A mediados de diciembre del pasado año, 49 escalones tuvo la oportunidad de conversar con el poeta y escritor Ignacio Vásquez Caces, convidados a su domicilio con el motivo de su última publicación: La construcción (Ediciones Altazor, 2022). Bajo el alero de su enorme hospitalidad, con el correr de la tarde hasta entrada la noche pudimos comprobar dos materias: la primera, que Ignacio Vásquez Caces es un poeta excéntrico a su medida, un lector riguroso y no menos severo, también un escritor capaz de asumir riesgos que lo diferencian del acostumbrado panorama literario viñamarino; la segunda, que el halo humano de sus versos, con sus derrotas, entusiasmos y la apasionada vitalidad, está también presente en sus palabras cotidianas. El vivo interés por su reciente libro, como también la atención que suscitan sus poemarios anteriores, La margen (1990) y El lento amor de la nieve (1995), condujo esta conversación a manera de entrevista en torno a las ideas que rondan su imaginario, la experiencia del poeta joven en el mapa viñamarino y sus preocupaciones artísticas. El siguiente registro da fe de aquel diálogo.
«La poesía es la forma más sincera de comunión»
Entrevista a Ignacio Vásquez Caces
49e: Ha sido largo el camino que has recorrido para llegar a La construcción, tu último libro. En distintos pasajes de esta obra se advierten diálogos sostenidos con anteriores publicaciones tuyas: referencias literarias, preguntas, inquietudes que ahora reaparecen transformadas. En este entramado, que Ismael Gavilán ha calificado de palimpsesto, convocas a muchos autores, provenientes no sólo de la literatura sino también de diferentes áreas del saber y del quehacer artístico.
IVC: Ello ocurre porque entiendo al arte como una red de sentidos surgidos en la interacción con otros, y a mi actividad creativa como una labor que progresa a partir de un mismo corpus de preocupaciones. Pienso, por una parte, que nadie habla desde la originalidad absoluta —cuestión imposible, salvo para un pretencioso— y, por otra, que nos limitamos a publicar un único libro en nuestra vida sólo que en diversas ediciones. No digo nada sorprendente: George Bernard Shaw sostenía que la originalidad consistía en saber ocultar las fuentes, y Rubén Darío se preguntaba “a quién puedo imitar para ser original”. Es correcto plantear a La construcción como parte de un devenir, pues es tributaria de La Margen, pero también de El lento amor de la nieve e, incluso, de Las arquitecturas invisibles. Ya los títulos son reveladores de una conexión íntima entre esos textos. Hay mucha circularidad allí. Pero aquí hay que leer entre líneas: el tiempo genera un efecto revisionista y termina por modificar sustancialmente la forma de interpretarlo todo. Las citas y alusiones no son inmunes a una nueva manera de entenderlas. A los veinte años me hice preguntas punzantes, tuve inquietudes medulares, que han perdurado hasta hoy como dolores persistentes. Sin embargo, el modo de aproximarme comprensiva y poéticamente a tales cuestiones es hoy radicalmente diferente. Entonces, tengo que regresar sobre mis pasos para transformar mi visión del mundo y suscitar otro texto.
49e: El sujeto se constituye de paradojas y fisuras, es una totalidad que discurre entre afirmaciones y contradicciones.
IVC: El sujeto es una estructura cognoscente, un invento reciente de la modernidad. Para mí no es más que una bestia errabunda. Está por verse si la subjetividad adquiere carta de ciudadanía porque si sólo consideramos sus requisitos constitutivos (autonomía, autoconciencia y autorrealización) habría que concluir que su materialización es bastante improbable. Como fuere, la subjetividad no se puede compartimentar, no se puede segmentar, es única e irrepetible. Pero no está quieta, es pura dinámica de cambio. Cuando envejecemos miramos con más perspectiva crítica nuestras primeras adscripciones y convicciones. Sin embargo, como ellas nos caracterizaron y fueron piezas a partir de las cuales nos construimos, creo que si se nos llegasen a escapar o las soltáramos deberíamos hacer un trabajo destinado a recuperarlas. Esta labor de reapropiación es, en sí misma, una tarea de resignificación del mundo. Los textos son testigos de lo que señalo. Hay versos que hemos escrito sin ser completamente responsables de ellos. Años después, esos mismos textos se revelan en todo su sentido. Es un asunto de tiempo, de reverberación. Lo importante es que en esos versos el hablante ya estaba en esencia, anunciándose.
