[ lectura y crítica ] 

La imposibilidad de la novela — Juan García Ponce

La imposibilidad de la novela

Juan García Ponce

“La literatura es la crítica de la vida”, decía Matthew Arnold. En la segunda mitad del siglo XIX, esta afirmación suponía aún una confianza casi ilimitada en que la Razón había llegado a ser decisiva para el destino humano. Mediante la crítica de las líneas de conducta, la literatura, como todas las demás artes, como el pensamiento mismo, estaría al servicio del poder iluminador de esa razón, por medio de la cual el hombre le daría forma a su propia existencia. Por otra parte, suponía también una interpretación de la literatura como valor moral fundamentalmente. Sólo en tanto que la literatura nos lleve a encontrar mejores, más auténticas formas de vida se realiza como tal. Como todas las definiciones que pretenden ser absolutas, esta enfrenta el riesgo de resultar incompleta. Es difícil pensar en la literatura, en el arte, exclusivamente en términos de una acción concreta para someterla a un juicio de valor, ignorando toda la parte de alto juego espiritual, de auténtico placer por la forma o por el mero hecho narrativo, en el caso de la novela, si dejamos fuera una parte de ella y quizás no la menos importante, incluso como expresión ética, además de estética. Hecha esta salvedad, la definición de Arnold sigue pareciéndonos en gran parte legítima.

Todavía, en su reciente ensayo polémico contra Charles Snow, F.R. Leavis señala que la pregunta que yace en el impulso creador que produce el gran arte es “¿para qué, para qué finalmente, con qué fin viven los hombres?”. Pero añade que la pregunta funciona en lo que se refiere y dentro de lo que sólo puede llamar una profundidad religiosa de pensamiento y sentimiento. Y esta aclaración implica un importante cambio de perspectiva en el paso de un siglo a otro, incluso en el transcurso del anterior, la fe en el poder de la razón se ha visto minada de una manera definitiva. El progreso que hacía esperar la revolución industrial ya no merece nuestra confianza absoluta y las nuevas formas de vida que engendró se revelan en muchas ocasiones como enemigas de esa razón a la luz de la cual nacieron. Entonces vuelve a plantearse la pregunta metafísica y con ella surge el problema de la nada.

En su ensayo sobre El narrador en la novela contemporánea, Theodor Adorno señala: “El momento antirrealista de la nueva novela, su dimensión metafísica, es en sí misma fruto de su objeto real: una sociedad en la que los hombres están desgarrados los unos de los otros y cada cual de sí mismo”. Y aclara que: “En la trascendencia estética (de esas novelas) se refleja el desencanto del mundo”. Por ahora no nos interesa abundar en la interpretación sociológica de este problema. Nuestra mirada no está dirigida de la sociedad a la novela, sino hacia ésta como realidad. Y por otra parte, ya el mismo Adorno indica que esa “dimensión metafísica” es “fruto de su objeto real”. El novelista se encuentra frente a una única realidad dada y sólo puede partir de ella. Si esa trascendencia estética de que habla Adorno es la respuesta al problema de la realidad en la mayor parte de las grandes novelas contemporáneas es precisamente porque no había, o no hay, otra solución a mano. Llegar a su significado profundo es muy fácil si repasamos obras tan significativas y tan características de nuestro tiempo como las de Thomas Mann o Marcel Proust. Para uno y otro, la respuesta final se halla en la misma forma. Sólo dentro del arte, en la verdad estética, nuestras vidas adquieren sentido y vencen al tiempo y a la muerte. Mann ha especificado esto desde el principio de su carrera, declarando que, para él, la estética era una especie de refugio y de respuesta ante las insalvables exigencias de la ética y toda su obra podría reducirse al intento de darle sentido a la vida como narración, trasladándola al terreno del mito. De ahí la importancia que tiene en ella como personaje ético la figura del artista. Es él el que posee la única respuesta: la posición irónica frente al conocimiento trágico. La solución de Marcel, el protagonista de En busca del tiempo perdido, que al final de la novela decide recuperar su vida convirtiéndola en obra de arte no difiere fundamentalmente de la de Mann.

