«Como un silencio vivo». Entrevista a Walter Hoefler
Por Benjamín Carrasco
Retraído, reservado, secreto, son las palabras con que se suele hablar de Walter Hoefler (Valdivia, 1944). Poeta, traductor, docente, vienen luego. Sus inicios en poesía son bastante tempranos. En Valdivia, participa en las reuniones del Grupo Trilce y colabora en la revista traduciendo sus primeros poemas del alemán al español. Aunque de bajo perfil, sigue siendo hoy considerado una de sus figuras basales y uno de los principales testigos de lo que significó la actividad cultural de los años 60 en Chile, junto con Omar Lara, Juan Armando Epple, Federico Schopf, entre otros nombres ineludibles.
En 1978, al ser exonerado de la Universidad Austral tras un incidente poco esclarecido, es exiliado a la Alemania Federal cuando contaba con 35 años. Cursa estudios en Frankfurt/M y continúa colaborando desde el exilio en diferentes instancias poéticas y literarias de la diáspora chilena. A su regreso a Chile, imparte cátedras en diferentes instituciones, siendo la Universidad de la Serena la última de ellas, lugar en el que además publicó una serie de estudios y recopilaciones ensayísticas sobre poesía y literatura hispanoamericanas.
A costa del silencio, del exilio, de la muerte, en sus palabras sobrevive la mesura, lo cotidiano y lo familiar. Sobrevive lo que también está en su poesía: la palabra como último lugar de reunión de toda esa generación dispersa que alguna vez fueron los amigos, los compañeros, hombres y mujeres traídos a la palabra, habitando con ella los resquicios de la memoria con una correspondencia única entre conciencia y responsabilidad. “Escribo porque es lo único / que jamás les turbará el sueño / o los hará peores”.
Ya bordeando lo que serían más de sesenta años dedicándose a las cosas del oficio, hemos de imaginarnos a Walter Hoefler de vuelta en su ciudad natal, donde, ya retirado, vive allí una suerte de emboscadura, pues, a pesar del quitado bullicio docente, continúa dedicándose a una escritura que no ceja frente al tiempo, a un pensamiento que no capitula bajo ninguna circunstancia.
En nuestra correspondencia, que data desde hace unos pocos años, las palabras más frecuentes son agradecer y gratitud. A través de esta entrevista —que no ha pretendido sino indagar en su faceta de poeta y traductor— se espera seguir siendo fiel a ellas, con este puñado de palabras que le arrebatamos al silencio.
Se le conoce como un poeta secreto y reservado, libre de aspavientos. ¿Es esta una efigie que ha nacido a la par de su personalidad o más bien una percepción alimentada por terceros?
Por ambas razones. Lo de secreto me lo asignó Grínor Rojo en una reseña sobre Las cosas del oficio. Lo acepté porque coincide hasta cierto punto con mi idea de poeta ausente. Creo que responde a cierta inseguridad y hasta displicencia para disponer la obra para una publicación o concurso. Pero también se ha ido transformando en un programa, aunque no inicialmente intencionado. Una pregunta inicial que me hago es ¿Qué texto conviene a lo que estoy pensando, a los que me estoy proponiendo o lo que se me está ocurriendo?
También se interpone la idea de no subordinar la creación poética a la teoría o a la pedagogía, pero ello es parte de la biografía o de la necesidad. Trato de mantener cierto equilibrio entre ambas prácticas, aunque la jubilación se ha ido inclinando por la creación, y me he ido convenciendo de tener una consideración particular por los géneros, por las funciones del poema y que hay tipos de textos dominantes: la elegía como tratado sobre la muerte y la oda como exaltación de la vida, pero también hay ritos sociales implícitos en todo poema: la salutación o el saludo y las despedidas. Más allá de ser partes retóricas, tópicas, terminan siendo estructuras textuales.
¿Cuál cree que es la relación entre amistad y literatura? (Pensando en Omar Lara, Juan Armando Epple, Gonzalo Millán, y otras personas que en su momento Oliver Welden nombró como “maestros de la amistad”).
