En 1854, antes de publicar sus novelas bajo el seudónimo de George Eliot, Mary Ann (o Marian) Evans viaja junto a George Henry Lewes, su “esposo”, en el buque Ravensbourne, hacia el continente. Llegan a Weimar el 2 de agosto y permanecen hasta el 4 de noviembre. Evans había sido la editora del Westminster Review, y ya había terminado su segunda traducción: La esencia del cristianismo, de Feuerbach; su primera incursión en la traducción había sido La vida de Jesús de Strauss, la que se publica anónimamente en 1846. El eje de su estadía en Alemania es Goethe: mientras Lewes escribe la primera biografía sobre Goethe en lengua inglesa (y alemana), Evans lee prácticamente cada palabra del Olímpico y cuando abandonan Weimar y parten hacia Berlín, inicia ahí la que habría sido la primera traducción al inglés de la Ética de Spinoza, la que, no obstante, no ve la luz hasta el año 2019. Una vez que los Lewes llegan a Inglaterra de su «luna de miel», en 1855, el artículo traducido aquí, una especie de crónica de viaje, aparece en Fraser’s Magazine (vol. LI, pp. 699-706.). De interés para goethianos y fanáticos de George Eliot.
Una versión del texto se encuentra en The journals of George Eliot (1998) bajo el título “Recollections of Weimar 1854”. También recogido en Essays of George Eliot (1963) editado por Thomas Pinney, autor de las notas reproducidas al pie.
Macarena Castro
Tres meses en Weimar
George Eliot
Eran entre las 3 y 4 de una linda mañana de agosto, que, luego de un viaje de diez horas desde Frankfurt, desperté en la estación de Weimar. Ninguna borrachera puede estar más exhausta a cualquier llamado que aquella que viene de intermitentes corrientes de sueño en un viaje de tren por la noche. Para el disgusto de tus compañeros desvelados, eres totalmente insensible a la existencia de tu paraguas, y al hecho de que tu morral está guardado bajo tu asiento, o que has pedido prestado libros y los has guardado detrás del cojín. «¿Cuáles son las probabilidades, con tal de que uno pueda dormir?» es tu formule de la vie, y no es hasta que has empezado a tiritar en la plataforma por el aire temprano de la mañana que te sientes viva a la propiedad y sus deberes, i.e., a la necesidad de mantener un rápido control. Tal era mi condición cuando llegué a la estación de Weimar. El viaje a la ciudad me despertó totalmente, tanto más porque los atisbos que capté desde la ventana del carruaje estaban en agudo contraste con mis preconcepciones. Las líneas de las casas lucían duras y dispersas, y estaban a menudo interrumpidas por árboles que se asomaban desde los jardines traseros. Finalmente paramos ante el Erbprinz, una posada de larga data en el corazón de la ciudad, y fuimos conducidos a través de corredores de pesada apariencia, los que se encuentran sólo en posadas alemanas, hacia habitaciones con vista hacia un jardín como el que podrías ver en el fondo de una granja en la campiña inglesa.
Una caminata en la mañana en busca de alojamiento confirmó la impresión que Weimar era más una ciudad de comercio que el precinto de una corte. «¡Y esta es la Atenas del Norte!» dijimos. Hablando materialmente, es más como Esparta. La combinación de la vida rústica y civil, las indicaciones de un gobierno central en medio de objetos en apariencia primitivos, tiene alguna analogía lejana con las condiciones de la vieja Lacedemonia. La mayoría de las tiendas son las que verías en las calles traseras de una ciudad provincial inglesa, y los productos en venta están a menudo escritos con tiza en las puertas. Un retumbo ruidoso de vehículos se puede oír de vez en cuando; pero el retumbo es fuerte no porque sean muchos los vehículos sino porque los muelles son pocos. Los habitantes nos parecieron tener más que el usual peso de germanidad; incluso su mirada fija era lenta, como la de cuadrúpedos herbívoros. Salimos con la intención de explorar la ciudad, y en cada otra vuelta llegábamos a una calle que nos sacaba de la ciudad, o en caso contrario hacia alguna que nos llevaba de vuelta al mercado desde el que habíamos salido. La primera sensación era ¿cómo Goethe podía vivir en esta ciudad sosa y sin vida? Los reproches que se le atribuyen por su mundanidad y su apego al esplendor de la corte parecían suficientemente ridículos y era inconcebible que el majestuoso Júpiter en capote, tan familiar a nosotros por medio de la estatuilla de Rauch, habitualmente pudiera haber caminado por estas toscas calles y entre estos enconvardos mortales. No podía verse ni una pizca de una construcción pintoresca; no había ninguna originalidad, nada que recordara a asociaciones históricas, nada más que el prosaismo más árido.
