Ateniéndonos a estas palabras, es razonable especular que cada época se encarga de la anterior, en tanto que esta ya se ocupó de su pensamiento precedente, y así de manera recursiva, casi infinita, dando significado a la palabra «progreso», «cambio». Dicho de otro modo, no es más que un hacerse cargo. En palabras del mismo Ortega: ««tiempo no es, en última verdad, el que mide los relojes», sino que tiempo es —repito literalmente— tarea, misión, innovación» (189).
El realismo corresponde, dicho de forma generalísima, a una agrupación de pensamientos caracterizados por identificar las cosas con la verdadera realidad, es decir, cosas con una existencia propia y autosuficiente. Por otra parte, el idealismo representa el posicionamiento filosófico que aboga por una subjetividad que contenga las cosas que se cree que pertenecen al mundo concreto. Luego de reiteraciones constantes de los puntos débiles, de los elementos más reprensibles de ambos posicionamientos clásicos de la filosofía —y por lo demás radicalmente opuestos el uno con el otro—, Ortega corresponde al interés del público que espera novedad, a un público expectante que acude «hacia el filósofo como a un viajero, que se supone traer noticias frescas del trasmundo» (23). Dicho cometido es logrado de manera más madura y elaborada en la IX y X lección, donde el filósofo madrileño efectúa la exposición de su filosofía de la razón vital, una filosofía que tiene como piedra angular la exposición del entusiasmo que arraiga en la concepción de que la realidad radical es la vida de cada uno, la propia vida.
Ortega nos alienta a sostener que el problema primero u originario de la filosofía es investigar con rigurosidad aquella realidad del Universo que sea la más inobjetable, la más evidente, la más indubitable. Tal es «el problema de los datos radicales» (234). Para nuestro filósofo dicha dificultad se expresará de manera más apropiada en echar mano al vocabulario pueril, a la terminología banal sin pasado que se expresa en la cotidianidad propia de la existencia. Según Ortega, «el vocablo «vivir» no hace sino aproximarnos al sencillo abismo, al abismo sin frases, sin patéticos anuncios que enmascarado se oculta bajo ella» (219). Se trata de un salvamento producido tras escudriñar en el diario íntimo de cada existencia. Tomar la palabra «vida» demuestra la simpleza y elegancia de una filosofía que valora la claridad como la cortesía de aquel que se ejercita en el quehacer filosófico. José Ortega y Gasset se pregunta, entonces, a partir de esto último: ¿Qué es nuestra vida, mi vida?, ¿qué es «vivir»?
Nuestro pensador parte declarando las razones de su impulso por desechar las explicaciones que buscan responder a dicha pregunta y que son de carácter científico, como pueden ser las propuestas propias de la biología en tanto ciencia del bios. Lo que sea «nuestra vida» no puede hallarse tan lejos, y no puede depender de viejos conocimientos metafísicos. Vida es algo que debe buscarse en el conjunto de conocimientos y experiencias aprehensibles por todos y todas. Vida, entonces, «es lo que somos y lo que hacemos: es, pues, de todas las cosas la más próxima a cada cual» (221). A partir de esto el filósofo de la razón vital termina por exponer su tesis magistral: la vida de cada uno, la propia vida, es la verdadera realidad radical. La insignificancia corresponde, por un lado, a una de las principales características de esta realidad radical. Lo que es desdeñable de la vida se expresa en todos los gerundios formulables por nuestra lengua castellana.
La forma no finita del verbo o verboide que es el gerundio, expresa una forma verbal que no se deja definir por cuestiones como el tiempo, el modo, el número o la persona gramatical. Si bien es sostenible que palabras como «siendo», «viajando», «haciendo», «pensando», «viviendo», no son formas verbales auténticas por su carácter híbrido, «son preciosas para el lenguaje por la gran flexibilidad que les presta su carácter vacilante entre el verbo y otras partes de la oración» (Seco, 1973: 62). Ortega saca provecho de esta gracia del lenguaje para expresar de manera más cercana al lector u oyente la idea de vida que propone a su tiempo. Es así como, a partir de esta propuesta, el filósofo concluye un primer descubrimiento concreto a propósito de la pregunta ¿qué es «vivir»? Tal es la idea de que, nada de lo que hace cada uno sería «vida» en estricto sentido si no hubiese una percepción concreta de lo que se ejecuta en esa lista de gerundios que conforman nuestra cotidianidad, nuestra existencia. Vivir es, por lo pronto, «vivirse, sentirse vivir, saberse existiendo» (222).
