[ lectura y crítica ] 

«El traductor» de Benesdra, o el pardo murmullo de un árbol que muere — Archie Morales

«El traductor» de Benesdra,
o el pardo murmullo de un árbol que muere

Archie Morales


Antes de su publicación en el año 1954 por Losada, la novela El sueño de los héroes permaneció casi cuatro años olvidada en el cajón de algún escritorio de la editorial argentina, pues había sido entregada en 1950 o 1951. Su propio autor, Adolfo Bioy Casares, se lo confidenció a Ángel Faretta, según el testimonio de este último.

En 1994, Salvador Benesdra, escritor, periodista, psicólogo, políglota y traductor, presentó su novela El traductor, de casi 700 páginas, al Premio Planeta Argentina, y no logró superar la etapa de preselección, pasó desapercibida.

En 1997, Jorge Barón Biza, escritor, periodista y traductor, presentó su novela El desierto y su semilla al mismo premio, y tampoco fue considerada por el jurado en la etapa de preselección. Antes Barón Biza se la había ofrecido a las principales editoriales argentinas y fue rechazada por todas ellas. Ese año el certamen lo ganaría la novela Plata quemada de Ricardo Piglia.

Extrañeza causa que grandes novelas, más o menos conocidas, según sea el caso, hayan estado sumidas en la postergación, al borde de ser no publicadas, de terminar siendo vástagos nonatos a merced de las impredecibles mareas de la industria editorial a través del tiempo.

En 1995, Benesdra vuelve a presentar su novela al concurso y ahora resulta elegida como finalista. Sin embargo, el certamen lo gana Sucesos argentinos de Vicente Battista. Entre las diez seleccionadas también se ubica El mal menor de C.E. Feiling, publicada por Planeta, meses después, en 1996.

Luego Benesdra ofrece El traductor a varias editoriales del país, pero todas lo rechazan por no ajustarse a los criterios del mercado, ora a causa de su extensión.

A pesar de los intentos frustrados, no se rinde. Su deseo y objetivo es ver publicado su libro ese año, como si estuviera a contratiempo. Entonces averigua quiénes habían sido sus lectores en Planeta, quiénes lo habían recomendado en la selección. Por separado, contacta a Elvio Gandolfo y a Daniel García Helder, les pide ayuda para lograr la publicación de su novela.

Se reúne con Gandolfo en una cafetería y conversan mientras se toman un café. Tenía algo de dinero, de su reciente despido de Página/12, para publicar El traductor. Eso facilitaría un poco más las cosas. Gandolfo le nombra varias editoriales, y hace hincapié en Ediciones de La Flor.

Pero 1995 avanza y nadie se atreve a publicar la novela de Benesdra, pese a que este cuenta con algo de fondos para ello.

Un día, Gandolfo recuerda que la Fundación Antorchas hace algún tiempo le había pedido dos recomendaciones para una beca de edición, era requisito presentarla con el sello editorial elegido de antemano. Benesdra se decide por Ediciones de la Flor, dirigida por Daniel Divinsky, quien acepta siempre y cuando no tenga que poner dinero.

A la espera del resultado de la beca Antorchas, resignado ante el fracaso, Benesdra deja Buenos Aires y se va a pasar las fiestas de fin de año y el verano a un pequeño balneario uruguayo con el objeto de trabajar en su próxima novela, Puntería, la cual tendría como eje la violencia callejera, y en la que emplearía una prosa ágil y cortada, opuesta a la de El traductor; quiere replicar en la narración la velocidad del zapping televisivo. Sin embargo, los dolores físicos lo asedian, es casi insoportable el dolor de espalda y de cadera, y también el temor al retorno de los brotes sicóticos. El primero de ellos, desencadenado en Francia, lo llevó a ser internado en la Maison Blanche, y el último lo obligó a llevar a sus compañeros de trabajo al Obelisco para cerciorarse que los extraterrestres no se habían robado el monumento.

1 de enero de 1996. De regreso en Buenos Aires, Benesdra comienza a sentirse perseguido, presiente un brote. Por la tarde, en su automóvil, acompañado por una amiga, se dirige hacia a un psiquiátrico, necesita internarse. Se lo plantea a la doctora encargada. No es necesario, Salvador entiende lo que le sucede. Él insiste, pero la decisión está tomada. Salen del recinto, va a dejar a su amiga, le dice que mañana por la tarde la pasa a buscar para que lo acompañe al traumatólogo, no soporta el dolor de cadera.