Esta fue la primera impresión producida por la primera caminata matutina en Weimar, una impresión que muy imperfectamente representa lo que Weimar es, pero que es valioso registrar, porque es verdadera como una especie de mirada a contramano. Nuestras ideas fueron considerablemente modificadas cuando, en la noche, encontramos nuestro camino a la calzada Belvedere, una avenida espléndida de árboles de castaño, de dos millas de longitud, abarcando desde la ciudad hasta la residencia de verano de Belvedere; cuando vimos el castillo, y descubrimos las bellezas laberínticas del parque; por cierto, cada día abrió para nosotros sus encantos frescos en este pequeño y silencioso valle y sus entornos. A cualquiera que ama la Naturaleza en sus aspectos más delicados, que se deleita en la sombra cuadriculada de una mañana de verano, y en una caminata en la meseta blindada de maíz al atardecer, a la vista de una pequeña ciudad situada entre los árboles debajo, le digo —ven a Weimar. Y si te preocupa el malestar inglés, de esa sociedad de “bolsa de gatos”, donde todos están intentando sobresalir, el en cierto modo estúpido bienêtre de los weimerianos no será un contraste mal acogido, por un poco tiempo al menos. Si no te importan Goethe y Schiller y Herder y Wieland, bueno, peor para ti —te perderás de muchos pensamientos interesantes y asociaciones; aún así, Weimar tiene un encanto independiente de estos grandes nombres.
El primero entre sus atractivos es el parque, que sería notablemente hermoso incluso entre parques ingleses, y tiene una ventaja sobre todos estos, esto es, que no tiene cerca. Llega hasta las casas, y lejos en los maizales y praderas, como si tuviera una “voluntad dulce”1 propia, como un río o un lago, y no hubiera sido planificado o plantado por la voluntad humana. A su través corre el Ilm —no es una corriente clara, tiene que decirse, pero como toda el agua, como dice Novalis, “un ojo al paisaje”. Antes de venir a Weimar habíamos tenido sueños de navegar el Ilm, y no estábamos ni un poco impresionados con la diferencia entre esta visión nuestra y la realidad. Algunas aves acuáticas son las únicas navegantes del río, e incluso ellas parecen confinarse a un lugar, como si estuvieran ahí sólo por el interés de lo pintoresco. El alcance real del parque es pequeño, pero las caminatas están arregladas de una forma tan ingeniosa, y los árboles son tan lujosos y variados, que toma semanas aprender las idas y venidas de memoria, para así no tener el sentido de novedad. En el clima cálido nuestro gran deleite fue la caminata que sigue el curso del Ilm, y es dominado por altos árboles con parches de musgo oscuro en sus troncos, en rico contraste con el verde transparente de las delicadas hojas, a través de las cuales la luz dorada jugó y cruadiculó la caminata ante nosotros. En un lado de la caminata el suelo rocoso se levanta a la altura de seis metros o más, y está revestida con musgos y plantas rupestres; en el otro lado hay, de vez en cuando, aperturas —quiebres en la continuidad de la sombra, que te muestran un trozo de la pradera, con grupos de árboles; y en cada apertura se ubica un asiento bajo una roca, donde te puedes sentar y hablar hasta que se acaben las horas soleadas, o escuchar esos sonidos delicados que uno puede imaginar vienen de pequeñas campanas en el vestido del Silencio para hacernos conscientes de su presencia invisible. Es a través de esta caminata que te encuentras con una columna truncada con una serpiente entrelazada alrededor, devorando dulces, ubicados en la columna como ofrendas —una escultura algo ruda en piedra. La inscripción —Genio loci— informa a los entendidos en el significado de este símbolo, pero la gente de Weimar, ignorante en cuanto a alusiones clásicas, ha explicado la escultura por una historia que es un excelente ejemplo de un mito moderno. Hubo una vez, dicen, una serpiente gigante que infestó el parque, y evadió todos los intentos por exterminarla, hasta que un astuto pastelero hizo unos apetitosos dulces que contenían un eficaz veneno, los que ubicó al alcance de la serpiente, mereciéndose un lugar con Hércules, Teseo y otros asesinos de monstruos. Weimar, en gratitud, erigió esta columna como un memorial de la hazaña del pastelero, y su propia salvación. Un poco más lejos está el Borkenhaus, donde Carl August solía jugar al ermitaño por varios días, y desde donde telegrafiaba a Goethe en su Gartenhaus. A veces tomábamos nuestra caminata a la sombra en el Stern, la parte más antigua de las plantaciones del parque, en el lado opuesto del río, demorando en nuestro camino para mirar el arroyo cristalino