La relación entre literatura y amistad está en el centro motivacional de muchas obras: Aquiles y Patroclo, Narciso y Goldmundo, don Quijote y Sancho, Kerouac y los beatniks, Parra, Millas y Oyarzún, con distintos matices, con distintos grados de afecto. La amistad es una forma institucional de la afectividad cuyo eje central es la confianza. Los poetas que nombras están muertos y yo soy literalmente un sobreviviente, un fantasma real en las fotografías donde aparezco junto a ellos. Oliver Welden que consagró la amistad de nuestra generación lo hizo porque aprendió a valorarla en su soledad ariqueña, en la copresencia de Alicia Galaz y que curiosamente tanto Omar como Juan también tuvieron sus Alicias respectivas. Las casualidades me intrigan. Hubo ciertamente momentos más intensos, más frecuentes de esa amistad, no siempre vivimos en las mismas ciudades. Pero sería largo hablar de cada uno de ellos o al menos he intentado corresponderles con algún artículo o alguna reseña a su generosidad y lealtad.
Durante los años 1962 y 1963 cursó estudios en la Escuela de Arquitectura de la UCV. En ese período tuvo la suerte de conocer y ser parte del estado germinal de la Escuela que preparaban Alberto Cruz y Godofredo Iommi, principalmente. ¿Cómo fue vivir esa experiencia, que por entonces comenzaba a consolidarse como un espacio de apertura inédito en lo creativo y en lo educacional?
Me recordaste que estuve un año en Arquitectura, en la Católica de Valparaíso, después de dos intentos displicentes de seguir la carrera de Derecho en la Universidad de Chile, y donde solamente aprobé Historia Constitucional de Chile e Introducción al Derecho Constitucional. Podría haber sido constituyente pero terminé escribiendo un poema extenso a modo de un cabildo, a modo de una poética constituyente. Las constituciones iniciales fueron poemas, algunos legisladores antiguos fueron poetas: Giacomo de Lentini, Federico II Stauffen, Andrés Bello. Pero también estuve en arquitectura el año 1964. Pero ese año equivalió a un diplomado, a un postgrado o a una carrera completa de Ingeniería en proyectos o de pedagogía efectiva. Cuando volví a Chile del exilio, en 1995, volví a Arica, quería entrar por la puerta norte, pero también me desvié de la Panamericana Norte y pasé a Ritoque, a ver la “ciudad abierta”. Era mi forma de agradecer ese paso fugaz y poco exitoso por esa escuela, pero la manera de enfocar la enseñanza de la arquitectura fue un modelo que ensayamos ingenuamente en nuestros cursos optativos en la Universidad Austral con Juan Epple, Ivette Malverde y Oscar Paineán, es decir, reprodujimos la enseñanza colectiva y tipo panel, cuestión que también reencontré en el Instituto de Ciencias Sociales, la sede de la Escuela de Frankfurt, donde cada profesor podía representar su especialidad, pero también se sometía a la mirada crítica de los colegas, razón por la cual, sospecho, se rehúye dicha forma. Pero lo importante era cómo la poesía pasaba a ser fundamento de la observación, junto o más allá del croquis, a veces incluso el origen de las hipótesis que sostenían los proyectos, como lo demostraba Ignacio Balcells (1945-2005), de quien fui compañero de curso, que yo sé no me recordaba porque él preguntó por mí en el diario El Día de La Serena, donde publiqué reseñas sobre dos libros suyos, y aunque yo sí lo recordaba, porque me había recomendado la lectura de Saint John Perse, suficiente para estarle agradecido. Por cierto habría que destacar las esperas de la clase del lunes, donde se daba la tarea semanal, la salida a terreno, a posicionar la ciudad, a pensar un proyecto ya en primer año.

En 1978 escribió:
[…]
Me despido de la ciudad.
En ella nací.
Ahora corto al parecer todo vínculo.
Estoy seguro ya de que mis huesos no le pertenecerán
[…]
(en “Bajo ciertas circunstancias”)
Ateniéndose a la idea de que la ciudad geográfica a la que se refiere corresponde a Valdivia, pero que también simboliza el desarraigo que pesa sobre el hombre, casi como un estado de conciencia sobre su lugar histórico, no deja de ser llamativo que hoy en día su retiro encuentre cabida justamente en aquella ciudad que una vez dejó producto del exilio. ¿Ha significado esto romper con el designio que indicaba el poema, o bien lo transfigura en un nuevo sentido?