49e: ¿Recuerdas algún verso o imagen presente en tu obra poética temprana sometida a esta reverberación?
IVC: Hay muchos pasajes que se niegan a morir y que están en una suerte de circularidad algo borgiana. Así, por ejemplo, en La Margen escribí una línea en la que digo “las piernas son ramas protectoras, las hojas sangran pequeñas tempestades”. Tiempo después, en una tarde de total vagabundaje, ese verso fue una revelación mientras dormitábamos con Cecilia en la cama y nos abrazábamos como si fuera la última vez. Me estaba refiriendo al refugio del amor. Esto pude comprenderlo sólo a través de mi experiencia vital. O en El lento amor de la nieve me sorprendo con un verso en el que declaro que “la enloquecida Babel confundió mi lengua para preservar en mi memoria el recuerdo de la oscuridad”, y algunos meses más tarde fallece mi madre. Estos hallazgos no los interpreté en todos sus alcances y aristas cuando los escribí. Su mejor sentido, si acaso tienen alguno, fue siempre posterior al fenómeno escritural. Desde este punto de vista, la literatura es trascendente. Estoy convencido que para siquiera aproximarse mínimamente a la comprensión de un texto poético necesitas mucha experiencia, acudir al efecto acumulativo experiencial. Pero la experiencia no define al texto, es un instrumento útil y un privilegio para el lector. Lo que el escritor necesita, tal como lo veo, son otros ingredientes: inteligencia, sensibilidad, atrevimiento y amar las palabras. Ya lo acreditó César Vallejo: nuestro oficio es el de albañiles del lenguaje, y nuestro deber es hacer con este material lo que queramos (ojalá dando en el clavo). Aunque cuidado: podemos incluso inventar neologismos, pero jamás incurrir en faltas de ortografía.
49e: ¿Crees que hay en esa trascendencia también algo que está más allá de lo que pueda significar un poema, algo que escapa incluso de las exigencias del propio escritor?
IVC: Tocas el viejo problema del significado. El poeta peruano y doctor en lingüística Mario Montalbetti, sostiene que no sabemos qué es significar. Y tiene razón: un gran problema de la poesía se relaciona con qué significa significar. Si el desafío del hablante es procurar que el poema piense su objeto, aquí se manifiesta una paradoja: el objeto es la voz que habla. Supongamos que al texto poético le corresponda acicatear las categorías del buen sentido o lo razonable para perforar el lenguaje. Ello podría ocurrir, siguiendo a Montalbetti, cuando se comprende que lo decisivo en el poema es el trabajo con la sintaxis y no con el significado. Lo que está en juego en el poema es la sintaxis, aunque esta no nombre nada: su función primordial es darle movimiento al texto poético. Allí reside la gracia de la poesía. Entonces, si cambiamos el foco desde el significado a la sintaxis el problema ya no es el hablante, sino el lector o el espectador. En esta cuestión de la trascendencia y, en especial, de la capacidad de la poesía de ofrecer cualquier significado, yo desplazaría el problema desde el autor al lector. Y por eso mismo, eliminaría los ridículos talleres de escritura (sobre todo los autodenominados talleres de escritura creativa), y, al revés, fomentaría muchos talleres de lectura. En todo caso, por más esfuerzos que hagamos no resolveremos la cuestión del significado en la poesía.
49e: Si así fuera, cuántos equívocos se podrían evitar…
IVC: Claro, porque el lector es el actor principal en esta trama. Por eso, insisto, eliminemos los famosos talleres de escritura creativa y de una buena vez concentrémonos en lo medular, el lector. Sin lector no hay texto, no hay ningún texto posible. Y, por cierto, tampoco compradores de libros.
49e: Si el poeta a la vez que escribe el poema debe ser su primer lector, ¿ocupa entonces una posición privilegiada?
