Una vida entre libros
Julian Barnes
Traducción de Archie Morales
He vivido en los libros, para los libros, por los libros y con los libros; en los últimos años, he tenido la fortuna de poder vivir de los libros. Y fue a través de los libros que me di cuenta por primera vez que había otros mundos más allá del mío; imaginé por primera vez cómo sería ser otra persona; pude sentir por primera vez ese vínculo profundamente íntimo que se crea cuando la voz de un escritor penetra en la mente de un lector. Tal vez tuve la suerte de que durante los primeros diez años de mi vida no estuviera como competencia la televisión; y que cuando finalmente llegó una a nuestra casa, estuviera bajo el estricto control de mis padres. Ambos eran profesores, por lo que el respeto por el libro, y su contenido, era implícito. No íbamos a la iglesia, pero sí íbamos a la biblioteca.
Mis abuelos maternos también eran profesores. Mi abuelo tenía una colección de libros de Dickens que se encargaban por correo y una Nelson´s Encyclopaedia en unos veinticinco pequeños volúmenes rojos. Mis padres tenían libros más elegantes y variados, y avanzado el tiempo se convirtieron en miembros de la Folio Society. Crecí asumiendo que en todas las casas había libros; que era normal. También era normal que se valoraran por su utilidad: para aprender en la escuela, para dispensar y verificar información, y para entretenerse durante las vacaciones. Mi padre tenía colecciones de 4th Leaders de Times; mi madre podía disfrutar de una novela de Nancy Mitford. Sus estantes también contenían los premios encuadernados en cuero que mi padre había ganado en Ilkeston County School entre 1921 y 1925, en su mayoría por «Aptitud General» o «Excelencia General»: The Pageant of English Prose, Obras Poéticas de Goldsmith, el Dante de Cary, The Last of the Barons de Lytton, The Cloister and the Hearth de Charles Reade.
Ninguna de estas obras despertó mi entusiasmo cuando era niño. Comencé a explorar las estanterías de mis padres (y las de mis abuelos y mi hermano mayor) cuando el interés por el sexo se despertó en mí. La biblioteca de mi abuelo apenas contenía lascivia, excepto alguna escena en Bhowani Junction de John Master; mis padres tenían The Outline of Art de William Orpen con varias ilustraciones importantes en blanco y negro; pero mi hermano tenía una copia del Satiricón de Petronio, que era el libro más candente con diferencia en las estanterías de casa. Los romanos definitivamente llevaban una vida más desenfrenada que la que yo presenciaba en Northwood, Middlesex. Banquetes, esclavas, orgías y todo tipo de cosas. Me pregunto si mi hermano se dio cuenta de que despué de un tiempo algunas páginas de su Satiricón casi se estaban desprendiendo de la encuadernación. Ingenuamente, supuse que todos sus clásicos antiguos debían tener un contenido erótico similar. Pasé muchos días aburridos con su Hesíodo antes de concluir que ese no era el caso.
En la calle principal local había un establecimiento al que llamábamos «la librería». De hecho, era una tienda de artículos de lujo y papelería con una sala en el sótano, aproximadamente la mitad de la cual estaba dedicada a los libros. Algunos de ellos eran bastante respetables —clásicos de Penguin, ficción de Penguin y Pan Books. Parte de mí asumía que esos eran todos los libros que existían. Quiero decir, sabía que había diferentes libros en la biblioteca pública, y también había libros escolares, que eran nuevamente diferentes; pero en lo que respecta al extenso universo de libros, asumía que esta pequeña muestra era de alguna manera representativa. De vez en cuando, en otro suburbio o ciudad, podríamos visitar una librería «real», que generalmente resultaba ser una sucursal de W.H. Smith.
La única fuente alternativa de libros surgía si ganabas un premio escolar (yo estaba en City London School, entonces en Victoria Embankment junto al puente de Blackfriars). A los ganadores se les permitía elegir sus propios libros, por lo general bajo la supervisión de los padres. Pero, de nuevo, esto era de alguna manera un ejercicio que estrechaba las opciones en vez de ampliarlas. Solo podías elegirlos de una selección disponible en una sala de exhibición privada en un edificio de oficinas ubicado en la orilla sur: un lugar ligeramente misterioso y totalmente funcional. Era, descubrí más tarde, otra parte de W.H. Smith. Aquí estaban los libros de peso y valía, del tipo que se admiran más que quizás se lleguen a leer alguna vez. Tu premio escolar tenía un precio específico, y elegías un libro por ese monto, momento en el cual desaparecía de tu vista, para reaparecer en el Día del Premio de la Alcaldía, cuando el alcalde de Londres, ataviado con todos sus honores, te lo entregaba en persona. Ahora el ejemplar contenía una página pegada en la hoja de guarda delantera que describía tu logro, mientras que la cubierta de tela llevaba el escudo de armas de la escuela en relieve dorado. Recuerdo poco de lo que elegí obedientemente con la guía de mis padres. Pero en 1963 gané el premio Mortimer English, y, siendo ya un joven de diecisiete años, debo haber ido yo mismo a ese depósito de seriedad, donde encontré (¿quién pudo haber cometido ese descuido?) una copia del Ulises. Aún puedo ver la cara desaprobadora del alcalde mientras su mano, protegida por un guante, me pasaba esa infame novela tan polémica.
