[ lectura y crítica ] 

«Los raros» de Rubén Darío. Una pedagogía de lectura — Ismael Gavilán

Los raros de Rubén Darío. Una pedagogía de la lectura

Ismael Gavilán

En 1896, Rubén Darío publicaba en Buenos Aires Los raros. En aquel libro reunía una serie de ensayos, semblanzas y reseñas sobre autores contemporáneos poco conocidos en el ámbito hispánico de aquel momento. Darío, basándose en el formato que Paul Verlaine usara en Los poetas malditos, publicado en 1884 y ampliado en 1888 (el mismo año de Azul), efectúa una declaración personal de su gusto lector: lleva a cabo un audaz gesto al posicionar como referentes de lectura autores y obras que destacan por su modernidad, es decir, que establecen una ruptura formal, estilística y estética de especial relevancia y que nos ayuda a comprender los procesos de modernización cultural que se estaban llevando a cabo en Hispanoamérica entre fines del siglo XIX e inicios del siglo XX. Los seleccionados en el libro de Darío son, entre otros, Villiers de L’Isle-Adam, Paul Verlaine, Leconte de Lisle, Edgar Allan Poe, León Bloy, Jean Richepin, el conde de Lautréamont, Henrik Ibsen, José Martí y Eugenio de Castro. Por supuesto que hay otros nombres, pero han quedado hoy en el más completo olvido.

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Darío organiza y selecciona a los autores no sólo por su importancia, sino también por la identificación que siente con ellos. Por ejemplo, con Edgar Allan Poe: en su carácter saturnino y alcohólico no ve una limitación, sino un clarividente adelantado a su época. Por lo demás, los pocos cuentos de terror que Darío escribió están directamente inspirados en él y es posiblemente el primero o, al menos, uno de los primeros, en reivindicarle en la esfera hispana. Por otro lado, su interés por el conde de Lautréamont, el misterioso autor de Los Cantos de Maldoror, radica en la profunda oscuridad, ambivalencia y transgresión de su escritura. Darío es uno de los primeros en defender su obra en español (cuando el nicaragüense escribe, ni siquiera se conocía su auténtico nombre, Isidore Ducasse). Asimismo otro francés, León Bloy, causa en Darío una profunda admiración dada su capacidad de disidencia, de luchar contra viento y marea contra cualquier obstáculo cultural y de ser libre para opinar con intensa vehemencia. Todos estos perfiles, en general, son muy breves, pero permiten conocer un poco mejor, no sólo a esos escritores, sino también al propio Darío como lector. Es así que vemos una serie de actitudes y tomas de posición, el despliegue de un talante muy característico respecto de qué se busca en la lectura y de cómo se puede articular para uno mismo, un modo de leer. Desde esta perspectiva sería bien equívoco caer en el mismo error valorativo que durante años la crítica cultivó respecto de este libro: es decir, ver en esas semblanzas, reseñas y breves ensayos, una pretendida maquinaria crítica que falla por superficial, carencia de información o limitado aparato teórico. Lo errado de una minusvaloración así es pedirle a Darío lo que no es, un crítico al uso y olvidar o soslayar lo que sí es: un escritor que nos indica desde el ejercicio de su prosa cómo leer y qué leer.

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Los raros representa una de las obras clave del escritor nicaragüense, un texto que expresó gran parte de lo que serían las estéticas simbolistas hispánicas. Es un libro que revela una profunda cultura, riqueza y extensión de lecturas no tanto o solo de Darío, sino de una sensibilidad de época que, simultáneamente, se enfrenta a su tradición, la literatura   hispanoamericana que viene del siglo XIX como, por otro lado, se abre hacia la literatura contemporánea que rebasa las fronteras del hispanismo más tradicionalista. Hoy a la distancia, nos cuesta recordar que la idea o noción de literatura que existía en el ámbito hispánico e hispanoamericano desde, digamos, los albores del siglo XIX, estaba fundamentalmente arraigada en una serie de principios, valores y formas de comprensión lectora que habían devenido cada vez más estrechas, anquilosadas y propendían hacia un inmovilismo repetitivo de temas, formas y prácticas escriturales. Por un lado, la idea o noción de ver en la literatura un discurso de cohesión social en aras de una búsqueda identitaria y que valoraba nociones objetivas como el paisaje, la idea o concepto de nación, la épica que honraba a los padres fundadores de la Independencia, la descripción costumbrista de los hábitos sociales de las comunidades americanas. Por otro lado, se podía advertir el énfasis respecto al carácter público de las manifestaciones literarias en tanto arenga o textos edificantes de la personalidad, su talante moral y varias cosas semejantes. En esta manera de entender y asumir lo literario, la búsqueda de la expresión subjetiva y la distancia de sus prácticas respecto de una idea de goce o placer estético, eran vistos como elementos ajenos o escandalosos. La “buena literatura” era ante todo un discurso moral, edificante y público. Ante un panorama así, serán justamente escritores como Rubén Darío, pero también Julián del Casal, Manuel Gutiérrez Najera, Julio Herrera y Reissig, entre muchos más, los que pondrán en entredicho esa asunción y entendimiento de lo literario. 

