[ lectura y crítica ] 

Los gestos antiguos – Luis Salazar

Los gestos antiguos
Luis Salazar

Sin embargo, yo era muy mal poeta
No sabía llegar hasta el final de las cosas.
Tenía hambre
Y habría querido beberme y romper luego todos los vasos y todos
                los días y todas las mujeres en los cafés
Y todos los escaparates y todas las calles
Y todas las casas y todas las vidas

B. C.

Este verano retorné a la casa natal. El aplastante calor y el bullicio siempre vivo del ambiente sonoro de la ciudad (tan pequeña como pedestre en sus orquestaciones) me recluyen en lugares que intento –sin mucho éxito– convertir en escenarios para el acto de la lectura. La temperatura entorpece los hábitos, más aún aquí donde el sol reina insistente atravesando los tejados y golpeándonos las sienes. Con todo, persisto en el afán de reposar mi vista sobre algún puñado de versos que llamen a mayores y múltiples sentidos frente a los de la plenitud unívoca de las cosas circundantes.

Solo pude dar con dos lugares para estos efectos, y que se sucedieron entre los meses estivales. El primero fue la biblioteca de una universidad local que, por motivos que intuyo pero desconozco, ha desplazado su calendario académico hacia las medianías del verano: allí se ubica –específicamente en el cuarto piso– una “sala de silencio”. El segundo espacio que habité una vez cerrada la universidad y, por consecuencia, su biblioteca, fue la mitad de la casa deshabitada de mi ya difunto abuelo materno: el resto del dominio –correspondiente al frontis de la casa– se halla repartido entre visitantes temporales y las labores de lavanderas que obedecen a una pequeña empresa familiar liderada por mis tíos. Pese a la comodidad que pude encontrar en estos lugares, el calor desbordaba.

Así, el verano transcurría –como ha solido ser– entre viejas y nuevas lecturas. Retomar al viejo poeta leído en la tesis de pregrado (monumento ruinoso constituído de torpezas), descubrir la oscura ligereza de las prosas de Francis Ponge, enfrentarse a la vitalidad de los versículos de Blaise Cendrars, padecer bajo el frescor que emana persistente de los poemas de Ennio Moltedo, respirar la acomedida sencillez y agudeza de los versos de Ángel Crespo o aventurarse bajo los dominios de la prosa del inédito Gustaf Sobin. Y es en toda esta galería de palabras que quise retornar por vez primera a un poeta que, en mi adolescencia ya fenecida, no dedicara la atención correspondida por razones que ahora expondré: hablo de Humberto Díaz-Casanueva.

Tal vez ocurrió que en aquellas edades anteriores mi lente no estaba entrenado para apreciar los difusos y complejos ritmos que propone la poética del poeta chileno: la extensión del verso con su demandante gramática, la floración permanente de imágenes retorcidas y el ímpetu onírico que sobrevuela todo verbo son claros desafíos para cualquiera que no se halle educado en la tradición alterna de la poesía chilena y, más aún, para quien no haya explorado la procedencia literaria de tamaños proyectos como este. Me recuerdo como un incauto adolescente tratando de leer Réquiem, sin poder pasar de la cuarta elegía porque –luego lo sabría– había en ese lenguaje una exigencia al lector que no era fácil de sortear, pese a los intentos del asalto. Mas los años curten, y así las apariciones de poetas locales como Mahfud Massís o Francisca Ossandón, como también el reconocimiento de poéticas capitales en toda esta corriente de autores (Rimbaud, Lautréamont, Rilke y Trakl, entre otros más) despliegan un vasto campo de sonidos y ritmos inéditos para el lector iniciado. Ciertamente, ingresamos en la jungla del ritmo. E, inmersos acá, nos hallamos inermes: estos autores no se acercan a tomarnos de la mano cual Virgilio para guiarnos en lo desconocido: ellos permanecen ocultos, observándonos, siempre sugiriendo su presencia, mas nunca apareciéndosenos. El principio que los hermana es, justamente, el de la evocación y la sugerencia, antes que el de la presencia física de los elementos. 

