[ lectura y crítica ] 

Notas a Léon Bloy — Marcelo Varas

Notas a Léon Bloy

Marcelo Varas

Teoría de la verdadera civilización.
Esta no reside en el gas, ni en el vapor, ni en los veladores espiritistas,
sino en la disminución de la huella del pecado original.

Charles Baudelaire

I

En 1908, Gilbert Keith Chesterton publicaba Ortodoxia, libro en el que defendía la opinión correcta, lo que es, a su juicio, el credo de los apóstoles: Jesucristo y la Iglesia católica apostólica romana o, en otras palabras, la Verdad. Tour de Force en la Inglaterra anglicana del siglo XX, según explica, contó con el apoyo de toda la cristiandad. Sabía que caminaba sobre hombros de gigantes (más gigantes que él) y que estos últimos gigantes eran, sin embargo, los grandes vencidos de los últimos dos siglos, aquellos desesperados por un mundo que se venía abajo y que escribieron la gran literatura de los siglos XVIII y XIX. Ante esto, intempestivamente da comienzo a su libro sentenciando: “Determinados teólogos modernos rebaten el pecado original, cuando es la única parte de la teología cristiana que puede demostrarse”. Chesterton sabía que esa tradición cristiana había tomado el camino de la literatura y que habían existido verdaderos profetas que libraron una batalla contra la modernidad para mantener en pie el misterio mediante el que se explica todo: el pecado original.

II

Ordinariamente definidos como reaccionarios o conservadores, estos últimos guardianes de Occidente, no obstante, son precisamente aquellos que escapan de toda acotación, capaces de penetrar en los pliegues contradictorios y falaces de la modernidad: quienes denuncian su pretensión universalizante y su ideología irremediablemente progresista. Antoine Compagnon los denomina antimodernos, en un ensayo homónimo, describiéndolos como: “Ante todo escritores arrastrados por la corriente moderna y que repudian esa corriente […] son una forma de resistencia y ambivalencia de los auténticos modernos”. Edificadores y detractores de la modernidad, avanzan junto con ella al tiempo que miran al pasado en busca de respuestas siempre en alerta.

Si el hombre moderno, en su afán de creador, puede inventar ideas, abstracciones y erigir Constituciones,  para Joseph de Maistre, el primer antimoderno, Dios también se mantiene creando constantemente y permanece presente en la historia ad aeternum. Si la divinidad crea eternamente, es el pecado el que se perpetúa, multiplicándose (siempre habría una culpa que expiar) y remitiendo siempre al que Adán cometiera originalmente, porque “cualquier individuo en su lugar actuaría como Adán”. Pecado original de segundo grado denominó a esta noción heterodoxa para fundamentar otra, su idea angular, la de la reversibilidad de las culpas: la inocencia que paga por el crimen. La Revolución francesa sería la evidencia fáctica sustentadora de su teoría, porque “es mala radicalmente; ningún componente de bien alegra la vista del observador: es el mayor grado de corrupción; es la pura impureza”. El dogma de la comunión de los santos y la teoría de la reversibilidad son entendidos por De Maistre en términos sacrificiales. Para el saboyano, toda revolución (anatema) trae consigo, necesariamente, una contrarrevolución (regeneración). Dios castigó a Francia con el derramamiento de sangre que causó el año 1789 y esa misma sangre derramada transformó la Revolución en un acontecimiento expiatorio, por tanto sagrado, pues fue numerosa la culpa y exigua la inocencia que pagó por ella.

Estos pensamientos, enormemente sintetizados, serían luego transformados en vida y literatura por un mendigo ingrato, el más desesperado de los desesperados.

