El ideal andrógino del joven poeta
Apuntes sobre Cartas a un joven poeta
de Rainer Maria Rilke
Juan Pablo Rojas Vargas
El fin hacia el cual debe tender la especie humana
es la reintegración progresiva de los sexos
hasta la obtención del andrógino.
Friedrich Schlegel, Acerca de Diotima.
En los miles de libros que has leído y releído,
¿no has encontrado ilustración sobre
ese doble carácter, ese ser hermafrodita?
Rainer Maria Rilke, La tríada.
I
La eterna juventud, ¿qué otro ideal más representativo de la divinidad helénica se nos revela en la incesante aparición del dios ante los ojos mortales? La cabellera áurea de Dionisos, el rostro imberbe de Apolo; exentos de vejez los bienaventurados que saben que “inmortal y sin edad es el sello de todo lo divino” (Himno homérico a Afrodita). Siempre en nuestra presencia los dioses se manifiestan con el esplendor olímpico de la jovialidad perenne. No hay sitio alguno para la muerte en la infinitud de su morada. Tan solo en nuestras carnes, profanas e imperfectas, advertimos la podredumbre, la fatalidad, lo efímero.
—¿Quién nos enseñará entonces a ser eternos?
—Los mismos que nos enseñaron el canto y nos dieron la mirada.
En la Antigua Grecia, Hécate era la maestra de los jóvenes (kourotrófica) como bien señala Hesíodo en su Teogonía. Asimismo, en los fragmentos de los Oráculos caldeos se nos dice que era la “fuente de los ángeles, démones, almas y naturalezas”, amén de ser la guía cósmica de los que caminan entre los misterios del más allá. La madre terrible que nos protege y aconseja en la orfandad del existir. Una de las tantas formas adoptada por la diosa de la dorada diadema, en los turbulentos aires de comienzos del siglo XX, fue a través de la figura de Rainer Maria Rilke, protector y guía de los jóvenes poetas. Espero que nadie se sorprenda al decir esto. Menos cuando el propio autor de las Duineser Elegien es quien nos dice que “incluso en el hombre encontramos maternidad” (Carta IV): Zeus engullendo el falo del Cielo para embarazarse del universo. Hay quien dirá que es obra del azar —aunque en este caso es difícil hablar de casualidades— que Rilke recibiera una educación esencialmente femenina, siendo las llamadas “Reinas de la Noche”1 quienes forjaron su carácter y sensibilidad artística. Lo cierto es que el antiguo culto a las diosas fue parte de su iniciación en la poesía. Y la imagen de mentor que proyectaba en sus contemporáneos era el fruto de las enseñanzas que antaño recibió de aquellas manos curadoras. La correspondencia que sostuvo a lo largo de cinco años con su amigo escritor Franz Xaver Kappus dio luz al poeta eternamente joven; aquel que con su lira se abre paso en la espesura del tiempo mientras que la magia de su canto hipnotiza a las ménades amenazantes.
Publicadas de manera póstuma en 1929, Cartas a un joven poeta no goza de un único destinatario. Kappus es uno más de tantos quien, como nosotros, encontró en la prosa rilkeana el más elevado refugio espiritual ad portas de la barbarie, pasada y venidera. Por otro lado, el remitente tampoco es unívoco. Es la cara visible de una larga tradición poética que empieza con Orfeo, el “mensajero que perdura” (Sonetos a Orfeo). Al mismo tiempo en que habla el poeta escuchamos el eco del teólogo. Ante su voz se disipan las respuestas; aflora lo no dicho. Y lo único que esperamos en el tránsito entre el mirar y el decir es que el silencio nos haga volver al principio de todas las cosas: la eterna juventud.
