[ lectura y crítica ] 

Un hombre que ayuna, un hombre que camina — Jesús de la Rosa

Un hombre que ayuna, un hombre que camina

Jesús de la Rosa

Al abordar las cuestiones del hambre en el siglo XX, ¿cuáles son los terrenos comunes que se revelan en la mirada de los artistas? Por un lado, resalta la de L’Homme qui marche I [El hombre que camina I] del escultor suizo Alberto Giacometti, prominente artista que da vida a formas del aislamiento mediante la expresión del arte figurativo y la potente decisión interior que emana de sus esculturas. Lo que hay que decir de ellas: silencio, disolución, fuerza. El caminante es un cuerpo que aspira a los dos metros de altura, porta grietas pronunciadas en la corteza de la piel y cuya textura y soporte recaen en el límite de lo consciente a modo de espejo. 

En primera instancia la obra fue concebida para un proyecto de naturaleza pública que tendría lugar en 1960, pero Giacometti decide abandonarla por una presunta inconformidad. De algún modo él sabía que la oscura presencia de la obra tendría un destino trascendente y totalmente distinto. Un año después, la presenta en la Bienal de Venecia luego de haberla trabajado y retocado, cautivando pasmosamente tanto a la audiencia de ese momento como a la contemporánea, estos últimos en el Museo Carnegie de Pittsburgh, Estados Unidos. 

Por otro lado, la figura de Franz Kafka y el relato Ein Hungerkünstler [Un artista del hambre] es en donde también se observa una obra esquelética semejante, pero a través de un singular estilo literario. Es 1917, Kafka es un escritor maduro que conoce bien su pluma e inquietudes, pero hay una tuberculosis diagnosticada. Ante esto, resultaría imprudente afirmar que el relato se funda en eventos de su vida, y es que innegablemente su salud es el verdadero condicionante de su panorámica literatura, salvo en este escrito. Cinco años más tarde debe retornar a Praga, una pulmonía haría de su cuerpo el retrato accidental de su obra, para posteriormente fallecer en el sanatorio Wienerwald —próximo a Viena— un martes 3 de junio de 1924.

Un artista del hambre se publicó en 1922 en la revista alemana Die neue Rundschau, fundada por el editor Samuel Fischer en las cercanías de 1890. En cuanto al relato, se debe a algunas bien conocidas virtudes kafkianas: la dificultad de comunicación y el uso del absurdo, ahora sumado a un personaje que renuncia a todo alimento.

El protagonista es un ayunador circense que decide enjaularse voluntariamente, actividad que sobrepone a todo principio vital. La gente del pueblo lo visita a diario, hay funciones nocturnas con antorchas, los niños hablan de él. Dos guardias lo observan en vigilia, se cuentan historias entre sí y también el ayunador está dispuesto a contarles historias de su vida nómade para mantenerse despierto. Parece ser que su estancia es una fantasía, aquella nos muestra su condición humana a la cual se somete por voluntad de profesión: se hallaba muy a gusto tendido en el forraje, se lee en las primeras páginas del cuento —cuando aún queda mucho por saber. ¿Esa naturaleza menguante es símil al Hombre de Giacometti? ¿Por qué Kafka buscó la figura del cuerpo debilitado para su cuento? 

La voz es compartida, hay un autor y una obra, hay una obsesión y una exploración que se va debilitando a sí misma. El relato tiene como motivo un ánima que presagia enfermedad, insatisfacción y una piel de predisposiciones corroídas. En aras de quebrar los grandes espasmos internos de Kafka, la obra literaria resulta reveladora, como si un rasgo interno anunciara su propio retrato.