III

De Léon Bloy solo podría afirmarse con seguridad que fue un escritor y místico, pero, por sobre todo, un católico recalcitrante. “Todo me da lo mismo excepto Dios”, escribía en una carta a Saint Bonnet, y esa era su tesis fundamental. Iniciado por De Maistre, no podía ver sino pecado por todas partes “Tal es el ilimitado imperio de Satanás […] Nada se libera de su abrazo, nada… sino la libertad con Jesucristo crucificado”. Para el escritor francés, no hay forma de escapar a la caída si no es con Cristo en la cruz, cabeza de ese cuerpo místico llamado Iglesia católica o Comunión de los santos, donde todos los fieles de todas las lenguas, de todos los rincones del planeta, purgatorio y cielo, se encuentran unificados y donde los actos de cada miembro pueden tener consecuencias infinitas en el pasado, presente y futuro. Nadie mejor que Bloy para alertarnos sobre las consecuencias infinitas de nuestros actos, sean buenos o malos. Era preciso un espíritu sublime que tuviera un oído fino y con una intuición inspirada para percibir la terrible verdad que se oculta bajo todo acto deliberado, incluso en el ruido que hace a través de los mundos la caída de una moneda dada a regañadientes a un pobre “que atraviesa la mano del necesitado, cae, perfora la tierra, horada las estrellas, traspasa el firmamento y compromete al universo […] Nuestra libertad es solidaria del equilibrio del mundo y eso es lo que hay que comprender para no espantarse de la profundidad del misterio de Reversibilidad”. Si la reversibilidad, según De Maistre, se refleja en los eventos históricos como puede serlo la Revolución francesa, por su carácter sacrificial y expiatorio, Bloy asumirá esta noción en carne propia, como describe en las Cartas a mi novia, lo que intuía desde su infancia: “Recuerdo que cuando era niño, todavía muy pequeño, me negaba a menudo con indignación, con rebeldía, a tomar parte en juegos, en diversiones cuya sola idea me enajenaba de alegría, porque consideraba más noble sufrir y hacerme sufrir a mí mismo renunciando a ellos”. Su vida lo atestigua: dos amantes y dos hijos muertos (uno por inanición). La pobreza, la miseria y la soledad, abrazadas por voluntad propia, en imitación de Cristo, dieron lugar a una de las vidas más tormentosas de su siglo. Sentía un amor profundo por el mundo, por el prójimo. Convencido de movilizar al absoluto, lo único que podía hacer por él era orar y ofrendar, voluntariamente, sus sufrimientos a Dios. “Satanás tiene lo que Dios le da, y Dios le da todo… excepto la libertad del hombre”. Toda la realidad, para Bloy, conduce siempre al mismo acontecimiento: al del Dios hecho carne y sangrando para siempre, al que solo podemos acercarnos por la vía dolorosa.

Hombre de su tiempo, como De Maistre, su principal arma fue el estilo. Puesto que los demás, fuera de Dios, en realidad le eran indiferentes, solo existían para provocar el ímpetu de su palabra como un heraldo de la Gloria divina y exhalar gritos de amor o de sangre. Se halla unido a la corriente antimoderna, especialmente, por su palabra vituperante (heredada nuevamente de De Maistre) y exagerada, que encierra, casi siempre, una comprensión antitética de la realidad. “Se comprendía profusamente que esos hombres de mugre y de ignominia eran, a pesar de todo, los carceleros de la Redención, que Jesús era su cautivo y su cautiva la Iglesia”, dice Bloy en La salvación por los judíos. Ninguna frase podría condensar mejor su estilística. El paso de lo grotesco (“hombres de mugre y de ignominia”) a lo sublime (“carceleros de la Redención”) exaspera e invita a una reflexión profunda sobre el misterio que envuelve al pueblo judío. Busca causar efecto tanto como la Verdad. Es necesario un estilo cargado de desesperación para escribir La salvación por los judíos, libro que significa el mayor elogio que se haya escrito en favor del pueblo judío como también una tremenda ofensa. La hipérbole, también, es fundamental en su estilo profético: “Decir yo soy protestante es como decir Yo no existo”. En su vituperio resuena el eco del Verbo divino que nos recuerda lo paradojal de mitos bíblicos como los del profeta Jonás tragado por una ballena para ser salvaguardado por Dios, o el de Job, el ser más fiel a Dios sobre la tierra que, sin embargo, no escapa a la cólera divina. Aquí  lo que distingue a Léon Bloy: no adiciona nada a la doctrina católica, empero, la modernidad necesitaba de un espíritu desmedido que la sacara de su ensueño. Sin un peregrino de lo absoluto nos hallaríamos bajo tinieblas aún más oscuras. Cuando Léon Bloy vocifera lo único que nos queda es bajar la cabeza, callar y escuchar.

Ahora bien, si de Maistre y Bloy combatieron a la modernidad y defendieron el misterio del pecado original frente a sofistas como Rousseau o Drumont. ¿Qué queda a los antimodernos contemporáneos (en el caso de que aún existan) si en tiempos de Chesterton el enemigo ya se encontraba dentro del mismo cristianismo con disfraz de teólogo?


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