2 de enero por la tarde. Su amiga no ha sabido nada de él, lo llama por teléfono. Le contesta un policía. Salvador Benesdra, a un mes de cumplir 43 años, se había lanzado desde el balcón de su departamento, ubicado en el décimo piso del edificio.

Avanzado enero, o tal vez en febrero, del mismo año. Gandolfo recibe una noticia, El traductor ganó la beca de la Fundación Antorchas. Se ofrece para editarla gratuitamente —si es que finalmente se llegaba a editar— pues la beca no cubría todos los gastos asociados.

El traductor, que se divide en 17 capítulos, más allá de su extensión, de estilo barroco y lírico, de oraciones largas y subordinadas predominantemente, no es un libro de fácil lectura. Sin embargo, conforme pasan las páginas, el ritmo peculiar del fraseo ayuda a adaptarse a la cadencia de la narración, en la que se combinan distintos tempos, y mediante la cual se relatan las desventuras y las cavilaciones incesantes del narrador y protagonista, Ricardo Zevi, un judío sefardí y socialista utópico, traductor de planta de la Editorial Turba, una editorial de izquierda progresista en la Argentina de inicios de los años 90s —ad portas de la caída del muro de Berlín y la desaparición de la U.R.S.S, regentada por los Gaitanes, quienes en aras del progreso tecnológico y otros avatares, comienzan a reestructurar la empresa y a reducir personal, y desatan una crisis al interior de la misma, ante la cual los sindicatos y representantes nada concreto hacen.

La trama del libro es sostenida por tres sogas que se entrecruzan y tensan, una y otra vez: 1) La vida laboral de Ricardo Zevi en Turba, marcada por el inexorable deterioro de las condiciones de trabajo y las luchas gremiales —de las que es partícipe— que se comienzan a desatar en su interior; 2) La tormentosa y desmesurada relación amorosa de Zevi con Romina, la adventista que conoce en un café mientras esta reparte folletos, relación que en un punto sexualiza hasta el paroxismo; 3) La máquina de fabricar devaneos, paranoias y sicosis, que es la mente del protagonista, y su vida en el Periscopio, el apartamento donde vive.

El traductor es un artefacto complejo, que no se justifica a sí mismo sólo mediante el estilo y la trama: Benesdra inventa a Peter Brockner, un sociólogo y teórico alemán de derecha, lo dota de obra, crea fragmentos de sus textos, que Ricardo Zevi traduce del alemán al castellano dentro de la misma novela; logra con eficacia que la narración en primera persona, de pronto se disloque temporalmente, cuando Zevi se convierte en un monstruo, en una escena perturbadora, y comienza a narrar en tercera; encadena y urde incesantes monólogos filosóficos, discusiones mentales con el pensamiento occidental: discute con Lacan, Nietzsche, Hegel, Konrad, Lenin, Platón, Marx, Kafka, Freud, Chomsky, Darwin, consigo mismo.

En las últimas páginas, Ricardo Zevi parece encontrar algo de paz interior y de respuestas a sus cuestionamientos y dilemas morales. Al final de la historia, el narrador nos cuenta que Romina y él se casan, tienen un hijo, al cual llaman Román, que significa novela en francés y alemán. Y es como si Benesdra después de todo nos viniera a decir en voz baja que El traductor era su hijo; hijo que engendró en vida, y cuyo nacimiento fue propicio tan solo luego de su partida.

El libro de Barón Biza, El desierto y su semilla, fue publicado en 1998 por la Editorial Simurg, en una edición pagada por él mismo, con un tiraje de 1.000 ejemplares. El libro de Salvador Benesdra, El traductor, gracias al aporte de su familia y al trabajo de Elvio Gandolfo, es publicado en 1998 por Ediciones de la Flor, con un tiraje de 1.500 ejemplares. En la presentación, Daniel Divinsky, con hidalguía, reconoce que la noticia del suicidio de Benesdra fue el disparador que lo llevó a sacar del cajón y comenzar a leer El traductor.

«Me dije que tal vez era cierto después de todo que las ideologías están muertas; me regodeé mirando por la ventana del bar cómo el sol caliente de la primavera de Buenos Aires comenzaba a fundir todas las convicciones del invierno. Sospechaba por primera vez que podía haber un placer en el vértigo de flotar en ese caldo uniforme que se había adueñado hacía tiempo de todos los espacios del planeta. El sol volcaba su fiesta de distinciones sobre todos los objetos de esa esquina, pero yo sentía que por todas partes estaba drenando una noche gris de gatos universalmente pardos, una apoteosis de la indiferenciación que por primera vez no lograba despertarme miedo».


Publicado el

en

Comentarios

Deja un comentario