Es abundante lo que se ha dicho del Hombre que camina I, y es probable que una de las reflexiones de mayor peso sea El hombre que camina de Franck Maubert, ensayista y novelista del actual panorama literario francés. Maubert realiza una lectura personal del caminante de Giacometti como un ejercicio memorístico, donde construye un texto que divaga con la trascendencia de la escultura, una que —bajo su concepción— batalla terriblemente con su esencia humana, se mantiene muda ante cualquier hecho, es explícita con su deformación anatómica y existe por y para la mirada del espectador. En el epílogo, Maubert nos habla de cómo es convivir a diario con la experiencia de la escultura —de trascendencia personal— y apunta que, mientras estaba en una sala de cuidados intensivos, había apariciones con las que rememoraba a Giacometti: El hombre que camina se repite en mis sueños, y a veces en mis pesadillas. […] Su estrecha silueta se dibujaba en la luz incierta que acrecentaba la sensación de profundidad e impregnaba la habitación de un aspecto fantástico. […] A pesar de que había entrado por allanamiento, sin que yo lo viera venir, había domesticado a El hombre que camina, se había convertido casi en un amigo. El texto de Maubert no sólo vuelve a poner en contexto la efigie, también sugiere una nueva lectura de la escultura que libera nuevas correspondencias. Es decir, en la escultura perdura su carácter trascendente. 

Hay, a su vez, dos realidades posibles. Una es el escrutinio compartido por Kafka y Giacometti, que alude a rasgos específicos de un diagnóstico retórico de su época: cuerpos debilitados y un complejo clima espiritual. El cansancio de ambos condiciona sus obras. Se refleja en la prosa aletargada de Kafka y en los distintos intentos de caminantes que replica Giacometti. La otra realidad posible es respecto a la de los espectadores, el ejercicio frente a la representación: los asistentes al circo en la realidad diegética del ayunador y los espectadores del Hombre que camina I, hoy en el museo Carnegie de Pittsburgh. ¿Acaso Kafka sabía que dicho ejercicio de la mirada se replicaría décadas más tarde, ahora para admirar —al igual que los asistentes del circo— un cuerpo menguante de casi dos metros de altura y no ya un ayunador, cambiando un circo por un museo?

Ambos artistas fueron ensimismados y obsesionados, devotos a sus obras, tan cerca de terminar viviendo otra vida dentro de ellas. Por lo mismo, tal vez, Giacometti trabajó incansables versiones de los hombres que caminan, a pesar de la relación que guardaba con El hombre que camina I, que comprometía un silencio en donde él era condenado a la forma metálica que se situaba en el límite de la desaparición, al igual que al ayunador circense de Kafka. 

El relato de Kafka está plagado de consecuencias que carecen de causa, esta última sugiere ser la más llamativa de toda obra ante un mundo idóneamente angustioso. Aparentemente se desconoce el antecedente de la alegoría del hambre, es decir, el artista es de corte irónico —incluso en las palabras previas a su muerte se entrevé la sentencia—, y Kafka parece obsesionarse con vivir del hambre, deseándolo o ignorándolo. El hombre que camina I es a Giacometti lo que el ayunador es a Kafka. Aún cuando ambas construcciones, escultura y personaje, presentan un abanico de similitudes podemos encontrar lecturas adversas en una dualidad: caminante y quietud. 

La defensa de Giacometti pone más énfasis en el constante movimiento, el arquetipo del caminante, una figura que aparenta avanzar, aunque nunca alcance la concreción de su destino. Es proclamada como una búsqueda perpetua, como si la figura estuviera en un inagotable sendero hacia un ignoto destino. En contraste, el ayunador de Kafka sugiere una forma de la quietud o una resistencia pasiva, en donde este se presenta inmóvil. El lenguaje de ambas obras —arquetipos— comparten el ademán del cuerpo esquelético, pero son racionales frente a su búsqueda, puesto que sus destinos son realizados por artistas condenados al flujo accidental de sus vidas. 

En Kafka el ayunador está en una constante búsqueda por extinguir su carne, en su cuerpo está dejando brotar la situación, deseoso y sin culpa. Entonces, es usar en vida lo contrario a ella: el límite. En Giacometti hay una fatiga, o resonancia de una época, que responde a ignorar un mundo de posguerra que pisa con temor y, entre tanto, es la escultura lo que lo define. Retornando a las páginas de Maubert, para percibir el caminar de la escultura, afirma que el primer sentido del verbo marcher en francés antiguo es ‘pisar’. El hombre está de pie, y la intención no es más que representar una obra escultórica que está viva, morando en los confines de la carne.


Publicado el

en

Comentarios

Deja un comentario