IVC: A mí eso me parece indudable. El texto poético primero ha de atravesar la censura y la apreciación crítica de quien lo escribe. El escritor necesita volver sobre su propio texto como lector, y no como cualquier lector sino como uno implacable, como para decir “esto que escribí es una mierda, no sirve…”. Pero debería actuar con algo de compasión consigo mismo, de manera de no desechar por completo lo que ha escrito. A veces sobrevive una palabra, una nada más, a veces una coma o un punto. Los signos de puntuación son muy relevantes. Una coma bien puesta lo cambia todo. Y eso es porque estos signos son las herramientas con que cuenta el escritor para gestionar el silencio. Y vaya que es fundamental el silencio en la literatura. Recordemos que, según Ciorán, toda palabra es una palabra de más.
49e: La construcción es un libro que agota sus posibilidades, que echa mano a cuanta herramienta sirva al lenguaje. ¿Cuál es el rumbo que toma tu poesía luego de una publicación como esta?
IVC: A mí La construcción me causa preocupación. Mi amigo el poeta Morales Monterríos me suele atemorizar diciéndome que de un libro como este es difícil escapar, a menos que uno inmediatamente asuma la escritura de otro. La cuestión es que todavía no estoy en condiciones anímicas de comenzar un nuevo proyecto escritural. Mi deber ahora es difundir La construcción. Fueron dieciséis años para dar a luz semejante armatoste. Y por otro lado, tampoco sabría de qué escribir. Por el momento no tengo nada que decir y tengo ganas —al menos por una temporada (no en el infierno, por cierto)— de salir del poema. Esa es mi pretensión, aunque algo ilusa. Digo ilusa porque desde hace algunos meses me ha rondado la idea de escribir sobre el punto de fuga. O sea, de reflexionar acerca del lugar desde dónde miro al mundo. O más precisamente, como estoy preocupado por el lector, indagar respecto de la posición desde la cual me miran. Cuando los pintores renacentistas descubrieron el punto de fuga, cambiaron la manera de mirar el mundo y produjeron una revolución en el arte. Ellos pensaban en el ojo del espectador. Dejaron de ser los protagonistas privilegiados, inspirados directamente por Dios. Cargaron las tintas en el simple ciudadano de a pie que observa la obra. Creo que un problema de la poesía actual, sobre todo de la poesía chilena, se vincula con esto. Los poetas se están mirando el ombligo, no logran liberarse de un narcisismo peligroso. Mucha poesía con afanes terapéuticos o de divulgación psicológica, bien alejada del rigor literario. La poesía no está pensándose. Es muy aburrido encontrarse una y otra vez con el poemario destinado a mostrarle al lector cuán iluminado o desgraciado es el autor. Es urgente poetizar acerca del futuro del presente, pero en el presente. Intentar escribir lo que se leerá en un mañana quizá imposible. Sobre esto creo que los poetas tenemos mucho que aprender de los músicos, porque ellos hacen algo que pocas veces hacemos en literatura: escriben la música que se escuchará en un tiempo venidero. Es lo que hicieron Schönberg o Stockhausen en la música clásica, o más cercanamente Miles Davis por mis preferencias musicales. Utilizaron sus instrumentos para hacer la música que se escucharía mañana. Pienso que es lo que debemos hacer con la poesía. Ser capaces de escribir como los músicos, es decir, diseñar o imaginar el mañana de la literatura de hoy. Entonces, respondiendo la pregunta, no sé cuál será el rumbo de mi poesía, pero sé que esta no podrá ser autorreferente.
49e: Allí retornamos nuevamente a la idea de la corrección como una necesidad, un punto esencial de la escritura. La corrección extiende esa línea temporal de hacer la literatura del futuro en el presente, conteniendo y entendiendo esa tradición.
