[ lectura y crítica ] 

El sueño y los sueños — D.H. Lawrence

«El sueño y los sueños» es el penúltimo capítulo del ensayo Fantasía del inconsciente de D.H. Lawrence, publicado en 1922. Este texto, poco conocido, indaga en esa ciencia vital y pagana que, según el autor, avanza por intuición en variados temas: psicología, esoterismo, mitos, educación, sociedad, biología, erotismo, literatura; Lawrence advierte que este texto puede desviarse hacia la “cosmogonía” y que es necesario si queremos conocer más a fondo la conciencia. La recepción de la obra fue tibia y en general se pueden leer comentarios negativos sobre las propuestas de Lawrence respecto al psicoanálisis, dado su esquemático binarismo de género y opiniones polémicas sobre el amor y la familia. Quizás, por eso, este pequeño fragmento sobre los sueños que se ubica en las antípodas, como una península, ha pasado desapercibido, más aún en lengua española. En nuestro idioma se contaría, hasta donde puedo investigar, una sola traducción de “El sueño y los sueños”, realizada por Irma. P. Fontana y publicada por Santiago Rueda Editor en 1946.

¿Por qué ahora Lawrence? Porque este fragmento presenta poéticamente una visión cosmológica de nuestra existencia vital, pasando por el origen de la vida, la influencia del sol y la luna, la influencia de la muerte en la vida, para luego aterrizar en el asunto de los sueños, el dormir y el cuidado ante las pesadillas. Además de presentar una visión de mundo de una originalidad sorprendente, el valor de este escrito está en su poder evocativo y provocativo, antes que una exactitud científica o psicológica. Quizás, por qué no, este es un ensayo de cosmogonía.

Drago Yurac
Traducción y nota


El sueño y los sueños

D.H. Lawrence

Esto está yendo demasiado lejos para ser un libro —más bien, un pequeño ensayo—, sobre la conciencia infantil. Pero no podemos evitarlo: así es la conciencia infantil. Y debemos mover la piedra del cosmos científico que mantiene en la tumba a esta aprisionada conciencia.

Ahora, querido lector, veamos dónde estamos. Primero que todo, somos nosotros mismos: ese es el coro de todos mis cantos. Somos nosotros mismos. Somos individuos vivientes. Y como individuos vivientes somos la llave única y esencial del cosmos. Desde el comienzo del tiempo los individuos vivientes siempre han sido la llave del cosmos, y lo serán siempre mientras continúe el tiempo.

Sé que esto no es tan milagroso como la súbita aparición de la vida desde un estallido de la materia y la fuerza, en algún lugar, en algún momento y de alguna manera. Pero ese estallido nunca ocurrió, querido lector. El verdadero zapato estaba en el otro pie. Y me gustaría mezclar algunas metáforas más, tales como estallidos, pies y zapatos, sólo para descolocarte un poco.

La vida no apareció ni evolucionó de la materia y la fuerza, querido lector. No hay tal cosa como la evolución, en cualquier caso. Sólo hay desarrollos. El ser humano ya estaba siendo en la primera partícula de protoplasma, que es su origen como individuo y que todavía lo es. Del origen primero, no sé mucho. Sólo sé que hay un origen: el alma individual. El alma individual lo ha engendrado todo sin ser engendrada ella misma. El tiempo no tiene sentido más que para una experiencia viviente, y la eternidad es sólo un truco mental. Por supuesto, cada partícula viviente, ameba o renacuajo, tiene su propia alma individual.

Así nos vemos en nuestra esfera, querido lector, ubicados individualmente. Nuestro ser individual es nuestra única realidad. Pero esta singular realidad del ser individual está dinámica y directamente polarizada con el centro de la tierra, que es el centro negativo agregado de toda existencia terrestre. En pocas palabras, el centro del cual nos alejamos en la vida y ante el cual nos acercamos en la muerte. Ya que nuestra existencia individual es positiva, debemos tener un polo negativo que rechazamos. Y cuando nuestra existencia individual positiva se rompe, y caemos en la muerte, nuestro maravilloso centro de gravedad individual sucumbe al centro gravitacional de la tierra.

Así estamos: individuales, solitarios, nacidos de la vida, viviendo la vida, mientras tanto siempre inclinados y atraídos hacia ese centro agregado que es nuestra muerte substancial, el enigma de ese centro poderoso y lleno de vértigo de nuestra tierra.

Puede haber otros seres individuales, vivos, con otros mundos debajo de sus pies, polarizados con los centros de su propia esfera. Pero el carácter sagrado de mi propia individualidad me impide pronunciarme acerca de ellos, ya que al atribuirles cualidades estaría transgrediendo su individualidad más pura, que está más allá de mí.

Por lo tanto, si es verdad que hay otros seres con su propio mundo bajo sus pies, entonces es justo decir que tenemos una identidad con el sol en el infinito. Que en la precipitación y el torbellino de la muerte nos dirigimos todos por caminos centelleantes hacia el mismo sol. Y desde el sol, ¿pueden las esporas de las almas esparcirse en los mundos diversos, a todos los mundos sembrados del cosmos cruzando el espacio a través de los salvajes rayos solares? ¿Hay algún germen marciano en mis venas? ¿No será la astrología un absurdo?

Pero si el sol es el centro de nuestra unión infinita en la muerte con todas las otras almas del cosmos que llegan después de sus muertes: si el sol es esta gran estación central donde nos encontramos, nos mezclamos, cambiando de tren para las distintas estrellas: entonces, por analogía, ¿no deberíamos asumir que la luna es un lugar de encuentro para las almas muertas? La luna seguramente es el lugar de encuentro para almas muertas, frías y resistentes. Pero estas provienen solamente de nuestra esfera.