que se apura, como una tonta doncella, para casarse con el lodoso Ilm. El Stern (la Estrella), una larga apertura circular alrededor de los árboles, con caminos que irradian desde ella, se ha contemplado como el lugar para las estatuas proyectadas de Goethe y Schiller. En el modelo de Rauch para estas estatuas los poetas están vestidos en togas, Goethe, que era considerablemente el más bajo de los dos, descansando su mano en el hombro de Schiller; pero ha sido sabiamente determinado representarlos en su “hábito tal como vivían”2, así que el diseño de Rauch se rechazó. De esculturas clásicas ideales, Weimar ya tiene un exemplar ad evitandum suficiente en la estatua colosal de Goethe, ejecutada según el diseño de Bettina, que los lectores de “Correspondencia con una niña” pueden ver estampada como frontispicio del segundo volumen3. Esta estatua está enclavada en una extraña estructura, de pie en el parque, y parece un compromiso entre una iglesia y una casa de verano (¡Weimar no brilla en sus edificios!). ¡Qué poco conocimiento sobre Goethe tiene que haber para querer verlo representado como un Apolo desnudo, con una Psyche en su rodilla! La ejecución es tan débil como falso es el sentimiento; el Goethe-Apolo es una caricatura, y la Psyche es simplemente vulgar. La estatua fue ejecutada bajo el entusiasmo de Bettina con la esperanza de que fuera comprada por el Rey de Prusia; pero habiendo tenido lugar un incumplimiento entre ella y su amiga de la realeza, se buscó a un comprador en el Gran Duque de Weimar, quien, después de transportarlo a un costo enorme desde Italia, sabiamente lo encerró donde sólo puede ser visto por el curioso.

A medida que el otoño avanzó y la luz del sol se volvió preciosa, preferimos la caminata extensa en los terrenos más altos del parque, donde las masas de árboles están dispuestas finamente dejando amplios espacios de prados que se extienden a un lado del paseo de Belvedere, con su avenida de árboles de castaño y al otro lado los pequeños acantilados que ya he descrito como si formaran una pared durante la caminata a lo largo del Ilm. Exquisitamente hermosas fueron las formas elegantes de los plátanos de sombra arrojando un alivio dorado en un fondo de pinos oscuros. Aquí volvíamos y volvíamos otra vez en las tardes de otoño, al principio radiantes y cálidas, luego con nubes moradas y bajas, y frías con vientos que enviaban las hojas lloviendo desde las ramas. Aquí el ojo le da la bienvenida, como un contraste, a la fachada blanca de un edificio que se ve como un pequeño templo griego, ubicado en el borde del acantilado y de inmediato deduces que es sólo ornamento —un artefacto que hace resaltar el paisaje; pero ahora ves a un portero sentado cerca de la puerta del nivel del sótano engañando al ennui de su sinecura con un libro y una pipa, y descubres con sorpresa que éste es otro refugio para que la dignidad ducal se enderece y filosofe. Singularmente mal adaptado para tal propósito parece a seres que no son ducales. Al otro lado del Ilm el parque está bordeado por la calle que conduce al pequeño pueblo de Ober Weimar, otro camino soleado cuya atracción especial es conducir por la Gartenhaus de Goethe, su primera residencia en Weimar. Dentro, esta Gartenhaus es algo así como una casita de campo acogedora, tal como muchas en las que vive un jardinero de un noble inglés; no queda mobiliario y la familia desea venderla. Afuera, su aspecto se convirtió para nosotros como ese de un querido amigo cuyas características irregulares y ropa gastada tienen un peculiar encanto. Se ubica, con su pequeño jardín y huerta en una agradable pendiente, de cara al oeste; delante el parque extiende una de sus aperturas de pradera a los árboles que bordean el Ilm y entre esta pradera y el jardín se encuentra la ya mencionada calle a Ober Weimar. Una alameda de abedules llorones a veces nos tentó a salir de esta calle en dirección a los campos arriba de la pendiente, en los que no sólo la Gartenhaus sino otras villas modestas están ubicadas. Desde esta pequeña altura uno ve con ventaja las plantaciones del parque en su color otoñal; el pueblo, con su iglesia de techo empinado, y el castillo de torre de reloj, pintado de un verde alegre, la línea tupida de la calzada Belvedere, y el mismo Belvedere eminentemente asomándose desde su nido de árboles. Este fue también el lugar para ver un atardecer precioso —el tipo de atardecer que septiembre a veces nos da, cuando el horizonte occidental es como un mar ondulado de dorado, arrojando vahos dorados sobre todo el horizonte, los que, aproximándose al oriente, son templados a un rosa intenso.