IVC: No podemos ir muy lejos de la tradición, porque somos apenas un eslabón de la cadena fluyendo en el río heraclitano. En la portada de La construcción, mi editor (el querido Pato González) diseñó un troquel con la forma de una pieza de puzle, que sugiere que allí hay algo que padecemos como una carencia. Eso que falta es tanto el autor como el lector, ambos en un juego de espejos. Pero también es un recordatorio de que esos jugadores forman parte de un plan mucho mayor: la historia del saber y sentir humanos. Podrás intuir que un libro que fue macerado durante muchos años fue sometido a un escrupuloso proceso de revisión, de constante y agobiante armado y desarmado. A veces pienso que la literatura está en ese proceso, en esa labor incansable de hacer, deshacer y rehacer, de anotar y corregir. Así sea que la corrección se trate de una sola coma. Una coma es tiempo, es duración en el poema. Tal vez hemos comprendido muy tardía y escasamente que es necesario respetar este proceso. Pero debemos rendirnos ante esta obligación porque, en caso contrario, arriesgamos traicionar nuestra subjetividad. Cuando yo ya no sea y alguien desee encontrarme, bastará con abrir algunos de mis libros. Yo estaré aguardando a ese lector futuro, cobijado en mi presente. “Palabra en el tiempo”, dice Machado. “De la mano del tiempo”, dice Zambelli, este gran poeta que tuvo la mala fortuna de ser coetáneo de Ennio Moltedo.
49e: A propósito de los poetas que nombras, ¿cómo fue tu andar poético por la orilla porteña, tu errancia temprana? ¿Cómo fue el diálogo entre los poetas de ese tiempo en una ciudad como Viña del Mar?
IVC: Los poetas viñamarinos tendemos al contagio virulento y a encontrarnos en su reducido espacio urbano. Se habla mucho de Valparaíso, pero el puerto cuando yo era adolescente ya había empezado su decadencia. La silenciosa Viña de esos tiempos, considerada la ciudad dormitorio, estaba no obstante en plena ebullición a pesar de la dictadura. En este microcosmos vagábamos cuales poetas púberes, y en ese vagar con sentido se me aparecen de inmediato Juan Luis Martínez, Marcelo Novoa, Sergio Madrid, Alejandro Pérez, Carolina Lorca, Liliana García, Eduardo Correa, entre otros. Todos en una conversación intensa, aprendiendo a conocerse y compartir libros, lecturas. Estoy convencido que cuando Juan Luis escribe “Mi perro Sogol se perdió en la calle Lobatchewski…”, alude a un imaginario profundamente viñamarino, es el plano de Viña, una cuadrícula: calle Álvarez, avda. Perú, avda. Libertad, Coraceros, los orientes. El resto no existe. Esto nos puede parecer clasista, ya que no ocurre en los cerros. Pero es el mapa que se recorre a pie dibujando la orilla del mar. Es un microcosmos muy “familiar”. En general los poetas de Viña son los transeúntes habituales que recorren esa cuadrícula y se sientan durante horas en sus cafecitos. Tratándose de los poetas de aquella época, al no ser demasiados era imposible no conocerse ni relacionarse. También había razones vinculadas a lazos de parentesco, o afinidades escolares o literarias y artísticas. No niego que hubo un momento en la poesía viñamarina muy de élite, de gente que compartía un código altamente especializado. Pero no actuemos cínicamente: la literatura chilena ha sido bien sectaria, cruzada por factores sociopolíticos relevantes. Por ejemplo, a mediados de la década de los setenta aparece un José Miguel Ibáñez Langlois santificando a ciertos escritores, entre ellos a Raúl Zurita, que pasan en consecuencia a formar parte de la “casta”. Zurita, con mucha elegancia y beneplácito, no se hizo de rogar. Supongo que debió considerarlo algo así como su destino manifiesto. En todo caso, para mí el poeta viñamarino fundamental es Juan Luis Martínez, haberlo conocido fue un honor y quizá un vaticinio o un anuncio de lo que yo haría más tarde, así de capital fue su influencia. Algunos afirman que si bien hubo un momento en que la poesía de Zurita y Martínez se solapó completamente, estaba claro que el que colocaba la música era Martínez. Yo lo creo: en un texto como Áreas Verdes Zurita se sienta a horcajadas en ese animalfabeto llamado Juan Luis Martínez, y le hace el guiño intertextual. Pero el modo de hacer el guiño es de Martínez.
49e: Retomando tu escritura poética, recordamos vívidamente la presentación que realizaste de La construcción en la Sala Viña del Mar. No muchos poetas pueden exponer y leer como lo haces tú, con tamaña efusión.