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Los raros de Rubén Dario puede verse entonces como una provocación, un desafío, un manifiesto y la instauración ampliada, correctiva y muy singular de un canon que confirma una nueva sensibilidad estética. Una sensibilidad que hace de lo excéntrico, lo peculiar, lo único y lo no hispánico, parte fundamental de su afán de modernidad: ir hacia otro lado, salir de los límites culturales impuestos por la tradición y renovar, subvertir y ampliar desde la lectura, las formas de entender lo literario. Quizás por ese motivo es posible ver a Los raros como un gesto de modernización múltiple: inaugura una sensibilidad crítica que no teme vérselas con el cuestionamiento de los modos de leer el presente que entran en colisión con la sensibilidad de su época; establece una metodología de lectura que implica asentar los criterios de comprensión en relación al estatuto estético que las obras sustentan desde su propia retórica, más que entender la lectura como una admonición moral adosada a las obras que aborda. En esta metodología de lectura, Darío inscribe para nuestra literatura la idea o noción de lo “anormal”: la rareza como algo fuera de foco, como un gesto que puede provocar y asimismo puede dislocar. En ese sentido, Los raros es una celebración. Porque la rareza no es tanto modélica, sino más bien ahondamiento de una sensibilidad que arraiga en el misterio, lo exquisito, lo excéntrico, lo ambivalente, lo sugestivo, la insinuación. Su campo de acción abarca el mundo de los sueños y de las pesadillas, el cuerpo y sus excesos, una idea de ebriedad que no solo es etílica, sino también espiritual. Un llamado a cincelar la sensibilidad ampliando la percepción hacia lo sinestésico con sugestivos cruces hacia lo visual y sonoro. Una metodología de lectura que invita a fijarnos más en la manera que en lo que se dice. Y todo ello, sin duda, enfatizando el carácter estético de la gestualidad hermenéutica, es decir, el afán gratuito e inútil de configurar un decir y, por ende, una forma de ser. Una sensibilidad que se afianza en el modo de sentir en la imaginación y en sus oscuridades seductoras más que en la admonición moral de un deber aclaratorio. Pero también Dario inaugura en Los raros lo que llamaría una pedagogía de la lectura, es decir, una enseñanza de cómo leer y desde dónde leer aquello que se vuelve significativo. En Crítica y ficción, Ricardo Piglia nos recuerda de manera vehemente cómo Borges construyó todo un canon literario personal desde el que quería ser leído: Kipling, Chesterton, Stevenson, Swift, Conrad. Un canon excéntrico de autores, por aquel entonces, “secundarios”. La justificación de esta estratagema, según el autor de Respiración artificial, sería que las ficciones fantásticas, irónicas y metafísicas de Borges no habrían podido mantener la compostura ante una lectura de “orden mayor”, es decir, si hubiesen sido leídas desde la gran novelística representada por Marcel Proust o Thomas Mann, por ejemplo. Pero esta toma de posiciones no es, sin embargo, exclusiva. Está presente en los opacos recovecos de autores que permean su canon hacia lo inverosímil para que hagamos de ellos una sombra. Pienso acá, por ejemplo, en Jorge Teillier, cuya ambivalencia seductora entre lo culto y lo popular, lo masivo y lo secreto, camufla una sensibilidad exquisita que se arraiga en un mundo onírico y lúdico de densidad inusitada que no es fácil de calibrar. Las referencias a textos tan disímiles como El tesoro de la juventud, el Peneca o Ecran, por un lado, como por otro, alusiones explícitas y veladas a Julio Verne, Romeo Murga, Dylan Thomas, Alberto Rojas Jiménez, Alan Fournier o Lewis Carroll implica aprehender un universo en extinción que es abarcado en un poderoso caleidoscopio que reverbera con lo nimio, el detalle y el fragmento. El caso de Juan Luis Martínez es similar: es ya parte del mito que rodea su efigie saber qué libros leyó, cuales marcó, qué títulos sustrajo en préstamo permanente para hacerlos suyos, cuáles se constituyeron en sus referencias laboriosas. Los nombres asaltan sin orden ni concierto: Aldo Pellegrini, Henry Van de Velde, Lionello Venturi, Lewis Munford, Juan Eduardo Cirlot, Jacques Derrida, Jean Baudrillard, Abraham Moles. En Martínez, el canon deviene biblioteca. Pero sin duda son muchos los autores que a lo largo de la historia han cubierto sus espaldas con el apoyo de aquellos a quienes admiraban, creando así a sus propios precursores. Los ejemplos abundan y son fértiles tal como el caso de las genealogías vanguardistas del surrealismo que dibujan una estela donde los desvaríos del conde de Lautréamont, el malditismo de Charles Baudelaire o las metáforas absolutas de Arthur Rimbaud, bebedor de metal fundido y privilegiado huésped del Infierno, constituyen una aventura vital e imaginaria. 

