Nosotros, los modernos:
enigmas y augurios
Es innegable que el nombre de Edwin Muir (1887-1959) no ha gozado del suficiente reconocimiento en el Olimpo de las letras inglesas. Apenas es mencionado por el mundo anglosajón —ni hablar de este lado del orbe— como un referente, más citado que leído, en la historia de su propia literatura. Pese a contar con la apologética de Kathleen Raine y T. S. Eliot (quien lo consideraba como uno de los mejores poetas vivos de su tiempo) su obra, dispersada en los oscuros nichos de intelectuales, ha llegado a unas cuantas manos, que no han sido del todo justas para con su legado. Poeta, ensayista, novelista, crítico y traductor de origen escocés, es quizá en esta última faceta donde su nombre (junto al de su esposa Willa Muir) ha llegado a resonar con mayor fuerza por diversos lugares, dado a que fue uno de los principales introductores del corpus kafkiano en lengua inglesa —amén de haber traducido a otros autores nacidos en el Imperio austrohúngaro, como Hermann Broch o Ernst Lothar.
Curiosamente, fue en Chile donde se realizó su primera traducción al español bajo el sello de Editorial Universitaria (1973), en concreto con su libro The Structure of the Novel (1928), cuya trascendencia lo ha convertido en un libro de culto para críticos posteriores. Con el ímpetu de continuar con dicho gesto fundacional, ofrezco al público lector una aproximación inédita al primer libro del poeta, titulado We, Modern (1918). Tenemos aquí una de las críticas más concienzudas escritas en torno a la Modernidad, con una pluma que revela todas sus posibles máscaras. El texto se encuentra compuesto por siete secciones, de las que he realizado una breve antología, sin escatimar en fórmulas equitativas. En su mayoría, los escritos corresponden a aforismos, escolios y pequeñas ficciones. El fragmento más extenso de la selección, que al mismo tiempo es el que le da vida a la misma, se titula “La decadencia de la profecía”, cuya lucidez encierra la esencia de todo el proyecto inicial de Muir. Los enigmas que presentaba —y que aún presenta— el fenómeno de lo moderno en nuestras vidas, y los augurios que de él pueden desprenderse para iluminar la incertidumbre del porvenir, encuentran su punto de partida en las páginas ulteriores.
Juan Pablo Rojas Vargas
por la introducción y traducción
Nosotros, los modernos
Edwin Muir
La decadencia de la profecía
El pasado debe ser estudiado sólo con el fin de profetizar el futuro. Los nuevos oráculos deberían buscar augurios, no como lo hacían sus antepasados, en las estrellas y las entrañas de los animales, sino en el libro de la historia, del ayer y del mañana. Digo “los nuevos oráculos”, porque la adivinación aún no ha muerto; se ha vuelto popular —y decadente. Ahora cualquiera puede predecir el futuro, pero nadie puede creer en lo que se predice. Y es que los mismos adivinos descreen de sus presagios; y cuando dicen la verdad, nadie se sorprende más que ellos. Pero en el mundo antiguo los augures tenían, en cualquier caso, una responsabilidad; predecir el futuro no era para ellos una diversión sino una vocación.
¿A qué se debe la decadencia del arte adivinatorio? En parte, sin duda, a la divulgación del conocimiento, merced a la cual la gente se ha vuelto menos crédula; en parte al “temperamento científico” de aquellos que, si hubieran habitado el viejo mundo, habrían sido adivinos; en parte a otras causas, por todos conocidas. Mas, teniendo esto en cuenta, ¿Cuál será la razón que provocó que la gente ya no esté interesada en el futuro como antes? Conocen el pasado (tal vez demasiado bien): lo han estudiado durante tanto tiempo, que al final sienten que el futuro no encierra nada que no haya sido revelado con anterioridad, que el destino es incapaz de proyectar alguna nueva metamorfosis o apoteosis, y que el tiempo, de ahora en adelante, debe contentarse con plagiarse a sí mismo. Y de esta manera el futuro ha perdido la seducción que antaño ejercía sobre los espíritus más nobles. Es cierto que los hombres aún se divierten adivinando cuáles de entre todas las cartas del Tiempo, pulverizadas y grasientas, aparecerán en la próxima mano, o jugando a la paciencia con las posibilidades inmemoriales. Pero eso no es adivinar, ni siquiera es jugar con el futuro: es jugar con el pasado. Y el gran hallazgo moderno no es el descubrimiento del futuro, sino el descubrimiento del pasado.