I.V.: Eso me sucede porque soy capturado por el texto y me dejo llevar por él. Hablando sobre esto con Sergio Madrid, me preguntó por qué leía con tal vehemencia y efusividad. Le respondí lo siguiente: yo quise ser músico. Incluso cuando estaba en el colegio y después en la universidad escribí canciones del estilo de las que componía Hugo Moraga. Sin embargo me faltaba técnica, porque era autodidacta. Hubiera necesitado muchas clases de música para componer más. Tuve que rendirme. Humildemente me dije: no puedo más. A pesar de tener muchas ideas musicales no sabía cómo concretarlas en la guitarra. A Sergio le explicaba, entonces, que leo así porque al hacerlo canto. Para mí la poesía es una manera de componer música con palabras, algo de lo que tanto se ha reflexionado. Esto para mí tiene una ventaja: la música es tributaria de la métrica, el compás, la armonía y el ritmo. Todos esos son requisitos implacables. Llevados a la poesía son exigencias elementales. Te hacen descreer del verso libre. Cualquier verso está sometido a un compás que anida en su estructura [martillea la mesa]. El texto poético es un canto que viaja en el devenir del tiempo. ¡Tiempo! La coma y el punto. El lenguaje es una forma de música, una representación del silencio, un bendito remedo del pajarístico diría Martínez (aunque también su triste remedo).
49e: ¿Crees que la experiencia del poeta es la experiencia de un músico frustrado?
I.V.: En mi caso sí. Mi escritura es sustitutiva de una composición musical para la que estaba incapacitado. Aunque no olvidemos que una canción no sólo es música, también es letra. Sostener, al menos en mi caso, que la poesía es un sucedáneo ante la frustración, o confesar que soy un músico frustrado y que por eso escribo poesía, no me desmerece. Uso la hoja blanca como un pentagrama y escucho el sonido de las palabras. Esto tampoco define que haya o no poema. Como diría Montalbetti, lo que importa es lo que le hacemos al lenguaje. Y lo que le hacemos al lenguaje con la poesía es situarlo en el borde, transformarlo en instrumento de resistencia, colocar en cuestión su estatuto ontológico. Cuando escribo poesía experimento ese rapto. La música de las palabras me arrastra y conduce por espacios tan fantásticos como precarios: miras una imagen, logras retenerla, la cantas y desaparece. Es una experiencia irrepetible. Las palabras son una vorágine, un volcán que lanza llamaradas nunca iguales. Y por tanto el poema que cantas siempre es nuevo. ¿Pero nuevo para quién? Para el lector.
49e: Aquello que cantas y desaparece, irrepetible, ¿es parte de la pérdida inevitable que conlleva todo poema?
I.V.: Te comentaba hace un rato que para mí la poesía es una forma de representación del silencio. Un modelo lingüístico de la nada. Las palabras encuentran en la ausencia su origen. Las palabras fueron inventadas, son resultado de la interacción humana, son antinaturales. Por eso un tema muy interesante para el poeta es el referido a la relación entre el signo y el símbolo, mediados por la ausencia. “La casa que ya no es”, poetiza Martínez. En el ámbito de esta preocupación una poeta como Elizabeth Bishop halla el material para su oficio. Así, en One act centra su interés poético en la desaparición de las cosas y en el efecto de este despojo en el hablante. Colocando el foco en un extravío total, hace del poema una forma de redimir su pérdida. Si con la poesía suplantamos una pérdida y colmamos un espacio de desolación, entonces la poesía es un acto de encuentro. Aunque perfectamente podría ser un solipsismo: se escribe un poema para colmar la carencia pero que nadie nunca leerá, salvo su autor. Esta soledad agridulce puede ser remediada, pero el remedio es un arma de doble filo: podrías ser el peor lector de tu propia obra, el que le da el sablazo. La literatura es un elogio del silencio, un himno a la pérdida, pero, claro, hay tanto escrito que escribir una palabra debe justificarse por alguna razón.
49e: La construcción es un libro de largo aliento, pues data de por lo menos dos décadas. Nos hemos preguntado: ¿qué sucede antes de esa intensidad creativa? Hemos hablado de que escribimos siempre el mismo libro, por lo mismo, la pregunta tal vez sea cómo llegaste a visualizar La construcción, que probablemente se haya venido escribiendo antes de siquiera sospecharlo.