A estas alturas, comenzaba a percibir los libros como algo más que meros objetos utilitarios: fuentes de información, instrucción, deleite o excitación. Primero estaba la emoción y el significado de poseerlos. Poseer un libro en particular —y elegirlo sin ayuda— era una forma de definirte a ti mismo. Y esa definición de uno mismo debía ser protegida, físicamente. Así que cubría mis libros favoritos (libros de bolsillo, inevitablemente, debido a restricciones financieras) con Fablon transparente. Aunque, antes que todo, escribía mi nombre —usando una caligrafía que había aprendido recientemente, con tinta azul, subrayado con rojo— en el borde de la hoja de guarda. Luego, el plástico se cortaba y se ajustaba de manera que también cubriera y protegiera la firma de propiedad. Algunos de estos libros —como las traducciones de los clásicos rusos de David Magarshak publicadas por Penguin— todavía están en mis estanterías.
La autodefinición era una especie de magia. Y luego fui introducido lentamente a otro tipo de magia: la de los libros antiguos, de segunda mano, los que no eran nuevos. Recuerdo una fila de primeras ediciones de Auden en la vitrina de cristal de un vecino: un hombre que, además, había conocido a Auden décadas antes e incluso había jugado al cricket con él. Estos hechos me parecían asombrosos. Nunca había puesto los ojos en un escritor, ni conocido a alguien que hubiera conocido a un escritor. Tal vez había escuchado a uno o dos en la radio, visto a uno o dos en la televisión en una entrevista de «Cara a cara» con John Freeman. Pero la conexión más cercana de mi familia con la literatura era el hecho de que mi padre había estudiado lenguas modernas en la Universidad de Nottingham, donde el profesor era Ernest Weekley, cuya esposa se había fugado con D.H. Lawrence. Oh, y mi madre una vez vio a R.D. Smith, esposo de Olivia Manning, en una plataforma de una estación en Birmingham. Sin embargo, aquí estaban los ejemplares pertenecientes a alguien que había conocido a uno de los poetas vivos más famosos del país. Además, estos libros contenían las palabras aún resonantes de Auden en la forma en que habían llegado al mundo por primera vez. Sentí esta magia intensamente y quería formar parte de ella. Así que, desde mis años de estudiante, me convertí en coleccionista de libros, además de usuario de libros, y descubrí que no todas las librerías eran propiedad de W.H. Smith.
Durante la siguiente década más o menos —desde finales de los años sesenta hasta finales de los setenta— me convertí en un furioso cazador de libros, conduciendo hacia las ciudades de mercado y las ciudades catedralicias de Inglaterra en mi Morris Traveller y llenándolo de libros comprados a un ritmo que superaba con creces cualquier velocidad de lectura posible. Esta fue una época en la que la mayoría de las ciudades de tamaño razonable tenían al menos una gran librería de segunda mano, a menudo ubicada cerca de la catedral o la iglesia de la ciudad; según recuerdo, generalmente podías estacionar justo afuera el tiempo que quisieras. Sin excepción, estas eran librerías independientes —a veces con una selección de libros nuevos en la entrada— y de inmediato me sentí como en casa en ellas. La atmósfera, para empezar, era muy diferente. Aquí los libros parecían ser valorados y formar parte de una cultura continua. En ese momento, probablemente comencé a preferir los libros de segunda mano a los nuevos. En Estados Unidos, a estos objetos se les refería despectivamente como «de segunda mano», pero esta continuidad de propiedad era parte de su encanto. Un libro entregaba su explicación del mundo a una persona, luego a otra, y así sucesivamente a lo largo de las generaciones; diferentes manos sostenían el mismo libro y extraían a veces la misma sabiduría, a veces una sabiduría diferente. Los libros antiguos mostraban su edad: tenían manchas de zorro, como las personas mayores tienen manchas hepáticas. También olían bien —incluso cuando olían a cigarrillos y (ocasionalmente) a puros. Y muchos podían expulsar fragancias efímeras y penetrantes: antiguos anuncios de editoriales y viejos marcadores de libros —a menudo de compañías de seguros o de jabón Sunlight.