Así, me decidí este verano a –de una vez por todas– encarar al Réquiem y, en consecuencia necesaria, a toda la obra de Humberto Díaz-Casanueva, creyendo, por arte de la intuición que dan los años, poseer los rudimentos suficientes para atender la complejidad del lenguaje que se convoca en los versos del poeta. Si bien leí El aventurero de Saba, fue en Vigilia por dentro donde pude atisbar ciertas formas y gestos que me obligaron a detenerme de manera ya resuelta. Pero, me pregunto ¿qué hay en ese libro que implique un detenimiento obcecado?

***

Humberto Díaz-Casanueva publica Vigilia por dentro a sus 24 años, en el año 1931. Si bien aún reside acá una escritura inicial, en esta colección de versos el poeta despliega un sofisticado e intenso imaginario, aún relativamente inédito para nuestras letras de aquel entonces, pero consabido ya en la sensibilidad europea. Versos extensos, encauzados por la videncia otorgada desde la convivencia con el vino (Mientras un obscuro vino hace saltar mis sellos, me instruye de visiones) y el sueño (Por mis lados dormidos, siempre en pos de una claridad he descendido hasta mirarme frente a frente). 

A pesar de que aún habita un pulso tentativo, poco a poco esta Vigilia termina por seducirnos: así ocurriría con la crítica de la época que, pese a ser todavía un tanto rudimentaria, celebra el ánimo del novel poeta. Acaso sea que lo que advertimos en un inicio como una búsqueda del efecto, termina por derivar y develarse finalmente como el acto bullente, insolente y genuino de un poeta que, sin saber muy bien lo que trama, ejecuta su pluma bajo un halo de autenticidad con el que muy pocos poetas jóvenes han dado (Rimbaud sea uno de los máximos epítomes en esta cuestión). Y aquí juega tal vez un principio al que en instancias anteriores he sido reacio, pero que bajo el tratamiento adecuado permite explorar dimensiones que por momentos obviamos. Quizás nos ayude a entender la tentativa de un joven Díaz-Casanueva en estos poemas o, más aún, nos otorgue la posibilidad de celebrar el ímpetu de esta escritura primera frente a los palimpsestos contemporáneos.

Una vez le oí decir a una ensayista amiga –en una de nuestras primeras conversaciones– que la nobleza dentro de cualquier obra de arte debe estar circundada por la sinceridad; y que ella, siendo más bien una observadora desde el campo de la filosofía, solicitaba una suerte de ética transparente en el acto artístico. El gesto artístico debe ser auténtico, decía: una desnudez fuera de todo interés, fuera de toda intención encaminada a un destino ajeno a las verdades de las artes. Es decir, el acto de arte debía tener un profundo compromiso con el artista. Esta idea en un principio se contraponía a la concepción un tanto hedonista del arte que he abrazado durante los últimos años, defendiendo la pervivencia última del poema en virtud de su propia belleza retórica y material; al mismo tiempo, con frecuencia he tratado de renunciar a cualquier atisbo ético entrometido en las cuestiones de las artes. Mas, ahora, la idea me pareció llamativa ya que no me había detenido en las aperturas palpables que me podía entregar: mirar el poema desde su respiración honesta, como una emanación honesta, acogiéndonos a la sinceridad de su aliento que sólo nos corresponde intuir, pero también deducir desde el ímpetu reflejado en la fuerza viva de los versos. 

Aclaro que esta respiración honesta anunciada (respiración de la tentativa de los poetas iniciados ya en el pasado siglo) nada tiene que ver con lo que acaso nos toca apreciar en nuestra glamourosa época. Arremeto aquí una digresión necesaria para acusar el estado de cierta poesía producida hoy en nuestro pedazo de tierra. Concluyo que, de alguna manera u otra, los preceptos de la composición objetivista (a estas alturas completamente distorsionada y carente de sentido crítico; algunos irredentos se han atrevido a hablar de “neobjetivismo”) se hubiera apropiado de las plumas juveniles, al menos de aquellas más vitoreadas. Así, a lo que nos enfrentamos es a un lenguaje esterilizado de toda figuración retórica, que apuesta por la llaneza lingüística de una fotografía, al mismo tiempo que esto -de algún modo que aún no puedo comprender- constituye una especie de crítica social. Teillier decía que gracias a Huidobro los jóvenes poetas de su época comenzaban a escribir sus poemas ya no con consideraciones métricas, sino con el despojado verso libre. Hoy cabría preguntarnos a quién podríamos agradecerle esta inundación uniforme de estilo (¿malas lecturas de Gonzalo Millán o de Nicanor Parra?). En los libros que ahora dicen contener poemas, leemos descripciones, una lengua fijada en sus modos más comunes y silvestres: nada se mueve, nada mucho menos se sacude y nos sacude, porque en realidad no pasa nada.