Y lo mismo que ocurre con la adivinación, también con la profecía. Si pudiéramos, por un momento, mirar el alma de un viejo oráculo y ver sus visiones y pensamientos más profundos, ¡vaya concepción del futuro sería la nuestra! Pero eso ahora es imposible. Hoy nos está vedado comprender la fe de los hombres que, impasibles, profetizaron el advenimiento de seres sobrenaturales, llámese Cristo o algún otro; para quien el futuro era un mundo nuevo más extraño de lo que América lo fue para Colón. Esa actitud del intelecto ha sido fulminada; y ahora viene uno que dice que creer en el futuro es una debilidad. ¿Acaso le habría dicho lo mismo a Juan Bautista, el gran espíritu moderno de su tiempo? Si hubiera vivido en ese mundo precristiano, ¿habría creído en el Dios en quien profesa creer en la actualidad? Aquí, el cristiano ortodoxo se encuentra en un dilema absurdo. Pese a no admitir la existencia de la maravilla en el futuro, se ve forzado a creer en un pasado con esas características, allende los sueños de los poetas o de los visionarios —un pasado en el que los seres sobrenaturales, los milagros y portentos, eran considerados casi una ley. Por eso el futuro no le parece tan espectacular como el pasado. Es una edición expurgada del ayer —una edición en la que se omiten los incidentes y las maravillas, una novela sin héroe ni trama.
Para bien o para mal, hemos dejado de creer en la profecía como en algún momento lo hicimos: cada vez es menos fascinante y, por tanto, menos seductora para nosotros. Empero, sin el cebo de lo extraño y lo nuevo para atraerla, ¿no debería la humanidad detenerse en su camino? ¿Puede acaso el hombre actuar sin creer de alguna manera en el futuro? ¿No deben preverse las cosas antes de siquiera poder realizarlas? ¿No está implícita la adivinación en todo acto deliberado? ¿Es que no son todos los ideales sinceros augurios involuntarios? ¿No es el futuro, más que una profecía, aquello que «se hace realidad»? ¿No se «hicieron realidad» las antiguas profecías porque fueron profetizadas? ¿No resucitó Cristo porque fue anunciado? ¿Y entonces, no son los creyentes en el futuro los creadores del porvenir y los verdaderos sacerdotes del progreso? La creencia en el futuro no será considerada una debilidad, cuando podamos imaginar uno lo suficientemente noble.
Los dioses antiguos
Quizás se recurrió en demasía al antropomorfismo. Los primeros dioses del hombre no eran dioses “humanos”, eran estrellas, animales, plantas y cosas por el estilo. No fue hasta que el hombre se convirtió en demiurgo que hizo a los dioses a su imagen y semejanza: ¡El antropomorfismo no es más que una convención artística! Puesto que los dioses son en su esencia, sobrehumanos. Nunca ha existido un hombre con los atributos de Jehová, Zeus u Odín. Lo esencial de ellos es que encarnan un ideal, una ficción que adorna algo más que el Hombre. La religión es poesía por antonomasia, y en tanto que poesía, debe tener sus propias convenciones.
Nuestra pobreza
La pobreza espiritual de la vida moderna es aterradora; y especialmente porque los hombres no son conscientes de ello. La oración fue en tiempos remotos el cauce por el que una profunda corriente de vigor espiritual fluía en la vida de los hombres, enriqueciéndolos. Esta fuente de riquezas ha cesado casi en su totalidad y el Hombre ha perdido ese vigor, empobreciéndose. Es nuestro deber buscar una nueva forma de oración. ¡Más vale no vivir en absoluto que vivir sin reverencia y gratitud! Que nuestra actitud sacramental ante la Vida sea nuestra nueva forma de plegaria. Y procuremos abandonar el anhelo de vivir cuando el rezo se haya extinguido.
¿A dónde?