El Palacio es más bien un edificio de apariencia estatal y ducal, formando tres lados de un cuadrilátero. Los forasteros son admitidos para ver un conjunto de habitaciones llamado el Dichter Zimmer (Las Habitaciones de los Poetas), dedicadas a Goethe, Schiller y Wieland. La idea de estas habitaciones es en realidad muy bonita: en cada una de ellas hay un busto del poeta que es el espíritu protector, y las paredes de las habitaciones de Schiller y Goethe están cubiertas con frescos representando imágenes de sus obras. La habitación de Wieland es mucho más pequeña que las otras dos y sirve como una antecámara a aquellas; también está decorada más escasamente, pero los arabescos en las paredes están diseñados con muy buen gusto, y satisfacen mejor que las composiciones ambiciosas de Goethe y Schiller. Un lugar más interesante para los visitantes es la biblioteca, que ocupa un edificio grande no muy lejos del Palacio. La Sala principal, rodeada por una amplia galería, está adornada con algunos bustos excelentes y unos retratos muy malos. De los bustos, el más notable es el de Gluck, por Houdon —un especimen llamativo de lo real en el arte. El escultor ha dado cada cicatriz resultado de la varicela; ha dejado la nariz tan plana e insignificante, y la boca tan común, como la Naturaleza los hizo; pero entonces ha hecho lo que, sin duda, la Naturaleza también hizo —ha hecho que uno sienta en esos rasgos toscos la presencia del genio qui divinise la laideur. Un espécimen del estilo opuesto en arte es el busto de Goethe por Trippel como el Apolo joven, también bueno a su manera. Fue tomado cuando Goethe estaba en Italia, y en el Italiänische Reise, al mencionar el progreso del busto, él dice que ve poco parecido consigo mismo, pero que no está descontento con salir al mundo como un hübscher Bursch —un tipo atractivo4. Este busto, sin embargo, es una idealización pura; cuando un artista nos dice que el ideal del dios griego divide su atención con su sujeto inmediato, se nos advierte que tomemos su representación cum grano. Pero uno se siente más bien irritado con idealizaciones en retratos cuando, como en el busto de Schiller de Dannecker5, uno ha sido engañado al suponer que la frente de Schiller era cuadrada y enorme cuando, en realidad, estaba en retroceso. Decimos esto, en parte, por la evidencia de su cráneo, cuyo molde se conserva en la biblioteca, de modo tal que pudiéramos colocarlo en yuxtaposición con el busto. La historia de este cráneo es curiosa. Cuando se determinó desenterrar los restos de Schiller, para que pudieran descansar en compañía con los de Carl August y Goethe, la cuestión de su identificación fue difícil, ya que sus huesos estaban mezclados con los de diez insignificantes mortales. Cuando, sin embargo, los once cráneos fueron colocados uno junto al otro, un gran número de personas que había conocido a Schiller, separada y sucesivamente se concentraron en el mismo cráneo, y su evidencia fue decidida por el descubrimiento que los dientes de este cráneo correspondían al testimonio del sirviente de Schiller, que su amo no había perdido ningún diente, a excepción de uno, que él especificó. En concordancia se decidió que éste era el cráneo de Schiller, y Loder, el anatomista comparativo, fue enviado desde Jena a seleccionar los huesos que completaban el esqueleto6. La evidencia ciertamente deja espacio para la duda, pero el front fuyant del cráneo está de acuerdo con el testimonio de personas que conocían a Schiller, que tenía, como Rauch nos dijo, una «frente desgraciada», está de acuerdo, también, con una miniatura hermosa de Schiller que fue tomada cuando él tenía alrededor de veinte años. Esta miniatura es profundamente interesante, nos muestra un joven cuyos rasgos muy acentuados, con la mezcla de fuego y melancolía de su expresión, apenas podría haber sido superada con indiferencia; tiene el langer gänsehals (el largo cuello de ganso), que le da a su Karl Moor7; pero, en lugar de los ojos negros y brillantes y las cejas pobladas, sombrías y sobresalientes que eligió para su héroe bandido, tiene el cabello fino, ondulante y caoba y los ojos azul claro, que pertenecen a nuestra idea de la raza germana pura. Podremos estar satisfechos que al menos conocemos