***

Hablo entonces de respiración honesta cuando el poeta joven, al escribir su poema, cree en lo que dice (pese a que no sepa muy bien lo que hace, y con todo admite esto en su poema) y, simultáneamente, cree en su lenguaje, como si este último lo guiara. La respiración honesta sucede cuando el poeta admite una actitud reverencial con su lengua, y no presupone dominarla a priori con la frialdad de un disecador.

Pero dejando de lado esa actualidad fatigosa que no es la nuestra (lectores empeñados en la persecución de la buena poesía) retornemos con el poeta que nos convoca. Humberto Díaz-Casanueva nos viene a recordar el gesto honesto, vivo de la escritura aún en sus inicios (Vigilia por dentro, ya lo sabemos, es la antesala del gran Réquiem). El joven escritor que batalla con las formas, empujado por la respiración honesta del poema que todo genuino poeta posee: es el enfrentamiento con la noche de los signos, dentro de una nebulosa aún incomprensible y que muchas veces desborda en sus inicios (Tengo los ojos cortados para verme el alma desde su tiempo simple, las manos fuera de mí como una fuerza sólida que no comprendo). Acaso el camino de la intuición (Ser mío, me consumes por tu exceso, cuando hacia ti voy con ésta mi despierta indigencia) otorgue, finalmente, el logro del poema, ese que no cualquiera puede, después de todo, escribir.

Aún más, Díaz-Casanueva nos enseña que su desbordante lirismo hallado en sus primeras entregas no es una tentativa vacía, sino más bien una voluntad que se compenetra con la materia poética, sin temores a padecer de excesos retóricos, demostrándonos además que su grado de honestidad se adscribe en la tentativa, al adoptar como principio el no saber de antemano los preceptos que podrían guiar un eventual “proyecto poético”, idea tan estirada e inútil y que abunda hoy en nuestras bocas. Díaz-Casanueva explora e intenta conocer, admitiendo que aún no sabe mucho: en Vigilia por dentro no subyace otra ambición que la de conocer. Incluso, y aunque parezca un tanto paradójico, la lírica de Vigilia por dentro es humilde al momento de admitir, pese a sus influencias francesas que alimentan el ego de un yo-poético rotundo, que el poema, acá, es tentativa más que resolución, indagación más que certeza, poema más que nota periodística:

Tabla de vacilaciones

El sombrío color de mis caballos cubre al mundo
reprime mi corazón hasta que las luces son atadas,
golpeándome las sienes, lo que moraba en ellas
he arrancado desamparándome hasta una pureza sin más.

Cernido el pecho por una claridad apenas cierta,
ávido de una fría forma, un número inexorable,
me corre un aceite fresco de sentido en sentido
cuando la raíz del día se mueve en las sienes vanas.

¡Ay! Me cansa el dormitar, espejos ciegos me duelen,
lo logrado es apenas un destello bajo el agua,
quiero el glorioso día flotando sobre piélagos nocturnos
la frente reconquistada como armadura blanca.

Pero el corazón desciende de viejas dinastías de secretos
y cantando sigo en el recuerdo de lo que jamás he visto,
mis párpados descienden hasta más abajo del alma
para que siga gozada mi frente por sus abismos tenaces.

***

Ser una vigilia de sí, una linterna sorda que nos explora por dentro en esta extraña jungla del ritmo y del ruido que, sepa Dios, quizás nunca terminemos por comprender.


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