La fiebre del pensamiento moderno que arde en nuestras venas, y de la que nos resistimos a escapar por las reaccionarias puertas de atrás —ya sea por la del cristianismo y otras similares— no carece de distinción: es una “enfermedad honorable” para usar las palabras de Nietzsche. Hablo de aquellos que se esfuerzan con toda honestidad por salir de esta fiebre, para transitar hacia una nueva salud. De los demás, para quienes la fiebre es la condición de la existencia, quienes hacen de sus males una profesión, los valetudinarios del espíritu, aficionados a los remedios curanderos para el alma, porque sí, es inevitable hablar sin desdén sobre ellos. Nuestro deber es exterminarlos, ya sea ridiculizándolos o a través de cualquier otro medio efectivo. Pero nosotros mismos nos encontramos ya gravemente acosados; atrapados en el torbellino del pensamiento moderno, que contiene tanto polvo como viento. Vemos en las afueras de nuestro campo de batalla, una región de calma cristiana, pero nunca, nunca, nunca podremos regresar allí, porque nuestros instintos, así como nuestro intelecto son reacios a ello. El problema debe ser solucionado de otra forma. ¿Y entonces cuál es el problema? Para algunos de nosotros sigue siendo el de la emancipación —aquel al que se enfrentaron Goethe, Ibsen, Nietzsche, y otros grandes espíritus del siglo pasado. Es un pecado pensar que estos hombres han sido refutados o cuando menos, comprendidos; simplemente han sido enterrados bajo los cadáveres de escritores posteriores. Y es la peor debilidad intelectual y, por tanto, el crimen más vil de nuestra época, que las ideas ya no sean refutadas sino sustituidas por ideas nuevas. Hoy en día, lo último es lo verdadero, ¡y el Tiempo lo refuta todo! Esa es nuestra superstición moderna. Aún tenemos que retroceder —o, mejor dicho, avanzar— hacia Goethe, Ibsen y Nietzsche. Nuestro problema sigue siendo el de despejar el dominio de la libertad que nos rodea, ampliar nuestro campo de elección y abrir más espacios en el destino; y, luego habiéndonos liberado de los prejuicios y de las supersticiones —¡y de tantas otras cosas!— fijaremos un objetivo de cuya búsqueda indoblegable nos haremos responsables.
Mayor libertad y, por ende, mayor responsabilidad —sobre todo objetivos mayores; una ampliación de la vida, no una reducción de ella a normas cristianas: ¡ese sigue siendo nuestro problema!
Escritura moderna
El mayor defecto del estilo moderno es que es un estilo sonriente. Adula al lector, insinúa, tiene los modales de un perro amable. Si hace algo inteligente, se detiene de inmediato, mueve la cola y espera confiado por su aprobación. Ahora adivinarás por qué esos pequeños ejércitos de puntuaciones están dispersados tan generosamente a través de las páginas del novelista inglés más conocido. Es el estilo de H. G. Wells meneando la cola.
La hipocresía de las palabras
Los estetas, Pater y Wilde en particular, crearon un culto del uso decorativo de las palabras. Exigían, no que una palabra fuera verdadera, ni siquiera al mismo tiempo que verdadera, bonita, sino simplemente que fuera bonita. No se puede negar que escritores anteriores a ellos, por aquí y por allá, habían sido culpables de usar una buena palabra cuando en su lugar, una común era más honesta; pero esto se había considerado en general como una debilidad “artística” perdonable. A pesar de ello, Wilde y sus discípulos, eligieron sistemáticamente palabras “exquisitas”, conforme a un dogma artístico, y sostuvieron que la literatura no consistía en hacer nada más que eso. Lo cual era peligroso; ya que la verdad fue desterrada del reino de la dicción y surgió una cierta hipocresía en las palabras. In nuce, el lenguaje ya no captaba las realidades y la literatura dejó de expresarlo todo, a excepción del gusto de un escritor por determinadas palabras.
Creador y esteta
Los verdaderos creadores y los simples estetas coinciden en esto: que ambos no son realistas. Ninguno de ellos imita la existencia en sus detalles externos: ¿En qué se diferencian entonces? En que los creadores escriben acerca de ciertas realidades que se encuentran más allá de la vida y los estetas, acerca de las palabras que representan dichas realidades.