I.V.: Esta pregunta se relaciona con lo que llamaría la construcción de La construcción. Fueron dieciséis años de trabajo arduo, extenso y agotador. Desde un principio sabía que debía recurrir a diversos dispositivos para ampliar las posibilidades del decir poético. Fascinado por la tecnología y el pensamiento científico, y usuario de sus logros, no dudé que debía tentar lo festivo, el juego de experimentación formal, el doble sentido, incluir géneros diversos para darle rienda suelta al flujo de conciencia. Porque después de todo, desde qué profundidad habla la poesía. Escribir poesía es un asunto serio, quién lo negaría. Ya lo dijo Bonnefoy, la poesía es una manera de despertar la palabra. Sobre el poeta recae una gran responsabilidad. Pero, y aquí me distancio de Bonnefoy, que sea un asunto serio no implica que deba ser grave o sin humor. A partir de esos postulados se desencadenó un proceso existencial fuertemente impactado por todo lo que le ocurre a una persona en semejante lapso. Su título surgió mucho después y casi fortuitamente, cuando me lo propuse como una conversación con la otredad. La construcción en su título y portada llaman al lector a comparecer ante su corpus semántico para desentrañar su relojería interna y penetrar en él. A su lector ideal no le cabe otra alternativa más que comprometerse como un niño con su artefacto de juego. Cada una de las piezas que integran La construcción es una convocatoria a ingresar en su territorio simbólico, en su heteróclito discurso e identidad literaria, explorando más allá de los objetos que nombra. Quisiera ilustrar algo de ese proceso refiriéndome sólo a su última fase de elaboración, que ejemplifica bien Bruno Montané, quien participó muy activamente en su edición (que tardó tres años), con una preciosa metáfora marítima: “Yo estaba abajo, en el cuarto de máquinas, y veía que se estaba produciendo algo arriba, en el puente de mando. El capitán, el poeta, iba de lado a lado, moviendo perillas, ajustando instrumentos. Advertía que se tomaban decisiones estratégicas acerca del rumbo que tendría finalmente la nave, pero opté por dejar que el capitán tomara sus propias decisiones…”. Yo le respondo a Bruno: al igual que él, yo también era un maquinista en esa nave que era La construcción, que desde luego tenía un capitán en el puente pero que no terminaba de definir su capitanía. No supe hacia dónde iba exactamente esa nave y aún lo desconozco. El nombre La construcción es muy significativo en este sentido. Cuando yo, maquinista, miraba el puente de mando sabía que algo pasaba y que me involucraba, pero no era totalmente responsable de su derrotero. Su puerto de destino estaba más allá del horizonte, no tenía modo de determinarlo con certeza. Les soy muy franco: su escritura fue un misterio porque yo estaba en un estado de expectación, de asombro total. La única carta de navegación de que disponía —mi propio entusiasmo— me decía que La construcción iba hacia algún lugar, pero eso es lo propio de todo viaje y puede ser un fiasco.

49e: Nos llama la atención que ese sea el primer atisbo de una obra como La construcción. Al enfrentarse uno a ese libro, se advierte más que una lucha con el objeto una primacía de la reflexión acerca de la relación entre el objeto y la voz autorial. Esa lógica pasa a ser, hasta cierto punto, algo cognitivo. Hay un descubrimiento de algo que antecede a la imaginación. Luego viene una respuesta por la escritura que nos ha llegado.