Así que conducía hasta Salisbury, Petersfield, Aylesbury, Southport, Cheltenham, Guildford, entrando en habitaciones traseras y almacenes cerrados y depósitos, siempre que podía. Me sentía mucho menos cómodo en lugares que olían a encuadernaciones finas o que conocían demasiado bien el valor de cada artículo a la venta. Prefería el desorden democrático de una tienda cuyo inventario estuviera ordenado de manera aproximada y donde fuera posible encontrar gangas. En aquellos días, incluso en las tiendas que vendían libros nuevos, no existía la rotación rápida y feroz que impone la moderna gestión centralizada. Hoy en día —la vida promedio de una novela nueva de tapa dura, suponiendo que pueda llegar a una estantería en primer lugar— es de cuatro meses. En aquel entonces, los libros permanecían en las estanterías hasta que alguien los compraba, o podían ser colocados a regañadientes en una venta especial o trasladados al departamento de segunda mano, donde podrían descansar durante años. Ese libro que no podías permitirte, o del cual no estabas seguro de que realmente quisieras, a menudo aún estaría allí en tu próxima visita al año siguiente. Las tiendas de segunda mano demostraban cuán severo puede ser el juicio de la posteridad. Charles Morgan, Hugh Walpole, Dornford Yates, Lord Lytton, Mrs. Henry Wood — habría yardas y yardas de sus libros allá afuera, esperando a que la moda cambiara. Rara vez sucedía.
Compraba con un hambre que reconozco, mirando hacia atrás, que era una especie de necesidad; bueno, la bibliomanía es una condición bien conocida. La compra de libros ciertamente consumía más de la mitad de mis ingresos. Compraba primeras ediciones de los escritores que más admiraba: Waugh, Greene, Huxley, Durrell, Betjeman. Compré primeras ediciones de poetas victorianos como Tennyson y Browning (a ninguno de los cuales había leído) porque parecían sorprendentemente baratas. La línea divisoria entre los libros que me gustaban, los libros que pensaba que me gustarían, los libros que esperaba que me gustaran y los libros que no me gustaban en ese momento, pero pensaba que podrían gustarme en el futuro, rara vez era clara. Coleccionaba libros de la serie King Penguins, libros de Batsford sobre el campo y la serie Britain in Pictures producida por Collins en las décadas de 1940 y 1950. Compraba folletos de poesía y enciclopedias francesas encuadernadas en cuero publicadas por Larousse; libros de caricaturas y recuerdos victorianos; diccionarios obsoletos y copias encuadernadas de revistas desde el Cornhill hasta el Strand. Compré una copia de Sensation!, la primera edición belga de Scoop de Waugh. Incluso inventé una categoría llamada Libros extraños para justificar compras excéntricas como Pig-Sticking or Hog-Hunting de Sir Robert Baden-Powell, Physical Energy de Bombardier Billy Wells, Cheiro’s Guide to the Hand y Tap-Dancing Made Easy de «Isolde». Todos están todavía en mis estanterías, aunque rara vez los consulto. También compré libros que no tenía sentido comprar, ni en ese momento ni en retrospectiva —como los tres volúmenes (en primera edición, con sobrecubiertas y definitivamente sin leer por el propietario anterior) de las memorias del Sir Anthony Eden. ¿Cuál era sentido de comprar todo esto? Mi caso empeoraba debido a que, en el argot del oficio librero, era un completista. Así, por ejemplo, porque admiraba unas pocas obras de teatro de Shaw que había visto, terminé comprando varios metros de sus obras, incluso hasta unos oscuros panfletos sobre vegetarianismo. Como Shaw era tan popular y sus tiradas de impresión eran enormes, no tuve que pagar mucho para formar una colección. Lo cual también significaba que cuando, treinta años después, habiendo perdido interés en el didactismo y el ingenio consciente de Shaw, decidí venderla, obtuve una clara pérdida de beneficio.
Ocasionalmente, hacía descubrimientos emocionantes. En el almacén trasero de F. Weatherhead & Son en Aylesbury, encontré una copia de los dos primeros cantos de Don Juan de Byron, publicados sin el nombre del autor en 1819. Esta rara edición, encuadernada en tela azul, me costó 62.5 peniques. Me gustaría alardear (como solía hacer ocasionalmente) que fue mi conocimiento especializado de la bibliografía byroniana lo que me llevó a cazarlo. Pero eso sería ignorar por completo la anotación entera escrita a lápiz del librero en el interior de la portada («Los Cantos I y II aparecieron en Londres en julio de 1819 sin el nombre del autor ni del librero en un delgado cuarto»). El precio de 62.5 peniques no podría haber sido un descuido; lo más probable es que fuera una indicación de que el libro había estado en los estantes durante décadas.