la forma de las características de Schiller, ya que en este respecto sus bustos y retratos están en una concordancia impresionante; a diferencia de los bustos y retratos de Goethe, que son una prueba, si se quiere alguna, de cuán subjetivamente inevitable el arte es, incluso cuando profesa ser puramente imitativo —cómo la percepción más activa nos da un reflejo de lo que sentimos y pensamos más que la suma real de los objetos ante nosotros. El Goethe de Rauch o de Schwanthaler es ampliamente diferente en forma, así como en expresión, al Goethe de Stieler8; y Winterberger, el actor, que conoció a Goethe íntimamente, nos dijo que para él ninguna de las imágenes, en escultura o en pintura, tienen más que un débil parecido al original. Existe, ciertamente, una imagen, tomada en su vejez, y preservada en la biblioteca, que es sorprendente dada la convicción que produce de un parecido cercano, y Winterberger admitió que era la mejor que había visto. Es una miniatura pequeña pintada en una taza chica, de vajilla de Dresden, y está tan bien ejecutada, que una lupa exhibe la perfección de su textura como si fuera una flor o el ala de una mariposa. Es más parecido que cualquier otro al retrato de Stieler; el cuello enorme, relajado aunque marchito, se levanta por sobre su bata y soporta de forma majestuosa una cabeza, de la que uno puede imaginar (aunque, ¡ay! nunca es así en realidad) que la disciplina de setenta años había depurado todos los elementos mezquinos menos los del sabio y poeta —una cabeza que podría servir como el tipo de la vejez sublime. Entre la colección de juguetes y basura, registros melancólicos de la excentricidad del difunto Gran Duque, que ocupan las habitaciones superiores de la biblioteca, hay algunas reliquias preciosas que ocupan juntas una vitrina, que casi lo traicionan a uno a una simpatía a la veneración de la «Santa Túnica». Son: el vestido de Lutero, la túnica que Gustavus Adolphus usaba cuando le dispararon y el abrigo de la corte y bata de Goethe. ¡Qué avalancha de pensamientos de las memorias mezcladas del reformador apasionado, el guerrero heroico y el sabio poeta!
El único de estos grandes hombres a quien Weimar, al día presente, le ha erigido una estatua al aire libre es a Herder. Su estatua, inaugurada en 1850, está ubicada en la que se llama la Herder Platz, con su espalda a la iglesia en que predicaba, en la mano derecha un rollo portando su motto favorito Licht, Liebe, Leben (luz, amor, vida), y en el pedestal está la inscripción von Deutscher aller Lande (de Alemania a todos los pueblos). Esta estatua, que es de Schaller de Munich, es muy admirada; pero recordando la descripción inmortal en el Dichtung und Wahrheit, de la apariencia de Goethe cuando éste lo ve por primera vez en Estrasburgo, estaba decepcionada con la apariencia clerical de la estatua, así como con el busto de la biblioteca. La parte de la ciudad que se imprime en la memoria, al lado de la Herder Platz, es el Markt, una plaza animada, mejorada por un nuevo ayuntamiento. Dos veces a la semana está lleno de puestos y gente del campo y la banda tiene la muy linda costumbre de tocar en el balcón del ayuntamiento alrededor de veinte minutos cada día de mercado para deleitar los oídos del campesinado. Un tocado usado por muchas de las mujeres mayores, y aquí y allí por una mujer joven, es, creo, particular de Turingia. Que el lector razonable se imagine media docena de sus más anchas fajas francesas teñidas de negro, y unidas como serpentinas a la espalda de un rígido y negro casquete, ornamentado en el frente con una cinta grande, que resalta como las orejas de un asno; que se imagine además, mezcladas con las serpentinas de cintas, pendientes igualmente amplios de una gruesa textura de lana, algo como el flequillo de una alfombra de urna, y tendrá una idea del tocado en el que he visto la figura de una damisela de Turingia en una día caluroso de verano. Dos casas en el mercado apuntan hacia afuera como esas de las cuales Teztel publicó en sus indulgencias y contra las que Lutero fulminó; pero es difícil para la propia imaginación hacer aparecer escenas de controversia teológica en Weimar, donde, desde las princesas hasta los pasteleros, el racionalismo es tomado por hecho.