IVC: Eso es lo que le ocurre al lector. Estás describiendo la experiencia del lector, que por la posición que ocupa puede atar cabos, resolver aporías, despejar incógnitas (si vale la pena despejarlas), y a quien le compete el ejercicio de calificación y crítica. Pero la del escritor, la del hablante, es una experiencia enigmática, de desconocimiento de lo que viene. Recuerden a Pirandello. El hablante sólo dispone de su intuición, que es generalmente irracional. Quisiera insistir en el rol del lector, que es quien realmente importa en la literatura: es él quien termina por construir el texto. La construcción se llama así porque no es posible pensar este texto sino en virtud de sus lectores posibles. Ahora claro, el primer lector de La construcción es el propio escritor, cuando se desdobla y lleva a cabo esta labor un tanto esquizoide, ambivalente, en que sobre la base de su propia psicosis es capaz de leerse a sí mismo. El lector define cuándo La construcción pasa a ser de su pertenencia, cuándo ingresa a su patrimonio cultural. El problema central de la literatura se halla aquí. También sucede en la narrativa, aunque con otros matices y alcances. Hay toda una novelística, que le debemos a poetas, que urge ser examinada. Poetas que en su necesidad de hacer literatura y explorar todas las posibilidades del decir se han transformado en verdaderas bestias prodigiosas y se expanden a la narrativa, sin abdicar a la poesía. Me refiero a autores como D. Foster Wallace, Thomas Pynchon o Mircea Cărtărescu. Después de La broma infinita, Arcoíris de Gravedad o Solenoide, respectivamente, ya no sé si sea sensato seguir escribiendo. Pero esos libros, siendo formidables universos lingüísticos, no existen sino en virtud de sus lectores. El escritor no puede saber lo que le sucederá a sus lectores, porque la experiencia de la lectura es completamente subjetiva. Una pura especulación hermenéutica. La literatura está preñada de arbitrariedad, no hay nada en ella que tenga que ver, para mi modesto juicio, con la objetividad. Tan inherente es al sujeto en tanto intérprete que es completamente parcial. Si, guardando las proporciones, La construcción logra atraer lectores que se interesen por ella, siendo un libro difícil y complejo, será tan alucinante que supongo que los excusará que me llamen por teléfono a medianoche para contarme que “han visto algo”. Y si tú me preguntas a mí como lector qué es La construcción, yo te diría que creo que es un libro enamorado a rabiar… no sólo del amor erótico sino también de la inteligencia y sensibilidad humanas.
49e: Eso nos podría conducir a otros libros, donde esta propuesta se extiende con diferente despliegue. La construcción, La Margen, El lento amor de la nieve están atravesados por el enamoramiento, el amor rabioso, como indicas tú. El de La Margen, por ejemplo, conduce a El lento amor de la nieve, donde explota por primera vez el enamoramiento con el mundo. Florece una palabra poética que define y origina los métodos insertos posteriormente en La construcción. ¿Cómo opera este germen?
IVC: Cada uno es un libro enamorado a su manera, en cada uno de ellos el amor discurre y se expresa por carriles diversos. En La Margen la clave es el amor desolado, al punto que el hablante declara que “en este desamparo de tanta soledad que voy construyendo / eres una luz que dibuja como un silabario / de la necesidad / de la necesidad / de la necesidad”. Al día de hoy no sé si existen muchas personas que lo hayan leído realmente. Si tú lo lees de manera iconoclasta, te darás cuenta que La Margen es un libro acerca del desamor. En él se intenta dejar constancia del momento en que ya no hay palabras para describir la soledad que se padece. Luego viene El lento amor de la nieve, en el que el hablante procura recuperar su voluntad, regresar al mundo, cicatrizar las heridas. Rechaza el rol de víctima a que fue sentenciado en La Margen y apuesta por “algo menos permanente / por el conejo que sale de una chistera / por ejemplo”. Este reingreso en el mundo es precario porque siempre puedes ser nuevamente fracturado, golpeado o ignorado, y el hablante ha comprendido que la verdadera pregunta es “¿Quién es el responsable / dentro de los horizontes de Dios / cuando te cortan repetidamente el mismo tajo / o te anuncian una misma muerte?”.
49e: ¿Y qué hay de la idea en la que el hablante confiesa que Babel “confundió mi lengua / para preservar en la memoria el recuerdo de la oscuridad”?
IVC: Esa idea retorna en La construcción. Aquí el hablante se declara muerto por el lenguaje, pero renacido por el mismo lenguaje para edificar. Si el lenguaje es la morada del ser, me aferro al lenguaje. En él se constituye la subjetividad.
49e: Como mencionaste, La construcción es un libro demandante por su capacidad lingüística —no como obstáculo, al contrario, es estimulante—. Posee medios que lo asimilan al artefacto, por los otros elementos que acompañan la lectura. Pero también en La Margen hay un poeta joven que está buscando más allá de la palabra: la forma del poema, los desplazamientos, los espacios. Esto no es para nada ajeno a los poetas que estaban en el entorno y con quienes tuviste la oportunidad de dialogar. ¿Cómo fue ese momento en que se construyó La margen en un circuito que apuntaba más allá del lenguaje, cuáles eran los límites del mundo en ese momento?