De manera hábil, nuestro pensador nos expone una cuestión aledaña a la anterior y que no puede ignorarse en un análisis de lo más propio del vivir. Tal cuestión obedece a lo súbito de la existencia, a lo imprevisto, a la sorpresa que se nos atraviesa de manera constante en la cotidianidad y que es francamente ineludible. La vida, dice el filósofo, es siempre imprevista. Nunca nadie nos alertó ni nos preparó con información acerca de la apertura constante del «siendo», del «viviendo». Súbitamente somos arrojados al mundo y junto con ello está la cuestión de no tener certezas sobre nada que sobrevenga con el futuro. Por mucha seguridad que se tenga sobre un plan o proyecto siempre queda al menos un ápice de posibilidad de un escenario contrario. La filosofía de Ortega nos previene acerca de la imprevisibilidad de la vida. Una vida de libertad mermada de inseguridades que nos obligan, en tanto somos, a elegir de manera constante.
Vivir es una realidad radical indubitable. La idea de vivir es el tema que Ortega propone a su tiempo. Es la novedad que nuestro filósofo ofreció a sus contemporáneos para superar los radicales posicionamientos de los realistas y los idealistas, cuyas propuestas ya no satisfacían los cuestionamientos de la vida moderna. Ortega, como un pensador representativo de la filosofía contemporánea española, intenta innovar en la filosofía de su época. Una última cuestión que destacar, para lo que significan estas breves exposiciones de las principales ideas del filósofo en sus meditaciones ¿Qué es filosofía?, es el esbozo que hace el madrileño a propósito de una novedad en el ámbito de la ética. Como bien se conviene en el contexto de la academia filosófica, la ética corresponde a una tematización del ethos y que de manera burda es relacionada siempre con el deber en las acciones morales. Hoy por hoy se concuerda entre los entendidos que la deontología o aquello asociado al deber es sólo una forma o posibilidad de dicha tematización. En los tiempos de Ortega puede ya notarse esta consideración en tanto que el filósofo desdeña una deferencia por el realce al deber en el contexto de la ética.
Ortega acota que siempre le ha «repugnado el frecuente personaje a quien oímos decir constantemente que se cree en el deber de esto o de lo otro» (240). Él sostiene que muy pocas veces se ha visto enfrentado particularmente a deberes. Es por esto mismo que propone que el impulso de las acciones morales se rige en base a ilusiones y no a deberes. El deber es un asunto importante, pero queda secundado a propósito de las ilusiones y su capacidad directiva en las acciones morales. Esta breve reflexión de no más de diez líneas, y que anticipa la exposición de un curso para el año 1930, representa el espíritu de un pensador aferrado a las consideraciones del pasado para poder redimir su presente, su época y sus preocupaciones: «el tema de nuestro tiempo». A lo largo de estos textos encontramos una serie de ideas que no son presentadas a la historia de la filosofía directamente por Ortega. Contamos con una serie de acercamientos a la cuestión de la existencia que también son compartidos por Sartre, por ejemplo, con la idea de la condena a la libertad y a elegir. También la idea del cuidado [Sorge] es una temática central en la analítica existencial de Heidegger. Podríamos aventurarnos a decir que dichas ocurrencias tienen como autor al siglo XX en toda su extensión y cadencia. Se trata de un momento funesto que de a ratos se presenta como prometedor. Cuestiones como la preocupación por la existencia y la técnica atraviesan de manera transversal el quehacer filosófico de los años de Ortega, el cual trama discretamente la pujanza del espíritu humano hacia un nuevo siglo XXI.


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