Tu pregunta revela hasta qué punto puede exigírsele a un autor que cumpla con lo que dice el poema, aquello de que ya no volvería a mi lugar de origen. Podría derivarlo a la condición de la ficcionalidad también de la lírica. Podría señalar que dicho verso en verdad alude al preciso momento de su emisión o de su formulación. Pero en verdad sí me generó un problema personal ya que no fue mi decisión volver, yo no quería volver, pero fue mi familia la que decidió y de alguna manera era ese también un triunfo, la familia no había sido derrotada, no había sido condenada al exilio. Mis hijos sí decidieron volver. Pero también estaba la coartada de que el poema sí decía que las palabras te permitirán retornar, es decir, la poesía podía permitirlo. El poema, por lo demás, era un diálogo con la poesía lárica y en particular con el poema de Jorge Teillier, podría tomarse como una forma de eludir cierta epigonalidad lárica, que yo aceptaba. Es asimismo un poema sobre el pre-exilio, había asumido despedir a mis amigos o escribirme con los que estaban en el exilio, por lo demás tenía cierta conciencia culposa de estar todavía aquí, así como la tuve cuando regresé considerando el valor de quienes habían permanecido. Por eso decidí volver a Arica, donde nadie me conocía.
En 1978, luego de ser exonerado de la Universidad Austral, llega como exiliado a la Alemania Federal. Reside en Darmstadt, donde consigue un empleo como bibliotecario, y desde allí colabora con los diezmados círculos poéticos chilenos. Una sección importante de El espíritu del valle —precisamente, la que abre la revista dirigida por Gonzalo Millán— está dedicada a una muestra de poesía alemana de los años 80. En esto se vislumbra su relativa puesta al día del estado literario del país al que llega recientemente. ¿Cómo fue su relación con el acontecer literario y cultural de la RFA (y de la RDA, a su vez)?
Cuando me exoneraron de la Universidad Austral asumí que tenía que ver con mi relación con la poesía y aunque a la vez que escribí el poema anteriormente citado, decidí distanciarme de dicho ejercicio. Residí en Darmstadt, que conforme a cierta descentralización funcional alemana es como la capital literaria. Es sede del Pen Club alemán y es sede de dos de los más importantes premios literarios alemanes, el Georg Büchner y el Leonce und Lena que allí se conceden. Esto me permitía un seguimiento de la institucionalidad literaria alemana, así como bibliotecario podía acceder a casi todas las novedades. Finalmente no pude renunciar del todo a la literatura ya que me inscribí en un plan de doctorado en la Universidad de Frankfurt am M. Antes en Chile, había traducido para la revista Trilce poemas de autores expresionistas alemanes. A Gonzalo Millán, con quien mantenía una conexión epistolar, más intensa en la década de los ochenta, le envié una muestra de poesía alemana actual traduciendo un poema de cada uno, aunque para mí más importante eran las notas. En la biblioteca nadie sabía que yo escribía, pero a través del seminario tuve contacto con escritores: Octavio Paz, Isabel Allende, Juan Goytisolo, Fernández Retamar, Alejo Carpentier, entre otros, y asistí a conferencias de Jean Starobinski, Michel Butor, Alain Robbe Grillet, Julia Kristeva, algo que jamás soñé en Chile. Además como bibliotecario tenía acceso gratuito y en jornadas especiales a la Feria del Libro de Frankfurt donde me topé con Luis Sepúlveda, Raúl Zurita, José Donoso, Antonio Skármeta, Jorge Edwards, Evtuschenko, entre otros, diálogos fugaces o apenas saludos. Al mismo tiempo asistí a algunos encuentros de escritores chilenos en el exilio, aunque solamente como público, pero eso me permitía mantenerme informado. Para mí, traducir era una lectura, con cierto sesgo técnico, dada la confrontación entre dos idiomas. Traducía como un aprendizaje, no como un trabajo, como lo hacen la mayoría de los traductores o intérpretes.
No pretendí escribir en alemán o solamente lo hice para un curso de Stefan Morawski, sobre Karl Marx como crítico literario, e intenté un poema inédito, reservado, un diálogo con Paul Celan que espero no me lo reprocharía. Lo que sí descubrí es que toda lengua tiene su James Joyce, así como tiene su Cervantes o su Dante, es decir el fundador y el experimental o el cuestionador. Así leí a Arno Schmidt.
En octubre de 2015 impartió un taller de traducción y poesía. En su introducción proponía que traducir —parafraseo— es la experiencia del fracaso del poema, que la mejor poesía se pierde irremediablemente. ¿Cómo compensa esta condición en la que pareciera que el traductor se encuentra en un terreno pantanoso (pienso en el Hochmoor) frente al poema?