IVC: Como primera cuestión habría que dar cuenta de una obviedad: mi discurso poético ha estado siempre teñido de otredad, es decir, que desde un principio ha sido el resultado de la intertextualidad. En este sentido y tratándose de La Margen y su diseño conceptual, te diría que bajo la influencia de poetas como Vallejo, Alcayaga, Godo Iommi, Gonzalo Muñoz, Verástegui, José Carlos Becerra, entre otros, una de mis primeras preocupaciones estuvo relacionada con el modo de dibujar formas con palabras y de colacionar conceptos que fueran una propuesta crítica de la cultura dominante ultraconservadora en la que me tocó vivir. La idea de una mujer-margen me pareció provocadora, pues suponía de partida la imposibilidad o, al menos, la condición de precariedad de los vínculos en el contexto de una descomposición de la cohesión social y del violento despertar de un sueño utópico. Ten presente que La Margen se escribe en plena dictadura, por lo que no fue inmune al contexto sociopolítico. Estamos hablando de un período en que las relaciones interpersonales y de pareja, además, atravesaban experiencias límites y de alto riesgo. En ese tiempo no lo pensé, pero ahora te puedo decir que la idea wittgensteiniana de que, siendo el lenguaje engañoso y que, por ende, siendo sus límites los límites del mundo, creo que lo que intuitivamente pretendí hacer fue estirar mis posibilidades lingüísticas hasta el punto en que el hablante se disuelve completamente en una enloquecida ciudad imaginaria, o sea, en la frontera de su mundo, representada en la forma femenina de La Margen. Sin embargo, yo nunca he buscado que el uso en el texto de metáforas y diversos recursos de estilo te transporten a otra cosa distinta del poema. Mi preocupación es que esos dispositivos te lleven de regreso al poema. Que la metáfora, la música de las palabras y su efecto percusivo, te devuelvan al propósito poético que anima al texto. El texto es un accidente en el camino: interrumpe la linealidad de tu existencia. En el poema la poesía es pensada. El hablante permite que su poema piense el oficio y, por tanto, al lenguaje. Al hacerlo se transforma en algo que ya no pertenece al autor. Es la paradoja de la poesía: mientras menos personal se torna, más inquietante es. Supongo que en La Margen hay algo de esta inquietud:
PUDE SER
el inmaculado
el pájaro
PUDE SER
Este pasaje coincide con lo que Artaud llamó “una raja de la realidad”: una incitación, un anuncio, una suspensión del devenir. Mucho tiempo después La construcción pretende clausurar esta indeterminación de un modo curioso, negando su naturaleza:
Se debe declarar la extinción de la obra.
No queda sino el envoltorio, una noticia de algo:
“el envase de mi ser”, dijo el poeta.
Las ruinas de antiguas epopeyas,
una ideología del vacío.Ayer, mientras amarraba los cordones de mis zapatos
vi danzar rayos de sol sobre un libro extranjero.
Pero no.
Sólo eran ácaros del polvo en suspensión.
El discurso poético se consume a sí mismo. Se extingue en el acto de ser verbalizado. ¡A su respecto no hay nada que significar! El texto nace y muere en la misma negación de la voz autorial. Pero resucita fortalecido con cada nueva lectura. Por eso la poesía es la forma más sincera de comunión. ¿Por qué la poesía rehúsa desaparecer? Porque siempre tiene nuevos lectores, aunque el texto les resulte ininteligible.
49e: ¿Podrías elegir un texto de La construcción para finalizar esta conversación?
IVC: Permítanme escoger uno de sus fragmentos más líricos:
Siempre supimos
Que no ganaríamos
Pero no fue por esto
Que movimos
Las horasFue por placer
Pues el duelo lo quisimosSiempre supimos que
Vivir es reinventar
Y que allí moran los amantesSiempre supimos que no ganaríamos
es cierto a juzgar por los periódicosAunque a veces
Cuando no te ausentas
Y eres esta aurora despuntando entre las sábanasCreo que al final hemos ganado
Porque siempre supimos que no ganaríamos
Y no fue por esto amor que movimos las horas


Deja un comentario