El fragmento aquí presentado corresponde al ensayo inaugural del libro homónimo, En la trampa, publicado originalmente en 1996, el cual recoge las conferencias dictadas por Herta Müller sobre tres poetas que, por la condición existencial de sus escrituras, llegaron a marcar su vida: Theodor Kramer, exiliado durante el nazismo, Ruth Klüger, superviviente de Auschwitz, e Inge Müller, enclaustrada por la RDA. En un ensayo que logra articular el relato en primera persona con el análisis incisivo de la poesía y la vida de estos poetas, Herta Müller es capaz de escudriñar en las condiciones más precarias en que puede articularse la voz lírica, cuando está atravesada por el miedo y el dolor, la culpa, la persecución y la irremediable memoria, también cuando se está ad portas de la muerte, bajo los ojos del verdugo.
49 escalones
En la trampa
(fragmento)
Herta Müller
[…] En Rumanía, mucha gente se aferraba a poemas. Pensaba a través de ellos para poder estar a solas consigo mismo durante unos instantes: versos breves en la cabeza, respiración breve en la boca, gestos breves en el cuerpo. Los poemas casan bien con la inseguridad, uno logra controlar a través de sus palabras. Son un pedacito de ancla que puede llevarse en la cabeza. Se pueden recitar enteros, palabra por palabra y sin hacer ruido.
Ruth Klüger habla de “lenguaje sometido a la disciplina del verso” en un tiempo que no ofrece donde agarrarse. Recitando poemas para sus adentros, lograba mantenerse firme durante las largas horas en que los soldados pasaban lista a los prisioneros de Auschwitz. Theodor Kramer se escribía a sí mismo al menos un poema diario.
El amor por la lírica, tal y como lo conozco en los países del este de Europa, es algo solitario. Una triste forma de caminar sobre la cuerda floja.Los poemas recogen el miedo de uno en palabras ajenas, ya hechas. No solo los renegados, también los verdugos que tenían miedo y, por supuesto, los simpatizantes tenían sus poemas.
La mayoría de poetas rusos y rumanos también sabían recitar en voz alta y de memoria sus propios poemas ya terminados. Los poetas del Estado y funcionarios de cultura con el encargo de escribir lo hacían igual que los poetas prohibidos entre ellos. Todos y cada uno de los versos escritos alguna vez se podían recitar de memoria.
Las personas que pasan miedo tienen hambre de vida. Como su vida está constreñida por todas partes, las palabras de los poemas viven por ellos, y sin constricciones. Aunque sea sin constricciones dentro del miedo. Como las palabras contienen miedo, también sirven para colmar el miedo. No pueden hacer desaparecer el miedo. Pero tranquilizan sin engañar cuando constatan el miedo una vez más.
En Rumanía, yo iba a ver a una amiga dos veces a la semana y escondía mis textos en su casa. Cuando sabía que venían a registrar mi casa, iba a verla aún más a menudo. Solía llevar papeles escritos en el bolso y a veces debajo de la ropa o dentro de los zapatos. Jamás llevé ningún poema. Sin embargo, de camino al escondite iba recitando para mis adentros al compás de mis pasos. Poemas que habían escrito otros. Llevaba conmigo aquellos poemas para el camino fuese adonde fuese. Me acompañaban. Al recitarlos, me identificaba tanto con ellos que casi les debía algo. ¿Podemos hablar aquí de “utilizarlos”? Por entonces, yo sentía la necesidad de decírselo a sus autores (vivos o muertos). Por entonces no tenía esa posibilidad. Más adelante, cuando llegué a Alemania, les conté que había “utilizado” sus poemas a los autores que llegué a conocer. Como ya no vivía inmersa en el miedo de recitarlos para mis adentros, tenía la sensación de devolverles muy desgastado algo previamente sustraído a escondidas. Como si no solo me hubiera excedido en la cercanía, en la identificación con ellos, sino también en el plazo de devolución. Gracias a aquellos poemas había conseguido vivir libre de miedo, ya fuera un miedo externo, al daño físico, o miedo en mi interior. Había cometido la osadía de creer que no podría pasarme nada: después de todo, iba inmersa en un poema.