La casi convicción de que los mejores poemas se pierden no se refiere sólo a la traducción, puesto que los significantes pueden ser más eficientes en la lengua original, es decir, producir más sentido. No obstante podría ocurrir que un poema sea mejor en la traducción que en el original, quizás sea el caso en que una traducción tiene más influencia en otra lengua sobre el conjunto de la producción poética. Pero de alguna manera también es una traducción cuando el poema mental, su primera formulación, pasa luego a la escritura. La emoción inicial, la motivación, a uno le va a parecer siempre más original que la escritura, y aunque ambas puedan estar sujetas a una revisión, a las correcciones subsiguientes.
Esta otra consideración, la idea de que los mejores poemas se pierden, surgió de mi experiencia, tanto la relativa a mi jubilación como a la pandemia. Ambos hechos cambiaron mi ritmo de sueño. De alguna manera el llamado sueño reparador terminaba alrededor de las cuatro o cinco de la madrugada, lo que activaba el sueño onírico, o incluso podríamos decir, el sueño creativo. Es lo que se llama la hora del lobo. Ocurre, eso sí, que los poemas que dices mentalmente en esas suerte de duermevela no los recuerdas bien, no los puedes pasar a la escritura en plenitud. A eso me refiero con esta pérdida de los mejores poemas.
Ya sea por sus traducciones de Trakl, de los expresionistas, y por ser ella una segunda lengua, su poesía no abandona las resonancias de la lengua alemana, a pesar de que alguna vez haya admitido cierta “resistencia” a adquirirla —incluso, no llega a estudiar germanística sino romanística—. ¿En qué medida han llegado a incidir estas intromisiones idiomáticas en su poesía y en su concepción crítica?
Efectivamente tuve resistencias infantiles a aprender alemán porque mi padre tendía a obligarme a aprenderlo y eso genera resistencias. En el colegio alemán tampoco sentí que tuviese aptitudes naturales para aprenderlo. Una razón infantil de mi rechazo era que mis amigos chilenos me decían que los alemanes eran malos para el fútbol. Pero la consecución del campeonato mundial en 1954 no contribuyó a entusiasmarme. Curiosamente, una profesora de alemán que solo nos leía el Fausto de Goethe, principalmente, nos leyó un cuento de Kafka, esto en 1961, el que me indujo una particular aunque entonces incomprensible curiosidad por conocerlo mejor. Descubrí que en una librería había libros en alemán que eran más baratos que los locales, ahí compré algunas obras de Kafka. Según un estudio estadístico Goethe usaba alrededor de 30.000 palabras, Kafka solamente 5.000. Quizás eso me generó la esperanza de que podría dominar hasta cierto punto la lengua alemana. Junto con ello leí a Rilke, aunque en español, a su traductor original lo conocí en Frankfurt, era allí profesor: Ferreiro Alemparte. También descubrí a Trakl, alrededor de 1966. Con Federico Schopf, que se preparaba para una beca en Alemania, lo traducíamos a modo de ejercicio. Ya en el exilio alemán conocí la obra de Celan y me interesó su rigor para condenar el nacismo y toda forma de reconciliación, además de lamentar tener que escribir en la lengua de los asesinos, pero al mismo tiempo hablar y escribir con extrema prudencia y cautela, porque el horror del holocausto o de la Shoa, es decir, del genocidio, era imposible de expresar cabalmente, una manera de encarnar el dictum de Adorno.
En una carta que enviara recientemente, ha dejado entrever su preocupación e interés por el “poema largo”, tema al que se dedica en el último tiempo. ¿Cómo surge esta inquietud y qué diferencias encuentra entre el poema largo y el poema más bien contenido, tan característico en su poesía?
