Una lectura del retiro en Walden
Jesús de la Rosa
I
Se abre el paso a la primera mitad del siglo XIX, hay un eco social en Estados Unidos. El cielo se pronuncia en aquellos días con un tono grisáceo y tiñe todo el aire a un ritmo gradual. En la musicalidad de sus calles se integran —como invitados imprevistos— las cacofonías de las duras maquinarias, cuyo peso impactaría rápidamente en el porvenir literario de Estados Unidos. Sin ambages, se acusa a la Revolución Industrial de un escaso encanto: una fractura en la postal norteamericana. Empero esa imagen, hay quienes se harán cargo, y es el trascendentalismo literario quien puede trazar a través de diversos exponentes la esencia del recogimiento místico. Uno de ellos puede ser Walt Whitman y el curioso ímpetu de Leave of Grass (1855), o se puede pensar —en pos de un sondeo— en Amos Bronson, o en la suscitación de la floresta en Summer on the Lakes (1853) de Margaret Fuller. Pero puede que Ralph Waldo Emerson, considerado como un mejor fabricante que escritor, bien sea el nombre de mayor resonancia y madurez, gracias a su obra de tonos filósofo-reflexivos Nature (1836). En Emerson, la idea de poiesis se funda en el proceso meditativo del entorno y no como una escritura que provenga directamente del pensamiento. En las medianías de ambos elementos —entorno y meditación— se aboga el principio de Emerson con una impronta contemplativa y es recogido por un cófrade de su mismo escenario: Henry David Thoreau.
II
La urbanización del siglo XIX suspendió ciertos alientos, herencias celestes, para mirar el paisaje. Uno de ellos es el bosque, un territorio voluntariamente inexplorado, alejado, constituido por un forraje de tintes verdes y aquel aire que solo se aspira por quien ha educado sus sentidos propiamente humanos. Tal reflexión se concibe en la metrópolis. es decir, ante una disconformidad frente al amenazante desarrollo industrial: tono y óxido. A posteriori, aquella quietud del cuerpo físico —y sobre cualquier elemento: el alma— es símbolo de amenaza para un hombre que encuentra raciocinio en la filosofía del trascendentalismo y la sacralización del ejercicio verde. Eso, precisamente, requiere un acto de abandono. Henry David Thoreau tropieza con la contestación acertada, la cual es el retiro. En su cabeza el campo está fraccionado: lo real y lo anhelado. El gesto del retiro se debe como anuncio y esperanza entre ese tono gris ominoso. Digamos, al otro lado existe un paisaje que requiere una teoría, que merece ser comprendido. Es así cómo una cabaña de madera en el lago Walden, estado de Massachusetts, está siendo construida a pulso. Allí se depuran elementos que puedan distraer al ojo, sobreviene la premura por un alma que anuncia —a través de las palabras— un estado de reposo infame. Transcurren los primeros días de julio y es 1845, según los registros sobre Thoreau, la meditación sobre el abandono es cautelosa, y la postura, hermética. Aún no se tiene una respuesta ni hay una realidad material, fuera de esa madera que será testigo del hecho literario más importante del autor. Dos años y dos meses más tarde, en septiembre de 1847, queda algo por decir. Hay que relatar sobre lo acontecido: Walden.
III
En un intento por suspender el carácter excursionista del bosque, la contemplación de Thoreau de la naturaleza se torna como una práctica anti-ornamental, sentimos que ya lo visto por el ojo carece de una explicación y es menester un discurso vigoroso para sustentarse. Durante la residencia de veintiséis meses, en las orillas del Walden Pond, quizá el desafío más próximo a delatarse fue una advertencia: la nueva forma de comprender el paisaje. En la senda de Walden se ven introducidos ciertos espasmos, los cuales en el fondo son voces muy sugerentes de quien escribe, que narran sobre cosas que parecían olvidadas en aquel instante —también en el nuestro. Beber de la sapiencia de los maestros. Al mismo tiempo, atiende curiosidades sobre el pan —Thoreau bien conoce el símbolo de aquel en la Biblia—, acerca de los muebles, la vestimenta y no menos la palabra. Detrás, una economía, pero igualmente el albergue. Son tan sólo algunas de las meditaciones que soslaya Thoreau que rayan en la tela de la escritura, la cual jamás revela una actitud de resistencia frente a esos estímulos celestes que proporciona el entorno —en contraposición a su texto referido al Estado: Resistance to Civil Government (1849)—. Más bien, parece ser que, ante todo, el punto de luz en la narración es la renuncia a la postal clásica. Ese aparato de la mirada que se debe al mensaje como recuerdo, donde se inscribe una nueva postal retirada del desafiante sonido industrial.
La postal es un instrumento, concebido curiosamente en años cercanos a la escritura de Walden, que intenta asistir a la realidad desde un trozo representativo en donde se germina el mensaje. Pero Thoreau bien sabía que ese instante, de ruido y herrumbre, no contaba con una postal capaz de ejercer la mímesis pura de un país, al menos no uno que ignoraba el retorno a lo sagrado. No es necesario debatir que en su propuesta de abandono predomina la elocuencia. Anticipando la publicación de Walden, el panorama del bosque se concibe como una realidad virgen. No cuenta con un retrato literario tan fuertemente coincidente con la espiritualidad del hombre. Tampoco existió, entre las voces previas al trascendentalismo, una personalidad tan crítica, una que fuese capaz de destruir la postal norteamericana morando entre las hojas y el verbo.
La lectura de Walden no refiere al humano que destruye la postal de la urbe por mero hecho social, la idea adecuada es encontrar —en el otro lado del paisaje— una postal que sea útil para oír la resonancia de la naturaleza y la musicalidad del espíritu. Cavilar con el texto de Thoreau es compartir con él la idea de desmontar un escenario, rastrear entre insectos que están a punto de volverse tierra, filtrar la semilla adecuada. La voz que escribe en la obra es de quien se vio obligado a adiestrar, en soledad y en compañía de las estaciones del año, el cuerpo humano. Carne y piel. Un cuerpo que, metafísicamente, rememora con frecuencia a los maestros iniciáticos bíblicos o budistas, se le da la mano a Confucio, a los poetas helénicos, textos sacramentales, con el esfuerzo de encontrar un grado de concordia consigo mismo. Ese particular retiro al bosque por parte de Thoreau, le exigió practicar el individualismo, pero el resultado es la tarjeta postal de una vida que, en palabras del autor, nunca dejaba de ser nueva, y únicamente por esa constancia es cómo la fractura de la postal requiere entender el bosque como el espacio sagrado de los días. Cuando menos, en Walden.


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