Es imposible dudar de que tanto Mann como Proust estén ejerciendo en sus obras esa “crítica de la vida” que pedía Arnold. Su literatura, al igual que la de Hermann Broch o James Joyce y otros grandes autores contemporáneos, puede considerarse una literatura moral. Y es la imposibilidad de encontrar otra respuesta ante el problema de la nada la que los obliga a detenerse en lo que podríamos llamar la dimensión estética, esa dimensión que acepta tácitamente, como señala Adorno, el “desencanto del mundo”. Uno de los más altos atributos de Robert Musil es que su obra intenta desarrollarse a partir de esta última avanzada del espíritu y busca una respuesta desde más allá de ella. En este sentido, podemos afirmar que Musil da un paso adelante —o al menos, intenta darlo—.

La intención de la obra de Musil, cuya suma y culminación es la monumental novela El hombre sin atributos, que absorbe y encierra todas sus demás creación sin despojarlas de su valor independiente, está ligada a esa búsqueda de sentido para la vida de los hombres de la que habla Leavis. En sus cuadernos de notas y en la misma novela Musil lo afirma con absoluta claridad. “Expongo mi caso —dice en uno de los cuadernos—, aunque sé que sólo es parte de la verdad, y lo expondría igualmente si supiera que era falso, porque ciertos errores son estaciones en el camino de la verdad”. Y en el transcurso de la novela, Ulrich, su protagonista, piensa que “sólo hay una pregunta que realmente merece pensarse, y esa pregunta es cuál es la vida auténtica”. Se trata, entonces, de una obra problemática, que parte en busca de la verdad; pero no debemos olvidar que el medio dl que se realiza está búsqueda es el arte y como tal debe realizarse como forma, además de seguir una línea de pensamiento. Musil mismo establece esta salvedad en una declaración contundente, en la que separa la función del arte de la de la ética. El arte tiene un propósito “distinto de aquella normatividad unívoca mediante la cual el ethos se condensa en una moral o el sentimiento de una psicología mecánica; [no ofrece] si no una visión de conjunto de las relaciones, de las limitaciones, de la significación fluida de los motivos y las acciones humanas: una interpretación de la vida”. Esa separación acerca el concepto de la novela de Musil al de Thomas Mann, quien creía que la misión de ésta es “comunicar seres y acciones, expresar situaciones psíquicas”. Pero a pesar de las coincidencias en el método narrativo, del empleo de la ironía y de las interpolaciones críticas que detienen y destruyen el carácter objetivo de la narración, Musil difiere de Mann en que siempre se consideró un escritor realista, que, aceptando las exigencias que impone la época a la forma de narrar, nunca creyó en la decadencia del estilo, ni se sintió obligado a recurrir a la parodia en tanto que lo que buscaba era una nueva realidad, “un hombre otro”. En una anotación en sus cuadernos de notas fechada en 1932 afirman: “Los lectores esperan de mí que les hable de la vida misma, no de la vida tal como se refleja en las guías de la literatura y de la humanidad. Estoy tratando de darles el original…”, y para los admiradores de su obra es indudable que uno de los mayores motivos de la fascinación que produce es esa continua sensación de verosimilitud y precisión totales, de penetración interior absoluta, dentro de su enorme rigor intelectual, que produce su lectura. Musil está lleno de ese gusto por el alto juego que se traduce en la creación de seres y acciones, pero del mismo modo que algunos de sus personajes se colocan en su línea de conducta en “situaciones límite” él lo hace en el campo de la verdad dentro de la estética. Leyéndolo, sentimos y comprendemos que es imposible ir más allá. Ésta es una de las dificultades y de los más claros motivos de fascinación que nos ofrece su obra.