Hay dos motivaciones para trabajar el poema largo: tengo un conjunto entre inéditos y editados de poemas extensos, lo que permitiría proponer un tercer libro de poemas, siguiendo aparentemente un criterio cuantitativo, luego de un primer libro de poemas breves, un segundo de poemas de mediana extensión y este tercero de poemas extensos. Al mismo tiempo se me planteó la necesidad de escribir una introducción que diera cuenta de una suerte de poética del poema extenso, ya que en español existen pocos estudios sobre estos. Al constituirse un corpus, tanto de textos creativos como de textos críticos, se genera una suerte de metarreflexión y que en este caso apunta a preguntarse por la función de estos poemas y aquí discierno un cambio de orientación a partir del modernismo. El poema extenso romántico generalmente se propone como un texto fundacional o de catastro relativo al surgimiento de los estados nacionales. En el caso de los poemas modernistas, y aquí destaco tanto a Lugones como a Darío, nos encontramos con una suerte de arqueo nacional motivado por el centenario de la independencia argentina en el caso de Lugones, y en una especie de homenaje más personal como es el caso de la Epístola a la Sra. de Lugones de Darío. Luego, o casi junto a este desarrollo, se plantean aquellos poemas que hacen revisión del proceso de modernización, en particular como es el caso de La tierra baldía de Eliot que dialoga directamente con Las flores del mal de Baudelaire. Pero no quiero adelantarme a otras consideraciones que surgen de la necesidad de cerrar un proceso, tanto creativo como investigativo en torno al desarrollo de la poesía y de sus géneros más característicos.
A su vez, mencionó con anterioridad su interés por el poema intencional o construido —diríamos, “de diseño”—, tanto como de aquel poema surgido del azar. ¿Cómo ha convergido esta doble operación en su escritura, entre lo intencional y el resultado del “texto oculto” que reside en todo poema?
El poema, creo, se suele generar a partir de una motivación emocional o de una motivación intelectual. Las pérdidas, los duelos, las crisis favorecen el primer tipo de poema. Problemas de lenguaje, conceptuales o críticos suelen ser la base de los segundos. El poema largo o extenso, dada su duración, obliga a detenciones reflexivas, a consideraciones formales. Podemos entonces decir que el poema largo permite conciliar o que ambos tipos se complementen. Ciertamente el poema es ante todo forma, requiere de una apertura y de un cierre, y esto lo hace casi incompatible con el poema de inspiración emocional, o al menos suponemos que la emoción debe estar finalmente controlada formalmente. Un ejemplo interesante es el de Héctor Hernández M. Esos libros-poemas extensos que tienen un título gramatical o de puntuación, como si el título anticipara el cierre, una suerte de cierre imprevisto al flujo de la corriente de la conciencia, al derrame verbal. En la reciente poesía chilena Hernández coexiste con Rafael Rubio y con Juan Cristóbal Romero. De algún modo ambas maneras están presentes.
La noción de texto oculto, y que es una especie de resultado o proyección en torno al significado posible o último del poema, proviene en mi caso de dos fuentes: una es la interpretación que Walter Benjamín hace de Baudelaire, tanto el determinar el lugar real de la enunciación o algún trauma que el poeta reprime. En ese caso la circulación del paseante entre la multitud y el temor frente a ésta, si lo entendí bien. El otro caso proviene de Raúl Ruiz y su noción de película secreta, es decir, descubrir qué aspecto de la película, más allá del guión o del llamado conflicto central, encarna aparentemente la película. Un ejemplo lo da el propio Ruiz al destacar el papel que los objetos tienen en sus obras.
Al respecto, hemos hablado de Paul Celan y de cómo constituyó un punto de encuentro capital en su pensar y poetizar. Justamente, uno de los pocos poemas en alemán que ha escrito —y del que no tenemos noticias— es un diálogo imaginario con el poeta de Czernowitz. Celan pareciera ser un epítome de la palabra y la memoria, del tiempo y el dolor; no son escasos los poemas de usted, en este caso, en que nos encontramos con tales elementos que se abren al problema de la lengua y a los “esparadrapos de palabras”. ¿Es este diálogo imaginario un modo de inquirir en esa relación conflictiva con la lengua, a través de lo que llamaríamos “silencio restituido”
Curiosamente había adelantado algo en relación a esta pregunta. También Celan tiene que ver con lo anterior, no exponer demasiado evidentemente el verdadero trasfondo del poema. ¿Cómo dialogar con los responsables del genocidio? ¿Cómo escribir en la lengua de los asesinos? Para mí, escribir casi como Celan y, antes, traducir a Celan, tiene que ver con dos obligaciones frente a su lectura. Asumir una responsabilidad como culpa activa, yo como descendiente de alemán, nacido en 1944, frente a un poeta judío alemán, y frente en general al pueblo judío. Es tratar de sentir de alguna manera un sentimiento de admiración y de afecto frente a cualquiera familia judía y pensar en qué haría para que aquello, su pretendido exterminio, no se repita. Algo de esto se produjo en el exilio puesto que al revisar experiencias de exilio buena parte de ello estaba consignado en escritores de origen judío. Al mismo tiempo pienso como Celan, ¿cuán auténtico puede ser esto? Un segundo momento tiene que ver con pedir cuentas. Esto que Celan pretendió hacer con Heidegger y que de algún modo él relata en su poema Todtnauberg, poema que traduje pero tratando de explicar el alcance de cada verso o palabra. Está latente en esto lo que llamé tanto el fracaso de la traducción como el fracaso del poema. Pero, siguiendo a Wittgenstein, de lo que casi no se puede hablar, mejor callarse, sería demasiado largo, de algún modo engorroso, sino trivial. Estos son los desafíos que nos plantea Celan, en tal sentido un poeta ejemplar y paradigmático.