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Como puede apreciarse a través del arbitrario abanico de múltiples ejemplos que acabo de mencionar, el gesto de Rubén Darío en Los raros implica entonces un aprendizaje genealógico para explicitar menos una influencia que otorgar una guía de lectura. Eso es lo que me parece singular de este escritor: la capacidad de establecer claves de sentido para ver cómo y por qué es posible recuperar y constituir, una inflexión o movimiento por el que una sensibilidad reinterpreta formas y figuras menospreciadas, o directamente desconocidas, con el propósito de desarticular un canon agotado. En la selección que Darío efectúa de los escritores de su libro, ellos representan una especie de ejercicio mimético de conductas ideales en donde vida y estética se despliegan y se diferencian de lo común pero no hasta el punto de constituirse en islas, ya que la condición de raros, malditos o excepcionales se vuelve compartida. Así, desperdigados en diversas épocas y lugares, los reúne su nombre, y por ese mismo acto los autoriza. Es entonces cuando, entre la admiración y la polémica se puede percibir que lo que Darío propone es una especie de caleidoscopio de figuras recortadas sobre el claroscuro de una construcción leída a través de la mirada del mismo Darío. Eso nos lleva a pensar que en su caso, como en el de tantos otros escritores, referirse en apariencia de modo crítico a la vida y obra de distintos autores es, en el fondo, llevar a cabo una autobiografía oblicua que evidencia una enseñanza otorgada por el ejemplo. Una pedagogía desde la lectura: leerme es leer a los otros que soy yo mismo.

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En Los raros, algunos de los autores cuyas biografías Darío recrea quizá puedan ser imaginados como sus precursores, en el sentido borgeano, o en el de Raymond Queneau: plagiarios por anticipación. Pero también, en un gesto más audaz, como sus contemporáneos, independientemente de que sean o no sus coetáneos. Quizás una contemporaneidad anacrónica, una relación íntima y a la vez distanciada respecto del propio tiempo como por ejemplo la de Baudelaire con la modernidad que exalta en su escritura y su vida y rechaza en el moderno burgués. Contemporáneo de Edgar Allan Poe o, más lejos todavía, de Fra Domenico Cavalca, místico medieval cuya obra recupera con sensibilidad y erudición, en torno de una estética compartida pero sobre todo de un género: contar la vida de los otros. Una contemporaneidad entonces, que estaría dada más por la comunión en el carácter excepcional de los artistas seleccionados que por las fechas y la cronología. Es posible entender mejor entonces el interés de Darío por construir la vida de esos escritores en los que se reconoce o podría llegar a reconocerse, como una estrategia orientada a alejarse de una tradición para construir otra en la que se presente su propia idea de la literatura y para apelar a la formación de nuevos lectores en aras de esa promesa llamada “poesía moderna”. Un gesto que podría reencontrarse en el renovado interés que la biografía de escritores despierta en otros escritores y artistas y donde pienso en Marguerite Yourcenar cuando escribe sobre Mishima o cuando Soma Morgenstern hace lo suyo sobre Alban Berg o Joseph Roth. Interés que se despliega fascinante hacia el cine cuando narra la vida de escritores y artistas, sus conflictos con ellos mismos y con la sociedad, tal como aparecen, por ejemplo, en películas como Tom y Viv (1994) sobre la tempestuosa relación de T. S. Eliot y Vivienne Haigh-Wood; La pasión de Camille Claudel (1988) sobre la vida de la malograda escultora; Carrington (1995) en torno a la singular relación entre la pintora Dora Carrington y el escritor Lytton Strechey o más recientemente, biopics como La novia del viento (2001) sobre Alma Mahler o Paula (2016) sobre la pintora Paula Modersohn Becker.

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En Los raros de Darío se articula una especie de proyección que sustentará una poética. Una poética que recala en el disfrute de la lectura y en la epifanía implícita en ese instante de intensa identificación entre autor y lector capturado por Roland Barthes cuando expresó que el texto literario (el Libro) transmigra a nuestra vida, cuando otra escritura (la escritura del Otro) consigue escribir fragmentos de nuestra propia cotidianidad, es decir, cuando se produce una “co-existencia”. Acá es posible imaginar una relación con el otro que trasciende el mero biografismo y construcciones estereotipadas, sean académicas o históricas, de pretensión totalizante. Sería como una relación de simpatía ética y estética en la que interesan los matices, la discontinuidad, y por ende, un ejercicio de imaginación que posibilite el acercamiento y el reconocimiento como un juego de identificación en el que las biografías, viñetas o diseños “biográficos” se desplieguen en variantes que van de la admiración a la irrisión y el absurdo en un movimiento de homenaje y a veces de conjuración de fantasmas para así recuperar, en la lectura, el gesto gratuito del deseo de jugar e imaginar.


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