Ya en Alemania, me sentía como si me observara desde fuera y viera dos personas distintas. Por un lado había algo traído de alguna parte y que no encajaba allí. Por otro, algo que se había quedado allá, deambulando en una lejanía insoportable e imposible de traer. Una parte de mí era una figura que se me había escapado a mí misma. Aquella parte que se había quedado en Rumanía estaba suspendida, en su lejanía, del fino hilo de los poemas y se sabía a salvo. Me había apropiado de una serie de libros para vivir contra el miedo, porque sus textos son más que literatura:
Esta tarde, Bettina, es
todo igual que siempre. Siempre
estamos solos cuando escribimos a los reyes.
A los del corazón y a los
del Estado. Y aún así
nuestro corazón se estremece
cuando al otro lado de la casa
se oye un coche.Dieser Abend, Bettina, es ist
Alles beim alten. Immer
Sind wir allein, wenn wir den Königen schreiben
Denen des Herzens und jenen
Des Staats. Und noch
Erschrickt unser Herz
Wenn auf der anderen Seite des Hauses
Ein Wagen zu hören ist.
Este es un poema de Sarah Kirsch. Otros son de Helga M. Novak y les había puesto música Wolf Biermann. Si no había nadie detrás o delante de mí, hasta podía canturrearlos al compás de mis pasos. Cantar sin sonido, solo en tu cabeza, cuesta mucho. Me gustaba más refugiarme en cantar por lo bajo que en recitar en alto. Y cantaba:
La nieve es blanca y blanca y blanca
blanca blanca y blanca es la nieve
bajo la nieve
me quedaría tumbado y tumbado y tumbado
mirando.
Der Schnee liegt weiss und weiss und weiss
weiss weiss und weiss liegt der Schnee
unter dem Schnee
möchte ich liegen und liegen und liegen
und schaun.
Y cantaba “vides salvajes”:
las vides salvajes que rodean la torre de agua
se descubren por completo cuando se marchitan
mil labios inferiores de mil soldados
parecen sus hojas colgando
y hasta el final del otoño
no se verá cómo las ramas muertas
encadenan viva la torre entera.der wilde Wein um den Wasserturm
entlarvt sich ganz wenn er verblüht ist
wie tausend Unterlippen von Soldaten
hängen jetzt seine Blätter
und erst im späten Herbst
sieht man die toten Flechten
den Turm lebendig gefangennehmen.
A menudo pensaba que los ejércitos necesitan tantas canciones porque los soldados, como individuos, van cantando por su vida y contra la muerte. Mi padre cantó y disparó en la guerra a partes iguales. Cuando los ex soldados de la SS estaban borrachos cantaban sus canciones prepotentes y de ritmo machacón, aquellas que antaño cantaron por su vida. La “camaradería” perdida surgía de nuevo. Se entregaban a la embriaguez de un espíritu de grupo de lo más banal. Ni siquiera pensaban en los crímenes vinculados a ello.
Es muy curioso lo de la memoria. Sobre todo la propia. La memoria intenta reconstruir con la mayor precisión posible lo que pasó, si bien esto no tiene nada que ver con la exactitud de los hechos. La verdad de la memoria escrita hay que inventarla, dice Jorge Semprún. Y Georges-Arthur Goldschmidt califica sus libros de “autoficcionales”.
La memoria se compone de un modo diferente de los hechos de antaño. Algunas cosas son anecdóticas, otras, sin embargo, poseen más peso y más importancia y destacan con mucha mayor claridad que en el pasado, en el momento en que sucedieron en realidad. El peso de los detalles y su secuencia recorren sus propios caminos a través de la mente. Ruth Klüger escribe que a veces querría recordar momentos concretos porque le parecían importantes. La memoria recibió el mensaje “encogiéndose de hombros” y grabó esos momentos. Pero luego, una y otra vez resultaba que esos momentos no poseían ninguna importancia —o al menos no la imaginada— dentro del conjunto de los recuerdos.