Caminando por la calle Schiller, una calle amplia y agradable, uno se emociona por la inscripción, Hier wohnte Schiller, sobre la puerta de una casa pequeña con enyesado en su ventana de arco. Sube al segundo piso y verás el estudio de Schiller muy similar a como era cuando trabajó en él. Es una habitación animada con tres ventanas, dos hacia la calle y una mirando hacia un jardín pequeño que separa su casa de la vecina. El escritorio, el que observa como una compra importante en una de sus cartas a Körner, y en uno de los cajones en que guardaba manzanas podridas en aras de su aroma, se ubica cerca de la última ventana mencionada, de manera que la luz caía en su mano izquierda. En otra parte de la habitación está su piano, con su guitarra sobre él, y arriba de estos cuelga un estampado feo de una escena italiana, que tiene un ornamento igualmente feo en otra pared. Se despertaron sentimientos extraños en mí al pasar mis dedos sobre las teclas del pequeño piano y despertar sus tonos, ahora tan extraños y débiles, como esos de una mujer inválida cuya voz podría una vez haber hecho latir un corazón con una pasión cariñosa o calmar sus pulsos enojados a la calma. El marco de la cama en el que Schiller murió ha sido removido al estudio, desde la pequeña habitación detrás, que ahora está vacía. Una mesa pequeña está ubicada cerca de la cabeza de la cama con su vaso de beber encima, y en la pared arriba de la cama hay un bello dibujo de él muerto. Él ocupaba todo el segundo piso. Este contiene, aparte del estudio y la habitación, una antesala, ahora amueblada con moldes y estampas para la venta, para remunerar a los custodios de la casa, y un salon decorado, desde su muerte, con una cornisa simbólica, estatuas, y una alfombra hecha por las damas de Weimar.
La casa de Goethe se ve mucho más importante, pero, para ojos ingleses, lejos de ser la residencia palacial que se podría esperar, a partir de las descripciones de los escritores alemanes. El pasillo de la entrada es sin duda imponente, con sus estatuas en nichos y su ancha escalera, pero el resto de la casa no es proporcionalmente espaciosa ni elegante. La única parte de la casa abierta al público —y esto sólo los viernes— es la principal serie de habitaciones que contiene su colección de moldes, pinturas, camafeos, etc. Esta colección es totalmente insignificante, con la excepción de que perteneció a él y uno gira la mirada lejos de las pinturas malas y los enyesados familiares para quedarse sobre el manuscrito de las maravillosas Römische Elegien, escritas por él mismo en caracteres italianos. Hay que lamentar que una larga suma ofrecida por esta casa de parte de la Dieta Alemana, fue rechazada por la familia de Goethe con la esperanza, se dice, de obtener una suma aún mayor de parte de ese mítico Croesus inglés siempre listo para convertir sumas fabulosas en capital muerto, que embruja la imaginación de la gente continental. Uno de los homenajes más apropiados que una nación puede brindar a sus grandes muertos es hacer de su lugar de residencia, como de sus obras, una posesión pública, un altar donde una reverencia afectuosa puede ser más vívidamente recordada que el ser que nos ha legado pensamientos inmortales o acciones inmortales, tuvo que aguantar la lucha diaria con los detalles mezquinos, quizás con las sórdidas preocupaciones, de este mundo de trabajo diario; y es una pena mezquina que el estudio de Goethe, cuarto y biblioteca, tan adecuada para evocar ese tipo de simpatía, porque fueron preservados tales como él los dejó, debiese ser excluido de todos menos de esos especialmente privilegiados. Fuimos lo suficientemente felices de estar entre ellos —de observar a través de la bruma de lágrimas incipientes el apagado estudio con sus dos ventanas pequeñas, y sin ningún objeto elegido en aras del lujo o de la belleza; a la pequeña habitación oscura con la cama en la que murió y el sillón en el que tomaba su café matutino mientras leía; a la biblioteca con sus repisas de uso común, y libros que contenían sus propias marcas de lectura. En presencia de esta fuerte simplicidad, el contraste del estudio en Abbotsford se sugiere por sí mismo, con sus accesorios góticos y elegantes, con su deliciosa poltrona y con su oratorio de vidrio pintado.