En los libros inéditos que conserva, y que se han ido acumulando en esa Obra ausente de la que ya diera noticia en 1995, escribe sobre la imposibilidad de lo que es poético, una desconfianza en el lenguaje y un escepticismo sobre la palabra. A pesar de ello, conserva cierta visión de la escritura y de la lectura aún como una ocupación posible, aunque mínima: “una suerte de doble vida entre el más allá de la vida laboral y el más acá antes de la muerte” (ha anotado en su oportunidad). ¿Ve en la poesía una especie de resistencia, una posibilidad de vivir o, aún, de ser?
Ya casi cerrando debo decir que me sentí sorprendido y a la vez halagado por proponérseme esta entrevista. Al mismo tiempo me digo si estas consideraciones no suenan en algo a falsa modestia. Halagado ante todo porque las preguntas revelan un conocimiento cercano y a la vez respetuoso de lo que escribo o de lo que he dicho casualmente por ahí, por eso me ha resultado grato responder. Grato incluye mi gratitud. Sorprendido en tanto tiene que ver con cierta propensión a pasar inadvertido. Me respondo a mí mismo diciendo que escribo para cuando ya no esté. He querido además volver al manuscrito, por eso empasto y edito esos textos con materiales de desecho: cartones de pizza, camisas o pantalones usados. Soy su único lector. Escribo sobre poetas, aunque Sergio Parra recomienda, dicen, en sus talleres, no escribir sobre otros poetas. Escribo sobre directores de cine, actrices. Escribo sobre fenómenos recientes: los dos eclipses. Escribo sobre aves, curiosamente aves que vuelven al lugar donde nacieron: fíos y traros o caranchos. Escribo elegías anticipadas, sobre amigos que no han muerto. Escribo sobre locas mujeres, no arquetipos como las mujeres mistralianas, sino sobre mujeres concretas atraídas por amores imposibles. Escribo sobre el desarrollo del Alzheimer de mi mujer, esa especie de muerte en cuotas, de duelo a crédito, es decir, escribo sobre ir muriendo. Eso le da valor a lo que todavía se vive, quizás esa sea también una función de la poesía, ese más allá de la poesía, como lo dijeron Pavese y Lihn, respectivamente: Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, leyéndola no atinaremos a llamarla ausente.
***
SELECCIÓN DE POEMAS
(Nota previa de Walter Hoefler)
Pensé en seleccionar de acuerdo al orden de obras publicadas, pero éstas son apenas dos frente a casi ocho inéditas. Pensé en ordenar de acuerdo a momentos vitales o de impacto histórico: estancias en Valdivia, Valparaíso, Darmstadt, Arica, La Serena, el golpe de estado, el exilio, el retorno, el estallido, pero son desiguales en volumen. Se publicó un poema mío en la revista Mistralia (No. 2, 2008, La Serena, 4-5), bajo el título ¿Qué nombre darle? Y ese me pareció una suerte de misterio para mí. La poesía es ante todo un hecho de lenguaje, un intento por significar experiencias, por tratar de descubrir la extraña relación entre hechos y palabras, entre el lenguaje y las cosas, incluyendo el sentido de la presencia humana.
Se inicia así:
¿Qué nombre darle a un poema sobre el dolor,
sobre el dolor o duelo impreciso
por la muerte de alguien a quien no conoces,
del que podrás averiguar quizás sus años,
pero que te perdiste la fecha precisa
de su muerte precisa…?
