[ lectura y crítica ] 

Traducción y religión — Severo Sarduy

Severo Sarduy (Camagüey, Cuba, 25 de febrero de 1937- París, 8 de junio de 1993) escritor, crítico literario, traductor, editor y pintor. Figura fundamental del neobarroco latinoamericano. Poeta desde la adolescencia publicó sus primeras creaciones en la prensa local de la ciudad de Camagüey. En 1956 se trasladó a La Habana, donde estudió Medicina mientras colaboraba con la revista literaria Ciclón, fundada por José Rodríguez Feo y Virgilio Piñera, lo que le permitió entrar en contacto con los escritores cubanos del momento, entre ellos José Lizama Lima, de quien siempre se sintió “el más auténtico heredero”, más tarde escribió en Diario Libre y Lunes de Revolución. Partió a Europa para realizar estudios de Historia del Arte y, después de vivir unos meses en Madrid, se instaló en París, donde realizó cursos en el Louvre y la Sorbonne. En 1965 empezó a colaborar en la mítica revista parisina Tel Quel, de teoría y crítica literaria. Cultivó por igual la poesía, la novela y el ensayo. A partir de 1979 dirige la sección hispánica de la colección Cadre vert de editorial Seuil, en editorial Gallimard crea la Nouvelle Croix du Sud (1991-1995), que vendría a revitalizar la Croix du Sud (1952-1970) iniciada por Roger Calilos (1913-1978). Es autor de las novelas Gestos (1963), De donde son los cantantes (1967), Cobra (1972), Maitreya (1978), Colibrí (1984), Cocuyo (1990) y Pájaros en la playa (1993). Entre sus ensayos destacan Escrito sobre un cuerpo (1969) y Barroco (1974). Algunos de sus libros de poemas son: Flamenco (1971), Mood Indigo (1971), Big Bang (1974) y Daiquiri (1980). Fue traductor al francés de Lezama Lima, Reinaldo Arenas, Manuel Puig y Sergio Pitol.  Recibió el premio Médicis en 1972 por su novela Cobra.

El ensayo que presentamos a continuación se publicó originalmente en el número 9-10, 1 de julio, 1981, páginas 82-83, de Revista Triunfo.

Nota de presentación, transcripción y edición: Vanessa Martínez Escobar.


Traducción y religión

Severo Sarduy

Descendiente de una familia de letrados de Ho-nan, Hiuang-tsang entró a los doce años, como novicio, a un monasterio de Lo-yang a donde unos siglos antes,  en el 66 de nuestra era, dos monjes indios habían traído algunos libros que tradujeron al chino. Fue entonces que se construyó en Lo-yang el primer monasterio budista, el del caballo blanco, en homenaje al que, según la leyenda, había transportado los preciosos manuscritos.

Versado en especulaciones teóricas, pero descontento con las traducciones chinas, Hiuan-tsang decidió partir, como tantos otros estudiosos, y también como un mono, hacia el occidente, a buscar los textos originales, entre otros, El tratado de las Diez y Siete Tierras, del cual se habían traducido algunos fragmentos y que elucidaba la práctica del yoga. 

El emperador de entonces prohibía que se saliera de China sin su autorización. El monje huyó por la Puerta de Jade. En dos años llegó al valle del Indus: pasó doce recorriendo la India, coleccionando los textos que conservaban el eco de un sermón pronunciado ante las gacelas de un parque. Volvió a China por el mismo lugar por donde había salido y desde allí suplicó perdón al mismo emperador cuyas órdenes, quince años antes, había violado. Fue recibido con banderas esplendentes y música de fiesta. El emperador escuchó el relato del viaje y propuso al monje… un ministerio, que este, con alambicadas cortesías, rechazó, para dedicarse a la traducción de las seiscientas cincuenta y siete obras que había traído, en parte, desde Nalanda, en una caravana de veinte caballos. Pasó veinte años traduciendo setenta y cinco de los textos más importantes del budismo. Un equipo de monjes y secretarios lo ayudaba a traducir y a copiar. Sus traducciones ocupan mil trescientos noventa rollos.