Sin embargo, con la misma frecuencia, cometía errores graves. ¿Por qué, por ejemplo, compré, en D.M. Beach de Salisbury, Oliver Twist en sus partes mensuales originales, tal como se publicó por primera vez en Bentley’s Miscellany? Fue una buena idea porque estaban en perfectas condiciones, con hermosas láminas, cubiertas y anuncios. Fue una mala idea porque faltaba una de las partes (ya sea la primera o la última) —lo que hacía que el conjunto fuera casi asequible. Fue una idea optimista porque estaba seguro de que sería capaz de encontrar la parte faltante en algún momento de mi vida como coleccionista. No hace falta decir que nunca lo hice, y esta embarrada me reprochó desde mis estantes durante muchos años.
Luego hubo momentos en los que me di cuenta de que el mundo de los libros y la colección de libros no era exactamente como lo había imaginado. Si bien conocía casos famosos de falsificación de libros, siempre asumí que los coleccionistas eran personas honestas y directas (solía pensar lo mismo de los jardineros también). Luego, un día, me encontré en The Lilies en Weedon, Bucks —»solo con cita previa»—, una mansión victoriana de treinta y cinco habitaciones. En su sección de primeras ediciones encontré un libro que había estado persiguiendo durante años: Vile Bodies de Evelyn Waugh. Le faltaba la sobrecubierta (lo cual era normal —ya que pocos compradores tempranos de Waugh dejaron de desechar las sobrecubiertas), pero estaba en condiciones prístinas. El precio era … sorprendentemente bajo. Luego leí una pequeña nota escrita a lápiz que explicaba por qué. Estaba escrita con la letra y firma de Roger Senhouse, el editor bloomsburyano que fue el último amante de Lytton Strachey. Decía —y cito de memoria— «Esta segunda impresión se dejó en mis estantes en lugar de mi propia primera edición». Quedé profundamente conmocionado. Claramente, no había sido un acto impulsivo. El culpable debió haber llegado a casa de Senhouse con esta copia oculta entre él —asumí que era un hombre, no una mujer— y luego logró el intercambio cuando nadie estaba en la habitación. ¿Quién podría haber sido? ¿Podría yo tentarme a hacer tal cosa alguna vez? (Sí, posteriormente me tenté, eso es cierto). ¿Y podría alguien hacer eso conmigo y mi colección algún día? (Hasta donde sé, no).
Más recientemente, escuché otra versión de esta historia desde un punto de vista diferente. Un lector envió a un autor bastante famoso una copia de una de sus primeras novelas (cuya primera edición fue de menos de mil ejemplares), solicitando una firma y adjuntando los gastos de devolución. Después de un tiempo, llegó un paquete que contenía la novela, debidamente firmada por el autor —excepto que había conservado la valiosa primera edición y en su lugar envió una segunda impresión.
En aquel entonces, la búsqueda de libros implicaba recorrer muchos kilómetros, una acumulación lenta y frustración frecuente; el efecto secundario era una inclinación, cuando no lograbas encontrar lo que querías, a comprar una variedad dispar de cosas para demostrar que tu viaje no había sido en vano. Esta forma de adquisición ya no es posible o ya no tiene sentido. Todas esas antiguas y pintorescas tiendas han desaparecido. Aquí está The Book-Browser’s Guide to Secondhand and Antiquarian Bookshops de Roy Harley Lewis (segunda edición, 1982) sobre D.M. Beach de Salisbury: «Hay varios establecimientos en lugares tan valiosos que los propietarios podrían obtener una pequeña fortuna al vender y trabajar desde casa… Si bien los precios de las propiedades en Wiltshire no pueden compararse con los de Londres, este maravilloso local en la High Street supone una enorme carga para cualquier librería». Beach cerró en 1999; Weatherhead (que tenía su propia bolsa de papel impresa) en 1998; The Lilies —que estaba llena de exhibiciones curiosas como la máscara mortuoria de John Cowper Powys y «el reloj que pertenecía a las personas que pusieron el motor en el bote en el que Shelley se ahogó»— ya no existe. Parece que la regla era que cuanto más grande y general era la librería, más vulnerable era.