La luna es el centro de nuestra individualidad terrestre en el cosmos. Ella es la declaración de nuestra existencia distinta. Sin el pálido e intenso retroceso de la luna, la tierra avanzaría tambaleándose hacia el sol. La luna nos retiene en nuestra individualidad cósmica, hace de nosotros un mundo individual en el espacio. Es el centro de retracción bravía, de retiro por fuerza en la soledad de su separación. Es ella la que malhumorada nos vuelve la espalda, negándose a toda simpatía, todo entendimiento. Es ella la que arde blanca por la intensa fricción de su retiro solitario, ese fuego helado y pálido, soberbio, de una lejanía furiosa, casi maligna, de una lucha violenta por la separación. Su fuego blanco es el frotamiento intenso de una extraña y última materia acuosa, cuando esta materia se abre paso con fuerza ya fuera de toda combinación, ya fuera de toda combustión con las materias solares. Las aguas esenciales de nuestro universo viajan a la pura polaridad de la luna. Aguas esenciales que, en el núcleo enigmático de la luna, son una intensa energía invisible, una polaridad lunar.

Hay solamente tres grandes energías en la vida universal, que es siempre individual, y que mueve tanto las fuerzas físicas como la energía vital, y luego los dos grandes dinamismos del sol y de la luna. Al dinamismo del sol pertenecen el calor, la fuerza expansiva, y todas las de este género. Al dinamismo de la luna pertenecen las fuerzas esenciales acuosas: no sólo la gravitación, sino también la electricidad, el magnetismo, la radioactividad, etc.

Asimismo, la luna es el polo de nuestras actividades nocturnas, como el sol lo es de nuestras actividades diurnas. Recordar que el sol y la luna no son más que dos grandes salidas que la vida ha lanzado a diestra y siniestra. Cuando la vida individual muere, se precipita a diestra hacia el sol, a siniestra hacia la luna, siguiendo la doble polaridad, luego se hunde en la tierra. Cuando alguien muere, su alma se divide; así como en la génesis de la vida, la primera célula fue unida a través de dos gérmenes. Se divide en dos principios oscuros, recién separados: el principio solar y el principio lunar. Luego el cuerpo material desciende en la tierra, y así tenemos el universo cósmico tal como lo conocemos.

Nunca sabremos con precisión cuál es la relación que tenemos nosotros con el más allá de la muerte. Pero esta relación no es menos activa en cada momento de la vida. Hay una polaridad pura entre la vida y la muerte, entre los vivos y los muertos, entre cada individuo viviente y el cosmos exterior. Entre cada individuo viviente y el centro de la tierra pasa un circuito incesante de magnetismo. Es un circuito que en el ser humano sube por el lado derecho del cuerpo, y baja por el lado izquierdo, para volver al centro de la tierra. Esta circulación no cesa jamás. Pero mientras estamos despiertos está enteramente bajo el control y el hechizo de la conciencia total, la conciencia individual, el alma o el yo. Cuando estamos dormidos, en cambio, esta conciencia individual es suspendida momentáneamente, entonces yacemos por completo compenetrados al circuito de magnetismo terrestre, o de la gravitación, o ambos: el circuito que nos une al núcleo de la tierra. Este circuito es el que está ocupado en todos nuestros tejidos eliminando o arreglando lo que murió en el cuerpo durante el día anterior. Porque cada vez que nos acostamos para dormir tenemos con nosotros un cuerpo que ha muerto con el día que transcurre. Y durante el sueño, este cuerpo de muerte es arrastrado o puesto en movimiento por las acciones del circuito terrestre, el gran circuito activo de la muerte.

Mientras dormimos, la corriente nos barre atravesando nuestro cuerpo, así como las calles de una ciudad son barridas y regadas durante la noche. La corriente recorre nuestros nervios y nuestra sangre, barriendo hacia afuera las cenizas de la conciencia diurna bajo alguna forma de excreción. Esta corriente terrestre que nos invade para barrernos de manera activa, es en realidad una actividad de la muerte dirigida al servicio de la vida. Nos conviene no saber nada de ella. Y a medida que circula, ella va estimulando en los centros primarios de la conciencia unas vibraciones que proyectan imágenes en la mente. Normalmente, en el sueño profundo, estas imágenes pasan desapercibidas y no quedan registradas, pero mientras nos acercamos al amanecer y a la vigilia, empezamos a retener algunas impresiones, algunos recuerdos de estas imágenes soñadas. También las imágenes que cruzan accidentalmente la mente en el sueño suelen ser tan inconexas y tan carentes de sentido como los trozos de papel recolectados por los barrenderos que tiran a la basura desde las alcantarillas de la ciudad en plena noche. No se nos ocurriría pensar en recoger cada trozo de papel, juntarlos uno al lado del otro, y hacer con ellos un libro increíble, impregnado del pasado y profético respecto al futuro. No deberíamos hacerlo, a pesar de que cada trozo de papel impreso que es barrido de la alcantarilla tendría una conexión con algún acontecimiento del día anterior. Pero el sentido, el significado de estas palabras impresas es tan minúsculo, que las relegamos al limbo de lo accidental y lo absurdo. No hay una conexión vital entre los pedazos de papel rotos: sólo una conexión accidental. Cada trozo hace referencia a un evento real: un ticket de bus, un sobre, un folleto, una bolsa de papel, un periódico, una factura. Pero pongámoslos todos juntos, ticket de bus, sobre desgarrado, folleto, bolsa de papel, hoja de periódico y factura, y no tendrán una secuencia individual, pertenecen más a la sucesión mecánica que a la lógica vital de nuestra existencia. Y lo mismo pasa con la mayoría de los sueños.


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