II
¿Poeta antes que hombre? El egiptólogo y estudioso del mito, Furio Jesi, no sin razón ha advertido un rasgo esencial acerca de las diez epístolas de Rilke. En su ensayo titulado Il giovane poeta compara la obra del autor austríaco con las Lettres du voyant de Arthur Rimbaud. En absoluto es azarosa la vinculación en tanto que ambos casos teorizan acerca de la apertura hacia lo desconocido, como una señal de maduración cósmica. El das Offene o “descubrimiento de lo Abierto” es lo que marca el peregrinaje de los espíritus creadores allende los rígidos caminos de la razón lógica (lo cerrado). Según Jesi, tanto en Rimbaud como en Rilke, el reemplazo del sustantivo “poeta” por el sustantivo “hombre” no da cuenta de una relación jerárquica entre ambos. Más bien es un signo de cautela. De haber sido al revés “habrían colocado al hombre demasiado peligrosamente cerca de lo desconocido”. Sin dudas que Jesi se encuentra más cercano a la visión rimbaudiana del poeta futuro como “multiplicador de progreso”. Pero el advenimiento que profetiza Rilke en sus cartas a Kappus está más cercano a uno de los ideales románticos que con mayor vigor se hace presente en la actualidad: la androginia como superación de los opuestos. En la Carta IV leemos: “un nuevo ser humano emerge, y sobre la base de este accidente que parece haberse consumado, surge la ley por la que una semilla vigorosa y resistente se abre paso hacia el óvulo que abiertamente avanza a su encuentro”. Con la llegada de un nuevo sujeto asistimos a una mutación del eros; una nueva forma de experimentar el amor (tema que tanto preocupó a Rilke a lo largo de toda su obra) que trasciende las categorías de hombre y mujer. “Y puede que los sexos estén más emparentados de lo que hemos creído, y a lo mejor en eso consistirá la gran renovación del mundo”. En otras palabras, la unión sexual —que poca relación guarda con sus implicancias físicas desde una perspectiva simbólica— es la que propicia la reintegración de los sexos: lo solar junto a lo lunar en un solo cuerpo. No olvidemos que Platón, a través del personaje de Aristófanes, ya recurría al mito del andrógino para explicar la naturaleza amorosa en el Banquete. Y en su anhelo de perfección el poeta no puede desoír la búsqueda de su otra mitad. Sin la cual no podría llegar a encantar con sus ensalmos a la naturaleza que lo rodea:
El Hermafrodita es el único ser
completo en su guarida que puede haber.
Buscamos por doquiera las mitades
perdidas de esas semideidades.
(Poemas franceses)
III
Es probable que la Carta VI sea una de las más reveladoras de todo el intercambio epistolar entre los protagonistas. Nos encontramos cerca de Navidad. Kappus, acongojado como siempre por las afecciones del espíritu, le escribe a su amigo esperando recibir un soplo de esperanza en la frente. Rilke, ya asentado en Roma, no duda en calmar dichas inquietudes, después de todo es un poeta naturalmente kourotrófico. Así empieza la liturgia, con la Biblia en una mano y los libros de Jacobsen en la otra. ¿Qué valor tiene la creencia en lo divino para un joven poeta?, se pregunta Rilke. La evocación de la infancia, ya lo hemos planteado, es lo que define la maduración del inspirado. La inocencia de esa primera mirada abre las puertas de una eternidad inexpresable. “¿Por qué habríamos de intercambiar la sabia incomprensión de un niño por la suspicacia y el desdén?”. El misterio nos insufla del pneuma o aliento poético necesario para habitar la palabra. De otra forma, desprovisto de toda fe en lo invisible, el poeta camina a ciegas sin saber ubicarse en los reinos que desconoce. Sin poder reencontrarse con lo femenino en su próximo nacimiento. El hieros gamos entre ambas semideidades vaticina una mirada total hacia el mundo. Desde el cénit al nadir; detenida en aquel instante efímero del resplandor que destella la lengua angélica. Llegado a este punto de la exégesis, cabría preguntarse entonces —aunque a priori parezca bastante evidente su resolutio—: ¿qué relación guarda la niñez con la androginia en el simbolismo rilkeano? Quizás uno de los mejores ejemplos que ilustran este vínculo se encuentre en el Evangelio de Tomás (uno de los apócrifos recobrados entre los manuscritos de Nag Hammadi). En el Logion 22 se narra cómo Jesús contempla a dos infantes lactando. Pronto, iluminado por el poder de la imagen, les dice a sus discípulos lo que procede: “Estas criaturas a las que les están dando pecho se parecen a quienes entran en el Reino”. Los fieles —y entre ellos me tomo la licencia de incluir a los jóvenes poetas—, confundidos por la sabiduría de su maestro, le preguntan que si haciéndose pequeños lograrán entrar en el paraíso. La respuesta no deja lugar a réplicas: “¿Cuándo convertiréis a los dos [seres] en uno, y cuándo haréis a lo de dentro igual a lo de fuera y lo de fuera igual a lo de dentro, y lo alto igual a lo bajo? Cuando consigáis que el varón y la hembra sean uno solo, a fin de que el varón no sea ya varón y la hembra no sea hembra, entonces entraréis en el Reino”. No es descabellado pensar que la lectura de este evangelio contribuyó a la visión de Rilke acerca de lo divino. Ahora, ¿hasta qué punto la Gnosis que impregna el papiro copto atribuido a Tomás se ve reflejada en su obra? Es tema para otra discusión. Pero tampoco debemos olvidar que cuando Rilke habla de “Dios” no lo hace como un filósofo, ni siquiera como un poeta. Solo la voz del metafísico —cuyo eco progresivamente se irá alejando del dogma cristiano— religa el dualismo conocido para transmutarlo en una pura unidad trascendente. El niño y el andrógino como evocación de un primer estado ideal.