Percibir algo tomando consciencia de ello o grabarse algo en la mente no repercute después en los recuerdos del modo en que uno desea. La memoria es tan independiente dentro de nuestra cabeza como si nos conociera mejor de lo que alcanzaremos a conocernos jamás nosotros mismos. Siempre nos supera. Y no termina de cumplir nunca. Ante hechos que fueron así y no de otra forma, se adentra por caminos imprevisibles. Y luego no llega adonde se encuentran los hechos, sino adonde se quedan en el aire.
Hay una película rumana de Lucian Pintilie llamada La reconstrucción. Un equipo de la policía y un equipo de cineastas obligan a un joven a reconstruir una pelea con su amigo con el fin de hacer una película. Han recibido el encargo de rodar una película juvenil propagandística que disuada de las peleas. Durante el rodaje, el equipo de cine y la policía luchan cada uno por una forma distinta de autenticidad: los cineastas, por la autenticidad del arte; los policías, por la autenticidad de la represión. El joven que se ha peleado está al margen de todo. Ninguna de las dos formas de autenticidad tiene nada que ver con la vida actual del chico. Ya no es el que era en el momento de pelearse. Lo que le mandan hacer ahora, a modo de repetición, es inane. Son necesarias constantes amenazas de la policía y toda suerte de técnicas de interpretación del lado de los cineastas para motivarle. Viéndose ahora frente a su amigo, carece de la rabia de aquel momento. Sin embargo, en su interior nace otro tipo de rabia azotada por la imposición. No tiene nada que ver con su amigo pero la canaliza en él. Y le golpea, le golpea y no tiene medida. Lo que hace resulta auténtico porque, en el interior de su mente, está dando golpes a los que le torturan. Los policías y el equipo de rodaje están contentos. Pero cuando apagan la cámara, el amigo está tumbado en el sueño y no se mueve. Está muerto. Horrorizado, el joven protagonista se aleja corriendo y pasa junto a un grupo de personas. Estas, al ver al otro muerto en el suelo. gritan “¡Asesino!” y comienzan a perseguirlo. La policía y los cineastas siguen allí tan tranquilos, ni se molestan en explicar a la masa lo que ha sucedido. El odio que se vuelve contra el chico, el sujeto del odio inicial, protege a los causantes del hecho. Al terminar la película se sabe que callarán para siempre. Jamás asumirán su responsabilidad. La película fue prohibida en Rumanía inmediatamente después de su estreno.
Me acuerdo de esa película a menudo. Lo que no sucede en el momento de los hechos sucede durante su reconstrucción.
La reconstrucción —aunque no tenga lugar por circunstancias externas (como en la película citada) sino por la propia necesidad de someterse al recuerdo— puede tener consecuencias similares. Supera la intensidad de los hechos de entonces y no puede agarrarse a sí misma, sino solo al daño que ha quedado. Para la persona que debe recordar es una recaída en su Yo de entonces y de ahora. Pero mientras que los hechos del pasado se encontraban en el plano de la defensiva, el daño hace que la reconstrucción se vuelva ofensiva. Agresiva incluso contra quien se ve obligado a recordar. El recuerdo llega a destrozar a personas que, habiendo visto la muerte de otros, fueron capaces de escapar de ella. La postura moral ante este “deber de recordar”, la angustia de buscar una escala para valorar los hechos se extiende a todo el cuerpo. No queda nada que pudiera medirse por esa escala. Paul Celan, Primo Levi, Jean Améry, Inge Müller… fueron considerados durante cierto tiempo como “personas salvadas”. Pero también eran personas destrozadas. Sus vidas terminaron en el suicidio. Con una postura moral tan contundente y tan sumamente personal ante los hechos como fue la suya, llegar a algún tipo de compromiso era impensable. Como si hiciesen un conjuro, dieron abrigo a los “perdidos” en la palabra escrita, y con este hilo atrajeron hacía sí a los muertos. Pero esto solo funcionaba porque del hilo se tiraba desde los dos extremos. Del otro lado, también los muertos tiraban. Al final ellos fueron más fuertes.
Extraído de: Müller, Herta. En la trampa. Tres ensayos. Trad. Isabel García Adánez. Siruela: 2015. p. 30-39.


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