Al mismo tiempo, esa fidelidad a la vida misma y el estilo realista determina la forma final de su novela. La lectura de En busca del tiempo perdido, por ejemplo, nos produce al final la sensación de que la primera línea de la novela estaba escrita ya en función de la última. Proust conocía de antemano su solución y su obra es un círculo cerrado. Lo mismo ocurre con La muerte de Virgilio, de Hermann Broch, o La montaña mágica y Doktor Faustus, de Thomas Mann. Para uno y otro, después de plantear las interrogantes esenciales, la acción se resuelve en la disolución y la muerte y, más allá de la trascendencia estética, éstas quedan en pie. Con Musil pasa lo contrario. El autor parece partir en busca de una respuesta definitiva sin conocerla, guiado por su intuición de artista y con la esperanza de que la misma acción, al plantear los problemas últimos, se la revele. Esto no quiere decir que Musil careciera de un proyecto formal para El hombre sin atributos. Es de sobra conocido que, como a Mann en La montaña mágica, planeaba cerrar su obra con el rompimiento de la Primera Guerra Mundial. La doble acción de la novela, la exterior y la interior, culminarían en este acontecimiento catalizador. Desde un punto de vista exterior, es obvio que la muerte le impidió llegar a este final; pero el desarrollo mismo de esa doble acción nos revela un impedimento de otra naturaleza, que está relacionado, por un lado, con el pensamiento de Ulrich acerca de que la única pregunta importante es cuál es la vida auténtica, que marca toda su búsqueda a lo largo de la novela y es uno de sus temas fundamentales, y por otro, con esa voluntad de Musil de no ofrecer a sus lectores sino la vida misma, sin ninguna respuesta falsa o provisional, que determina su forma narrativa. En uno de los parlamentos de la obra de teatro Los exaltados, Tomás, que en más de un sentido prefigura al Ullrich de El hombre sin atributos, y que como este expone en gran parte el pensamiento de Musil, afirma:

A Juan le faltaba, como a todos nosotros, ese tonto pedazo de credulidad sin el cual no se puede vivir, admirar ni descubir a ningún amigo, ese luminoso pedazo de tontería sin el cual no se puede ser un hombre capaz ni producir algo. Todo hombre, toda obra, tiene en alguna parte una falla que hay que disimular por medio de la charlatanería.

Como Ulrich en la novela, Musil rechaza esa necesidad. Por un lado, este rechazo determina la fisonomía de “el hombre sin atributos”, que no acepta poner sus cualidad al servicio de ninguna institución, ninguna forma de vida, ninguna moral establecida, porque encuentra que no llevan hacia la verdadera vida, con lo cual “los atributos” se quedan sin uso, pasan a ser inexistentes, por otro, obliga a Musil a buscar una respuesta auténtica que conduzca a la verdadera vida, la vida plena y abundante. En la novela, la acción exterior que consiste en la sátira crítica tendiente a demostrar la inefectividad actual de la sociedad y destruir los valores que culminan en el derrumbe del idealismo es llevada a cabo con relativa facilidad; pero cuando Musil, a partir del tercer tomo de la obra, se adentra en el “otro estado”, esa especie de misticismo laico, de unidad asentada sobre una polaridad, que Ulrich busca en la relación incestuosa con su hermana Agathe, y que llevaría a una elevación que mantendría al hombre en un estado de perpetua comunicación con el mundo, se encuentra con la contradicción entre el quietismo contemplativo y la actividad, con el problema del tiempo y la razón crítica. Esta búsqueda absoluta de lo imponderable marca toda la obra de Musil. Es el motivo que provoca las tribulaciones psicológicas del estudiante Törless y en el relato titulado “Grigia” conduce al protagonista a la muerte romántica por excelencia: la disolución en el mundo a través del erotismo. Pero en El hombre sin atributos se trata de encontrar una respuesta válida para la vida, se busca la realización de un nuevo dominio, ese milenio al que quieren dirigirse Ulrich y Agathe, aunque para llegar a él tienen que convertirse en “criminales”, aunque la sociedad. Musil no pudo llegar a la respuesta que permitiera hacer ese estado duradero para él y para sus personajes. Al rechazar la solución estética —Ulrich se ha negado también a sí mismo en el derecho de ser artista— llega finalmente al conocimiento trágico de que el hombre no puede hacer activa la contemplación, no puede hacer racional lo irracional, no puede permanecer en esa exaltada condición secular, y la novela se queda sin final, como historia de una búsqueda. Pero esta ausencia de final es precisamente su forma y la que más claramente la define. La imposibilidad actual de la respuesta se convierte en la imposibilidad de la novela, su forma inacabada expresa su contenido y la crítica de la vida que pedía Arnold se realiza a través de ella.


Reencontrado en Juan García Ponce. Ensayos sobre Musil. FCE: 2021.


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