La presencia de Alberto Venegas (1954) no es ajena a la literatura de la zona. Desde 1984 ha oscilado en diversos diálogos y cercanías con la literatura de la región. Reconocido librero de Quilpué, poeta y lector, se mantiene en las tres vertientes que lo caracterizan. Dentro de la primera, su fascinación por los libros antiguos o curiosos, como la define. En la segunda, su secreta labor alquímica.
La presente selección de poemas corresponde a su segundo libro, El cuaderno de la luz (2022, Ciudad de Los Libros Ediciones), publicado con veintiocho años de distancia de La necesidad de la poesía en Chile. Distancia no gratuita, pues remarca el trabajo conciso, en forma y fondo, que Alberto, paciente, ha trabajado en cada uno de sus poemas y que ha subdivido en este nuevo libro en los capítulos “El cuaderno de la luz”, “Yo, el insomne”, “Clamor” y “El tejido de las palabras”. La reiteración de palabras funciona como un metrónomo que nos remite al tema que atraviesa la obra y el hombre. El cuaderno de la luz es una indagación en la naturaleza de la luz, el sonido, el tacto y el sueño que dialogan, se anulan y vuelven a armonizar mediante la profundización de la palabra breve y los significados arrastrados por el tiempo, todo para retornar a la carne que intenta y que perece cada día más en el sueño sobre el primer día.
De «El cuaderno de la luz»
I
Comencé soñando con la luz
Podría decir
que es dorada
o que ciega.
Que en realidad
estaba dormido
y soñé con la luz.
No estaba
dentro de mí,
penetró en mí.
No entró por el centro,
pero ocupó
todo espacio.
Mientras se mantuvo el anhelo
no llegó.
Entró silencioso
no decía ni pedía,
estaba ahí.
No observaba
ni juzgaba,
solo estaba ahí.
La luz giró
como un remolino
y volvió a la obscuridad.
Pero no era la noche,
era otra forma de luz.
De la sombra
se proyectó la luz.
Soñaba
ser un pájaro
en veloz vuelo,
por la obscuridad
de la noche.
La luz
estaba sobre mí,
proyectando la sombra,
sobre la tierra.
La sombra era rauda.
Soñaba que la luz
era un pájaro.
Llegó suave,
como música del silencio.
Era una caligrafía
sobre el blanco de un papel. Al dibujarse
fue como una lágrima.
II
Pensé la luz
El origen
está revestido
de obscuridad.
La mente
gasta la noche
como un rodamiento
infatigable.
Pensé en un cubo
de luz
que habitaba
en el corazón de las tinieblas.
Y sucedió
el estallido.
Era una flor
que se hizo
estrella fija.
Luego,
empezó a desvanecerse,
pero ya había amanecido.
De «Yo, el insomne»
Yo, el insomne
Yo, el insomne,
el que nunca ha dormido,
que aun dormido no consigue despertar.
Yo que no puedo dormir,
siempre dando vueltas en la cama
donde la idea fija te persigue.
El que nada puede pensar
pero no puede dormir.
Yo, el sueño
repitió las mismas sombras,
los ruidos, aquellas imágenes.
Esperaba el canto
que oían los griegos.
Nada rompe
el silencio de la noche,
era oculto,
un enigma imposible de resolver.
Inmerso en aguas negras,
subían las grandes olas.
El sueño decía
de aquí tienes que huir
nunca entrarás en el misterio
que ya no existe.
Que esa sangre
ya no es la misma que corrió.
Misterio que no será indagado
porque no puede ser.
Miramos el sol negro
que no deja de observarnos.
Donde el misterio no se resuelve.
Se lo llevó el silencio,
lo borraron las lágrimas,
se lo tragó la noche.
De «El tejido de las palabras»
Entonces mi voz
Entonces, mi voz
reconocerá a su dueño
y será copulada
entre mis salivas.
Viene del cerebro
de la noche, antes
que yo.
Pero estás
cautiva en la boca.
En el laberinto donde
también se pierde la poesía.
Voz que tengo
guardada en el silencio,
profunda, remota,
ahí acechando
inmóvil.
En la oscuridad
esperando
Dormida y enervada,
dispuesta.
Voz antigua,
de crepúsculo,
remota,
luchando por ser
luz.
Quieta, llena
de un óxido aparente.
Esperando la visión
Esperando, esperando la visión
nada es débil.
Me aguarda, se asoma, se asombra.
Es un diamante en silencio,
es un cristal replegado.
Las luces, el esfuerzo,
la voz de las voces.
El silencio cubría todas las cosas
El silencio
cubría todas las cosas,
era una larga oscuridad
que dormía
en los palacios de invierno.
El vacío señoreaba
en el corazón de las cosas.
Nada había sido creado.
Enrollados en nuestro cuerpo
de andrógino,
moríamos.


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