Otra vez
La sociedad es una conspiración —dijo Emerson— contra el gran hombre. Y para maldecirlo por entero en las entrañas de su ser, ideó el Pecado Original. ¿Qué es entonces el pecado original? ¿Dogma teológico o Recurso político?
Una vez más
La creencia en el pecado original fue en sí mismo el pecado original del hombre.
Un viejo poeta
Un viejo bardo que vivió en los buenos tiempos en que los poetas eran artesanos —de la moral y de los dioses, entre otras cosas—, volvió a visitar la tierra hace poco, y luego de una investigación acerca de los excelentes ejercicios literarios encontrados en nuestras bibliotecas, se pronunció de esta manera:
“¡Cómo ha decaído nuestro poder! Aquellos que solían ser creadores, han degenerado en literatos. ¡Que muera toda la literatura que no sea más que literatura! Los poetas viven para crear dioses; y para glorificarlos deben estar dispuestas todas sus herramientas de adorno e idealización. Pero veo aquí ornamento sin un objeto digno de ser ornamentado; el embellecimiento por el simple hecho de embellecer; el arte por el arte. Estos artistas son solo artistas a medias. Seguramente han hecho del arte un juego”.
Los críticos no lo entendieron y, por tanto, discreparon de sus palabras. Los artistas pensaron que estaba loco, además de ser un ignorante en lo relativo a los temas de la estética. Los fanáticos de la moral lo aclamaron a gritos, confundiéndolo con un predicador del pueblo. Sólo un diletante filosófico-artístico escuchó atentamente su discurso y dijo, de manera condescendiente: “Está equivocado, pero está más en lo correcto que en lo incorrecto”.
Los poetas antiguos
En los tiempos primitivos, el poeta era por lejos, más creador y mentiroso de lo que es en el presente. A través de los siglos, los engaños de los poetas no han sido más que mentiras piadosas; convenciones, que deben ser reconocidas como tales antes de dar inicio al goce “estético”. Sin embargo, las mentiras que los viejos poetas dijeron fueron creídas al pie de la letra —¡cómo se supone que debían serlo! Sí, el poeta al principio era un fingidor, un gran fingidor. Si no hubiera engañado al Hombre, ¿de qué otra manera habría poblado los cielos con sus deidades? Y como el padre de genealogías completas de dioses, ha influido más en el destino de la Humanidad que todos los filósofos, héroes y mártires juntos. Estos son sus sirvientes, quienes explican la guerra o mueren por sus fantasmas. Y no tan sólo el error, como sostenía Nietzsche, sino también la mentira ha sido desde los primeros tiempos el factor más determinante del progreso. Pero ojo, no todos mienten; sólo las mentiras dichas con amor han sido creativas y progenitoras. Arte, imaginación, profecía, alucinación, éxtasis, visión —todo estaba unido en los primeros poetas, los verdaderos creadores.
El creador redivivo
El único moderno que se ha atrevido a ser poeta hasta la médula, es decir, engañoso en el sentido noble y trágico del término, es el autor del Superhombre. En Nietzsche, una vez más, tras siglos de jugueteos divinos, el poeta ha aparecido en su papel demiúrgico de creador de dioses, una figura al lado de la que el “poeta” no es más que un siervo de la Musa.
Proverbio y comentario
El amor es ciego, pero sólo con exceso de luz.
Superioridad
Para despreciar el disfrute, basta con ser en extremo feliz o supremamente miserable.
El amante a los artistas
Eros idealiza el objeto. Si quisieras crear un Arte Ideal, ¿no deberías entonces primero aprender a amar? Y ustedes que se hacen llamar Realistas, ¿acaso no es esto evidencia de que se encuentran ausentes de Eros?
Inmortalidad del artista
Un artista se olvidó un día de la Muerte, hasta el punto en que se convirtió totalmente en Vida, ensimismado en un mundo de contemplación visionaria; y asentado allí, creó una forma. Ese momento fue considerado inmortal, lo que quiere decir que la forma era inmortal. He aquí la “atemporalidad” de las verdaderas obras de arte; están construidas “en la eternidad”, como dijo Blake, y hablan de lo eterno en el Hombre.