Responde esto a una función clásica de la poesía que consiste en ser una suerte de tratado de las emociones o de los sentimientos, pero que se han desarrollado bastante y a la vez se ve la limitación de poder acceder de manera original a ellos, dada la experiencia acumulada por toda la tradición poética. De un modo bastante trivial diría que el problema es qué título darle a los poemas.
ODENWALDSTRASSE
¿Aquí se esfuman el campo o la ciudad?
Aquí se esfuman
en el silencio espeso
de estos ruidos restantes,
aquí corre todavía el agua turbia
o la transparencia se oscurece,
aquí se vuelve, aquí se va,
aquí estamos en este centro centrífugo
de no saber a dónde,
de no saber por qué,
aquí estamos.
EL REGRESO
El regreso es intención,
El regreso no se ensaya
se emprende.
El regreso es también llegar
como si nunca se hubiese salido.
HARPOCRATES
Un nombre todavía sin suelo ni substancia,
y menos aún con algún significado.
Si lo invoco lo invoco en vano,
porque es decir que no dice nada,
sino lo anterior a cualquier decir,
pero también lo postrero
de cualquier significante.
Palabras puestas sin orden ni concierto
para decir solo lo que no dicen
lo que el nombre ese dice sin decirlo
dios de algo que es como un silencio vivo
como un estar en tiempo reclinado
a la espera de que alguien abra la puerta
y por ella penetre un soplo revelador,
eso que toda puerta abre y cierra,
como la esperanza y el olvido,
pero ante todo el silencio, el silencio
que precede al nombre ese, dicho así
como al principio.
(La Serena, 16 de mayo de 2017)
ANTE UNA ESTATUA DE ANTINOO
Quizás el poema o su consiguiente escritura
no sean sino como el sobre sobre el que escribo:
Papel en blanco, abierto,
sin sentido, aunque sin destinatario.
La escritura no es la estatua, nada explica ni sugiere
la atracción de Adriano por este joven,
nada nos advierte o señala
su belleza o su inteligencia.
Quizás el aprecio convertido en conjetura:
¿O era sólo un muchachón
engreído y petulante, un provocador
que abusaba de esa debilidad del emperador?
Las pasiones, virtudes o vicios,
no nos permiten acceder al pasado,
exceptuando el encanto de nuestra
simulada indiferencia.
(La Serena, Avenida Aguirre, 2010)
LA MANO QUE RECUERDA
John Ashbery escribió sobre el autorretrato
de un pintor con nombre de queso rallado:
El Parmiggiano.
No sé si el renacimiento era también su foco de atención.
Gonzalo Millán más experto en otra tradición
se centró en el Narciso de Caravaggio.
Lo puso en el centro de su penúltimo libro.
Quería verse en el retrato,
quería verse en Narciso
y en lo que Francisco de Merissi
vio de sí mismo.
Lo puso, a Narciso me refiero,
casi a horcajadas sobre el agua,
como dispuesto no solamente a amarse
sino poseerse a sí mismo.
Una parte era clara, la otra oscura,
consiguientemente su libro se llamaba Claroscuro.
Lucila Godoy Alcayaga,
antes de consagrarse como Gabriela Mistral
se fijo en el pensador de Rodin.
No sabemos si pensó primero en Rodin
o en lo que el pensador representaba:
“sobre el mentón la mano ruda”.
Las ideas solo se sostienen por la mano.
La mano escarba lo que la mente piensa,
así como la pluma se desliza
casi arrastrándose sobre la hoja,
empeño vano, retrato de líneas,
esbozo de una idea que apenas se concreta.
Yo no tengo una obra favorita
ni la aguda intensidad de una mirada,
sólo saberes vagos, casi anécdotas.
Ante todo ni Ashbery ni Millán
opinaron sólo por sí mismos,
algo leyeron: edictos cardenalicios,
vacilaciones críticas, otras consideraciones más agudas.
El tiempo sustenta nuestras carencias,
las llena o provee de mitos y susurros,
o del avance lento de la memoria
que rasguña los hechos
o los distorsiona, definitivamente,
como mis palabras.
Entrevista publicada originalmente en Revista WD40-N°7. Revista de poesía, ensayo y crítica (ISSN 2452-6088), Valparaíso, diciembre de 2023, pp. 96-106.


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