[ lectura y crítica ] 

Radical extrañamiento: Jean-Claude Renard — Ismael Gavilán

Radical extrañamiento: Jean-Claude Renard

Ismael Gavilán

Si acaso es posible referirse a la «tradición moderna» como un concepto paradójico, pero aclaratorio de lo que ella misma permite vislumbrar en la peculiaridad heterogénea de los diversos discursos poéticos que la han habitado, no es para nada raro que ello implique comprender a esa «tradición» como poseedora de una experiencia fundamental y fundante: la extrañeza radical. Extrañeza en lo que significa para el poeta vérselas con una alienación histórica violenta e inhumana. Extrañeza de ser consciente del fracaso de toda idea de progreso. Extrañeza de responder con la contradicción, lo que la modernidad promueve como asunción de una autoconciencia que se ve a sí misma frente a un abismo de significaciones vacías. Desterrada toda pretensión metafísica de entender o explicar el mundo, las preguntas siguen de pie a pesar de las respuestas consolatorias de la ciencia, la filosofía o la fe religiosa.

Jean-Claude Renard, poeta francés, nacido en Toulon en 1922 es uno de esos poetas que asumió la extrañeza radical del mejor modo en que lo ha intentado buena parte de la poesía posterior a la Segunda Guerra Mundial: intentando crear un tiempo y un espacio donde confluya todo tiempo y todo espacio en la asunción de un aquí y un ahora que sea más que la mera expresión de un momento histórico, que fuera, más bien, el sentido singular de una experiencia, hoy por hoy, inactual en su radicalismo crítico: la experiencia de intentar decir el misterio.

Renard durante buena parte de su vida se desempeñó como editor y colaborador en editoriales como Seuil y Casterman, instancia que le permitió abordar desde una privilegiada perspectiva de lector, la apasionante y diversa aventura de la literatura y poesía francesa y europea de la segunda mitad del siglo XX. Pero esa perspectiva más que hacer de él un escritor informado y erudito, le motivó a una indagación anhelante de sentido. Lector asiduo de las más diversas tradiciones poéticas, filosóficas y teológicas, su centro gravitatorio se enmarca en su fino conocimiento de autores tan distintos como Rimbaud, Teilhard de Chardin, Mallarmé, San Juan de la Cruz, Urs von Balthasar y la cercanía amistosa y estimulante de poetas contemporáneos como René Char e Yves Bonnefoy.

Pero Renard a diferencia de sus ilustres amigos, no desea desenredar la mágica filigrana escanciada por la aventura imaginaria y vital que ha significado el surrealismo. Su extrañeza radical propone otra cosa: en el corazón del universo concreto de la inmanencia, el poeta sigue las huellas de la trascendencia. Sin duda algo difícil de alcanzar, pero que le hace frecuentar una y otra vez el «lugar real» o «zona de influencia» que, ni más ni menos, es la sensación de bienestar que podría, fugazmente, ser «lugar» donde confluyera la naturaleza irreducible. Para Renard, esa es la partida de nacimiento de todo «Misterio», pues implica un esfuerzo que se debe reflexionar con entrega y humildad ante la apabullante cercanía que manifiesta esa dicotomía estimulante y paradójica que son la presencia y la ausencia, el poder y la impotencia del lenguaje.

Para Renard el estado de radical extrañamiento se traduce en el intento de unir tres caminos en principio diferentes: el poema, la condición humana, la fe religiosa. El poema, como producto de un lenguaje particular distinto de cualquier otro, la condición humana en tanto que respuesta siempre incierta e inacabada a las preguntas del origen y el destino y la fe religiosa como experiencia íntima de un misterio, que aunque sea denominado “dios” por las religiones, permanece incomprensible e inabarcable, en tanto que inmanencia y trascendencia, ausencia y presencia. Esta situación permite a la poesía, a la filosofía y a la espiritualidad, entrecruzarse y a veces identificarse, dejando subsistir al mismo tiempo en nosotros la conciencia de las categorías en las que tratamos de expresar el absoluto sin nombre, ni rostro ni lugar.

Pero sin duda, una de las cosas fundamentales de Renard y que es puntal de su concepción poética es la idea que hace de la respiración, matriz excepcional de toda experiencia poética. Para nuestro poeta la respiración posee un carácter pneumático: se torna paradigma de todo lo sensible y a la vez espiritual, es decir de lo terrenal insuflado por el soplo del espíritu: «Oh respiración comenzada en el centro del pan y de la nieve»: la respiración como pneuma. Así nos encontramos de lleno en una versión de la mística sanjuanista, cuando dice que «respirar es amar». Va a ser en sus libros Padre, he aquí el hombre (1955) y En una sola Viña (1959), cuando Renard vislumbre la búsqueda del misterio en el encuentro crucial con las significaciones cristianas más explícitas. Pero para un poeta como él, sin duda que la trama suprema de la «respiración» que abre la experiencia hacia los recovecos del misterio, será el lenguaje. Para Renard el lenguaje sabe decir y descifrar lo real como si fuera el cuerpo del mundo. Sin duda, en una experiencia «materialista» que evoca a Francis Ponge en su amor por las formas y existencias terrenas, el lenguaje para Renard nos induce a saber y conocer lo que es saboreado, olido, sentido, respirado. Ciertamente porque el lenguaje transparenta realidades y porque no es herramienta sino oficio. Así, el poeta no es inventor de palabras, ni genial artista que adorne la realidad, sino un rendido oficiante que, a través de su decir y respirar, deja traslucir el misterio sagrado de las cosas.

Sin embargo también en el lenguaje hay cierta inadecuación que corresponde a lo que en la experiencia vivida se llama o denomina desgarramiento. Es el lenguaje frente al misterio, que arriesga la opacidad y el artificio. De lo usual del lenguaje es necesario arriesgarse en la «quete poétique»: de la palabra como cosa a la palabra como realidad de encuentro. Pues toda poesía es encuentro con esa realidad inefable, intuida, barruntada, entrevista, aunque nunca todavía totalmente entregada. De nuevo el paralelismo sanjuanista se impone: lo místico como un hecho de lenguaje. De tal modo que éste, salvando y asumiendo la misma inadecuación, se torna fábula de lo inefable, narración o leyenda de la trashumancia, de la búsqueda de otras tierras, logos que abre nuevos espacios a lo indecible: de la lógica inmutable a la paradójica afirmación de lo indecible en lo que es dicho pero no agotado, señalado pero no aprehendido, delimitado pero no acotado, lenguaje mismo y otro, lugar a la vez de vacío y de encuentro. Y así el lenguaje poético deviene finalmente, como en una liturgia, consagración, encantamiento, lo que corresponde a la experiencia sustancial del mundo. Las cosas no son donde la palabra falta. Ninguna cosa es, ni la respiración misma, si la palabra falta. Porque la poesía, quizás, es aquel inevitable recordatorio de una mudez vivida y expresada por los místicos en la entraña de la noche oscura. De nuestra noche oscura.


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