El descenso del artista
En el principio de su viaje, escaló sin temor alguno, saltando de roca en roca, exuberante, incansable, hasta alcanzar lo que pensó sería la cúspide. Entonces comenzó su descenso, e inmediatamente le sobrevino un enorme cansancio. Un amigo suyo se preguntó ¿Se está cayendo porque está cansado? ¿O está cansado porque se está cayendo?
El arte en la industria
En aquellos desiertos de suciedad, fealdad y obscenidad —nuestras ciudades industriales—, suelen existir galerías de arte, donde las cosas más delicadas y hermosas —las flores de las estatuas griegas, por ejemplo— florecen entre la mugre como una banda de dioses encerrados en los arrabales. En ocasiones, el espectáculo del arte en tales derroteros nos parece, a la par que ridículo, patético, como algo fino y encantador tirado en la alcantarilla o como un ángel con la cara sucia.
Un demonio
En la actualidad el arte es muy facilista, demasiado obvio. Nuestra tarea inmediata debería ser la de volver a complejizarlo y que sólo concierna a la preocupación de unos cuantos dedicados. Sólo así recuperaremos nuestra reverencia por él. No obstante, cuando vuelva a ser reverenciado, será el momento de extender su dominio; pero no hasta que eso haya ocurrido. Uno debe acercarse al arte con un gesto de reverencia, o derechamente no acercarse. Una familiaridad democrática con él (como la que existe entre las clases medias, no entre las clases trabajadoras, en quienes la reverencia aún no ha muerto) es una abominación.
El ocaso del hombre
Alguna vez, el sentido del arte fue el de enriquecer la existencia a través de la creación de dioses y semidioses; ahora se trata de duplicar la existencia mediante la representación de los hombres. El arte ha degenerado en imitación, el Realismo ha triunfado. ¡Y cuánto ha tenido que ver el materialismo en esto! En una época carente de un ideal digno del Hombre, los hombres se vuelven interesantes. Los ojos del artista, al no poseer una imagen ideal como referente, se tornan hacia lo real, y la imitación termina reemplazando a la creación. Todo el mundo se encarga de estudiar a los hombres, y el arte así se convierte en una especie de ciencia, ya que los artistas se encargan de recopilar datos ¡como si fueran profesores de psicología! Surgen teorías que glorifican a los hombres y aparece el culto al hombre mediocre, que no es más que la exaltación de los hombres a costa del Hombre. A su debido tiempo todos los ideales perecen, lo único que queda es la aspiración hacia lo mezquino mientras la igualdad se entroniza por todas partes. El arte ya no posee un cielo al que volar, desde el cual pueda crear cielos más elevados. En total agonía, desciende a la tierra y a lo ordinario, y para ser salvado debe encontrar interesante lo ordinario, y debe transformar lo ordinario en interesante. El Realismo aparece cuando los ideales del Hombre decaen: es el igualitarismo del Arte.
La función del mito
En el mundo primitivo, el mito era usado para dignificar al hombre idealizando su origen. De ahora en más, debe utilizarse para dignificarlo idealizando su destino. Esa es la tarea de poetas y artistas.
Períodos improductivos
Sin la Edad Media el Renacimiento habría sido imposible; por tanto, una era tan necesaria como la otra, y nuestro rechazo hacia la primera por su esterilidad comparativa se encuentra totalmente injustificado. Si hemos de vivir en una época improductiva, es parte de nuestra tragedia, pero no tenemos derecho, a ojos de nuestro tiempo, al lujo de la condenación, la reprobación o el desprecio. Lo que podemos exigir de cualquier período es que sea uno de preparación o de maduración. Así que, la era actual es, después de todo, meritoria de condena, pero sólo porque no es una época de preparación —no por ninguna otra razón.
Tolerancia de los artistas
Sean cuales sean sus teorías de la consciencia, todos y cada uno de los artistas son inconscientemente aristocráticos e incluso intolerantes en sus actitudes hacia la otredad. Se encuentran más ciegos que la mayoría ante la razón de ser del político, del empresario y del filósofo —esos seres inexplicables que no reconocen la primacía de la Creación y de la Belleza. Pero al final concluyen magnánimamente que estas existen para formar a su público, no la materia de su arte—: ¡Esa es la falacia moderna!


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