Nos pareció muy graciosa la privacidad con la que la gente en Weimar mantiene sus tiendas. Algunos de ellos no tienen ningún tipo de letrero —ni siquiera sus nombres; y hay tanta indiferencia hacia los clientes, que uno podría suponer que cada vendedor fuera un funcionario asalariado empleado por el gobierno. La distribución de la mercancía, también, se lleva de acuerdo a una peculiar lógica weimeriana: compramos nuestros limones en un seiler’s, o cordelero, y no deberíamos habernos sentido insensatos si hubiéramos pedido zapatos en una papelería. En cuanto a la competencia, pensaría que un comerciante inteligente o un artesano es casi tan libre de esta en Weimar como Esculapio o Vulcano en los días de la vieja Olimpa. Aquí hay una ilustración. El esposo de nuestra arrendataria era llamado el «süsser Rabenhorst», para distinguirlo de uno de sus hermanos que era el reverso de dulce. Este Rabenhorst, que no era dulce, pero que sin embargo trataba con dulces, ya que era un confitero, era tan cabalmente un truhán que cualquier transacción con él era evitada tanto como si él hubiera sido el Diablo, y con todo un truhán tan inteligente que siempre se las había arreglado para mantenerse del lado bueno de la ley. Sin embargo, tenía tantas delicias en la línea de la confitería —so viel Süssigkeiten und Leckerbissen— que las personas determinadas en dar un buen entretenimiento eran al final constreñidas a decir «Después de todo, tengo que ir a Rabenhorst»; y así tenía una clientela abundante, a pesar del odio general.
Se puede tener una cena muy justa en varias tables d’hôte en Weimar por diez o doce groschen (un chelín o peniques). Los alemanes ciertamente nos superan en su mehlspeise, o pudín farináceo, y en su manera de cocinar las verduras; son más osados y más imaginativos en su combinación de salsas, frutas y verduras con comida animal, y son fieles a al menos un principio de la dietética —la variedad. La única cosa en la mesa de la que tenemos alguna excusa para ser desdeñosos es la calidad y el aliño de cualquier comida animal. La carne en el table d´hôte en Turingia, e incluso en Berlín, excepto por lo menos en los primeros hoteles, guarda más o menos la misma relación a nosotros como la que un gato o la carne de caballo guarda para un alemán la carne de cordero y la carne de res; y un inglés con una venda sobre sus ojos se vería dolorosamente perplejo al adivinar el tipo de carne que estaba comiendo. Por ejemplo, el único sabor que podríamos distinguir jamás en una liebre, que es un plato común, fue esa de la más o menos grasa desagradable que predominaba en el aliño; y la carne asada parece ser considerada una extravagancia raramente admisible. Una vista melancólica es un rebaño de ovejas weimerianas, seguidas o guiadas por su pastor. Son tan deslucidas como las ovejas londinenses, y aún más delgadas; por cierto, un inglés que cenó con nosotros dijo que la vista de las ovejas lo había disuadido de la carne de cordero. A pesar de todo, la variedad de platos que se pueden comprar por diez groschen es algo maravilloso para los que están acostumbrados a los precios ingleses, y entre los seis platos no es un gran mal encontrar un plato o dos lo opuesto de apetitoso. Supongo, sin embargo, que la manera de vivir en las tables d’hôte no da la idea adecuada del modo en que estas personas viven en sus casas. La base de la comida nacional parecen ser jamón crudo y salchichas, con una cantidad copiosa de superestrato de col morada, chucrut y pan negro. La salchicha (wurst) parece ser para los alemanes lo que la papa fue para los irlandeses —el sine quâ non del sustento corporal. Goethe le pregunta a la von Stein que le envíe so eine wurst cuando quiere tener una comida improvisada lejos de casa; y en sus cartas a Kestner es entusiasta acerca de las delicias de cenar blaukraut y leberwurst (col morada y salchicha de hígado). Si kraut y wurst pueden ser llamadas la sólida prosa de la dieta turingiana, el pescado y el kuchen (generalmente una tarta de frutas abundante) son la poesía: el apetito alemán se entretiene con estos como el apetito inglés con helados y cremas batidas.