Si de todos los traductores célebres, desde San Jerónimo hasta mí, he escogido a este, de la dinastía Tang, que volvió a China en 645, es porque su vida es emblema del acto de traducir en lo que parece constituirlo: 

Desplazamiento: el traductor desplaza la palabra en el espacio de Nalanda a Lo-yang o de París a New York, pero desplaza, sobre todo, un sentido, que mantiene intacto a través de las adversidades, como si lo transportara con veinte caballos, de un cuerpo de significantes a otro. Su sistema es como el de Galileo: supone una órbita circular, es decir, un desplazamiento, pero siempre a igual distancia de un centro, el centro solar del sentido. 

Devoción: este desplazamiento, fiel, es en última instancia, de orden religioso: supone que hay una verdad primera, inicial, adánica, y que esta es accesible lejos y después del contexto en que fue escrita; el traductor confirma que hay una palabra revelada y que él, como un misionero jesuita en el Tíbet, la detenta y encausa. 

Hasta aquí, el arte de la traducción, tal y como lo vemos. La práctica de la traducción y su ideología pudieran subvertirse si consideramos que no hay texto original, que no hay fidelidad posible, que no hay, por una parte un lenguaje-objeto y por otra un meta-lenguaje que lo englobe y comente, que todo- desde las percepciones hasta los materiales que se emplean para escribir, sea tinta negra, seda, cuños y lacre o una olivetti lettera 32-, que todo es ya lenguaje, que todo, aún en el interior de un mismo idioma, es ya traducción. El texto «original» sería un décalage, una separación, una diferencia entre sus versiones, ninguna de ellas considerada por previa, como original; la misión del traductor, que nunca podría ser, como afirma la demasiado célebre frasecilla macarrónica, traidor, sería la de restituir no una palabra, un sentido, sino el movimiento de traducción, que en el interior de un idioma engendra al texto. El traductor sería siempre un traductor de traducciones, cosa que un prejuicio afín a la frasecilla operática considera como una barbaridad.

El arte de la traducción, como se ve, es menos inocente de lo que parece. Existe para confirmar una filosofía del origen, una manía de la precedencia y la prioridad, manía que, paradójicamente, gracias a la fidelidad de algunas traducciones, como las de Hiuan-tsang, el occidente comienza a criticar, a olvidar. 

Crisis religiosa: las máquinas traducen. No hablo de la calidad de esas traducciones, que casi siempre parecen obra de maniáticos o morones, sino del acto simbólico que consiste en confiar a la impertinencia de un aparato el manejo del sentido. ¿Cuál sería la actitud del autor-traductor ante esa intromisión? Apelo, para definirla, al arte que siempre precede a otros: la pintura. 

Durante mucho tiempo se pensó que la «respuesta» del lienzo a la cámara fotográfica era la abstracción. El pintor rechazaba figurar, representar: delegaba esos méritos a Kodak. Esa interpretación funcionaba demasiado bien para ser cierta: la respuesta de la pintura a la foto iba a surgir mucho más tarde con el actual hiperrealismo americano. No se trata de ir en su mismo sentido, pero más lejos y de lado. Llegar, en la representación, hasta la nitidez obsesiva, hasta el detalle ínfimo o alucinante; ir más allá: barajar, superponer la imagen a sí misma, hacerla plus vraie que nature, minuciosa hasta la compulsión.

Los hiper-realistas trabajan a partir de fotos: el cuadro las sintetiza, las revela y las desdice: reflejos, reflejos en los reflejos, poros, peinados pintados pelo por pelo, reducción de la habitación entera en el iris, la vidriera del Roxy, con sus lumínicos, y en ella, la vidriera de la acera de enfrente…

Puede ser que la respuesta del traductor a la máquina no esté, pues, en la subjetivación de su trabajo, en la marca insistente de su «personalidad», sino en una exacerbación de la exactitud, a la vez programada y paródica. S.S. 



Publicado el

en

Comentarios

Deja un comentario