El coleccionismo de libros también ha cambiado por completo con internet. Me llevó tal vez una docena de años encontrar una primera edición de Vile Bodies por unas 25 libras esterlinas. Hoy en día, treinta segundos en abebooks.com te mostrarán una docena de primeras ediciones en varias condiciones y precios (las más caras, con esa rara sobrecubierta de Waugh, oscilan entre los 15.000 y 28.000 dólares). Cuando la gran novelista inglesa Penelope Fitzgerald murió, decidí como homenaje comprar primeras ediciones (con sobrecubiertas) de sus últimas cuatro novelas —las cuatro que cimentaron su grandeza. Todo esto me llevó menos tiempo que encontrar un lugar de estacionamiento cerca del antiguo local donde solía estar la librería de Beach. Y aunque podría hablar sobre el romance y la serendipia del descubrimiento —y sí, había romance— el antiguo sistema no era ni eficiente en tiempo ni en costos.
Me volví un poco menos coleccionista de libros (o tal vez fetichista de libros) después de publicar mi primera novela. Quizás, a un nivel subconsciente, decidí que, dado que ahora estaba produciendo mis propias primeras ediciones, necesitaba menos las de otras personas. Incluso empecé a vender libros, lo cual antes me habría parecido inconcebible. No es que esto haya frenado mi ritmo de adquisición: aún compro libros más rápido de lo que puedo leerlos. Pero nuevamente, esto se siente completamente normal. Sería extraño tener a tu alrededor solo tantos libros como tiempo tienes para leer en el resto de tu vida. Y sigo estando profundamente apegado al libro físico y a la librería física. Las presiones actuales sobre ambos son enormes. Mi última novela te habría costado 12.99 libras en una librería, alrededor de la mitad de eso (más el envío) en línea, y apenas 4.79 libras como descarga de Kindle. El ahorro es indudable. Sin embargo, afortunadamente, la economía nunca ha controlado por completo la lectura ni la compra de libros. John Updike, hacia el final de su vida, se volvió pesimista sobre el futuro del libro impreso:
¿Quién, en ese impensable futuro,
cuando yo esté muerto, leerá? La página impresa
fue solo una breve maravilla de medio milenio…
Soy más optimista, tanto en lo que respecta a la lectura como a los libros. Siempre habrá personas no lectoras, lectores mediocres, lectores perezosos; siempre los ha habido. La lectura es una habilidad mayoritaria pero un arte minoritario. Sin embargo, nada puede reemplazar la comunión exacta, complicada y sutil entre el autor ausente y el lector presente, absorto. Tampoco creo que el lector electrónico llegue a suplantar por completo al libro físico —aunque lo haga en términos numéricos. Cada libro se siente y se ve diferente en tus manos; cada descarga de Kindle se siente y se ve exactamente igual (aunque tal vez el lector electrónico tenga algún día una «función de olor», en la que podrías hacer clic para que tu novela electrónica de Dickens repentinamente huela a papel húmedo, marcas de zorro y nicotina). Los libros tendrán que ganarse su lugar —al igual que las librerías. Los libros tendrán que volverse más deseables: no como bienes de lujo, sino bien diseñados, atractivos, que nos hagan querer tomarlos, comprarlos, regalarlos, conservarlos, pensar en releerlos y recordar en años posteriores que esta fue la edición en la que nos encontramos por primera vez con lo que contenían. No tengo prejuicios luditas contra la nueva tecnología; simplemente, los libros parecen contener conocimiento, mientras que los lectores electrónicos parecen contener información. Los premios escolares de mi padre están en mis estantes hoy en día, noventa años después de que los ganara por primera vez. Prefiero leer los poemas de Goldsmith en esta forma que en línea.
El escritor y diletante estadounidense Logan Pearsall Smith dijo una vez: «Algunas personas piensan que la vida es lo importante, pero yo prefiero la lectura». Cuando me encontré con esto por primera vez, me pareció ingenioso; ahora lo encuentro —al igual que muchos aforismos— una falsedad engañosa. La vida y la lectura no son actividades separadas. La distinción es falsa (como lo es cuando Yeats imagina la elección del escritor entre «la perfección de la vida o de la obra»). Cuando lees un gran libro, no escapas de la vida, te sumerges más profundamente en ella. Puede haber una escapada superficial —a diferentes países, costumbres, formas de hablar— pero lo que estás haciendo es, fundamentalmente, ampliar tu comprensión de las sutilezas, paradojas, alegrías, dolores y verdades de la vida. La lectura y la vida no están separadas, sino que son simbióticas. Y para esta tarea seria de descubrimiento imaginativo y autodescubrimiento, hay y sigue existiendo un símbolo perfecto: el libro impreso.
A Life with Books, Julian Barnes
Traducción de Archie Morales


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