Al principio de agosto, cuando llegamos a Weimar, casi todos estaban afuera —»en los baños», por supuesto— a excepción de los comerciantes. Mientras las aves hacen sus nidos en la primavera, los alemanes se bañan en verano; su waschungstrieb opera con fuerza sólo en un período particular del año; durante todo el resto, aparentemente, una garrafa y una palangana o un plato para pastel son un servicio de baño suficiente para ellos. Estábamos bastante satisfechos, sin embargo, de que no fuera todavía la «temporada», para decirlo de una forma elegante, ya que era el mejor tiempo para disfrutar algo mucho mejor que las animaciones de Weimar —el parque encantador y sus inmediaciones. Fue agradable, también, ver a los buenos bobos bourgeoisie disfrutando la vida a su manera tranquila. A diferencia de nuestra gente inglesa, ellos toman placer en sus cálculos, y parece que dejan regularmente a un lado parte de su tiempo para recreación. Se entiende que algo se tiene que hacer en la vida aparte de los negocios y el trabajo doméstico: las mujeres toman a sus niños y sus tejidos al Erholung, o caminan con sus esposos a Belvedere, o en otra dirección, donde toman una taza de café. El Erholung, por cierto, es un lindo jardín, con caminatas sombreadas, abundantes asientos, una orquesta, un salón de baile y un lugar para los refrescos. Las clases más altas son suscriptores y visitantes aquí tanto como los bourgeoisie; pero hay varios complejos de una clase similar frecuentadas exclusivamente por los últimos. El lector de Goethe recordará su pequeño poema, Die Lustigen von Weimar, que aún indica el círculo de entretenciones en esta sencilla capital: la caminata a Belvedere o Tiefurt; la excursión a Jena, u otro viaje, no encarecido por la distancia; la ronda de juegos a las cartas; el baile; el teatro; y tantos otros placeres que pueden tener las personas que no están obligadas a ofrecer cenas y a «mantener una posición». En otra ocasión diré qué fue lo que vimos de estas recreaciones, rurales y teatrales; de hermosas caminatas a lo largo de calzadas bordeadas por ciruelos cargados de ciruelas o por serbas, levantando sus racimos de coral contra el cielo, a casas de campo donde ninguna puerta o candado obstruye tu entrada, y ningún jardinero te persigue, esperando un pago, y a pueblos felices:
cada uno con su pequeña parcela de campos
y pequeños lotes de colinas;
de excursiones a la Jena clásica y la Ilmenau romántica; y, por variedad, de ferias y tiros al blanco de Weimar, y óperas de Wagner presididas por Liszt.
Notas
- Wordsworth “Composed upon Westminster Bridge”, 12. ↩︎
- Hamlet, III, iv, 135. ↩︎
- Elisabeth (Bettina) von Arnim, Correspondencia de Goethe con una niña (1835). La estatua de Carl Johann Steinhäuser (1813-1879). ↩︎
- Alexander Trippel (1744-1793) hizo el busto de Goethe en 1787. Véase el Viaje por Italia, 12 Septiembre 1787. ↩︎
- Johann Heinrich von Dannecker (1758-1841); busto de Schiller, 1794. ↩︎
- Cuento esta historia de mi recuerdo del relato de Stahr en su Weimar und Jena, la que me fue confirmada por residentes de Weimar; pero como no tengo el libro conmigo, no puedo dar cuenta de la precisión de mi memoria. [Nota de la autora] ↩︎
- Los Bandidos, 1781.
↩︎ - George Eliot y Lewes vieron la estatua de Goethe de Ludwig Michael Schwanthaler (1802-1848) en Frankfurt (Journal, 1 Agosto 1854). El retrato de Goethe de Josef Stieler (1781-1858), pintado en 1828, está reproducido como el frontispicio a La vida de Goethe de Lewes. ↩︎


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