(El fin del amor es que dos se hagan uno), 1615
IV
Con toda certeza Kappus no era consciente de lo que aquí hemos esbozado. Tal vez pudo inferir alguna que otra idea sobre la metamorfosis epocal que Rilke había previsto en sus cartas, pero el ejército austrohúngaro lo mantuvo demasiado ocupado en padecer los embates modernos. ¿Cuál es la buena nueva de la profecía rilkeana? —se estaría preguntando en estos momentos. Precisamente el retorno a la infancia perdida, al momento en que los ángeles pululaban por el mundo, donde no había tal diferenciación entre andros y gine. La suspensión del poeta en ese espacio infinito a la sola merced de las potencias espirituales que allí gobiernan, es una forma de evadirse del tiempo fijo de los hombres, de descubrir lo abierto en el horizonte interior que tantas veces ignoramos en favor de la línea dibujada entre el cielo y la tierra. “Nuestra vida no es más que una transformación incesante” (Elegías de Duino); cada partícula de nosotros se encuentra en un eterno devenir: cuerpo y alma fragmentados en una sombra cuya oscuridad se intensifica sin clemencia. En este sentido el futuro del poeta —del joven poeta para ser más precisos— consiste en “proyectar su nacimiento en un tiempo venidero”. Cantar con el primer alarido que anuncia la existencia de todo cuanto es, de todo cuanto somos. Doblarle la mano a la muerte para luego reconocernos en ella. Pues si el ser y estar en el mundo es una condena a la que estamos obligados, el aún no haber nacido es el máximum milagro que redime todo lo anterior. Al final, sin el bautismo de la palabra, ¿qué posibilidad cabe de enfrentarse a lo “Absolutamente otro, aquello que sobrepasa todo límite”? Los consejos del sacerdote nacido en Praga no deben entenderse como un manual para sobrevivir en la esfera del arte sino como una guía para aprender a vivir poéticamente. En soledad, pero acompañados. Enamorados, pero de nuestra otra mitad.
Estimado señor Kappus, espero que pese a sus quehaceres terrenales —de los cuales nunca pudo desligarse por entero— haya encontrado la esperanza que tanto intentó infundirle su maestro. La juventud perenne del poeta que está por nacer. Sin nada más que agregar, se despide atentamente: el otro destinatario.
- Mauricio Wiesenthal en su biografía ensayística titulada: “Rainer Maria Rilke: El vidente y lo oculto” apunta que el aporte de las mujeres en la iniciación del poeta consistía en tres elementos fundamentales: “la disciplina del buen gusto, el instinto fantástico para revelar símbolos, el poder de la interpretación de los misterios y el sentimiento de la belleza.” (58).
↩︎
Obras comentadas
Jesi, Furio. Literatura y mito. Barcelona: Barral Editores, 1972. Impreso.
Rilke, Rainer Maria. Cartas a un joven poeta. Madrid: Ediciones Rialp, 2016. Impreso.
—. Elegías de Duino, Sonetos a Orfeo. Córdoba: Ediciones Assandri, 1956. Impreso.
—. Poemas franceses. Valencia: Editorial Pre-Textos, 1997. Impreso.
—. Serpientes de plata y otros cuentos. Madrid: Ediciones Siruela, 2006. Impreso.
Varios Autores, Los Evangelios Apócrifos. Madrid: Editorial Católica, 1998, Impreso.
Varios Autores, Oráculos caldeos. Madrid: Editorial Gredos, 1991. Impreso.
Varios Autores, Himnos homéricos. Madrid: Editorial Gredos, 1978. Impreso.
Wiesenthal, Mauricio. Rainer Maria Rilke: El vidente y lo oculto. Barcelona: Editorial Acantilado, 2015. Impreso.


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