[ lectura y crítica ] 

Premoniciones de Eugène Ysaÿe — Benjamín Carrasco

Premoniciones de Eugène Ysaÿe

Benjamín Carrasco Bravo

Altura imponente, platónico y presencia penetrante. Ernest Christen, clérigo en Génova y uno de sus estudiantes, lo describiría incluso como de una “majestuosidad colosal” capaz de inflamar con su presencia al entrar en escena. Le recordaba la vieja raza de gigantes que caminaban sobre la tierra, sólo si esta también hubiera usado los sombreros de ala ancha que pintaba Rembrandt. Tal era Eugène Ysaÿe, intérprete excéntrico, violinista estrafalario. Aunque más allá de la Sonata para violín y piano en la mayor de César Franck —pieza a la que está unido por dedicatoria—, nos parece más digno de recuerdo una notable circunstancia biográfica y quizás hasta un último hecho premonitorio de cuantos encumbró empresa: uno de los más extraños intentos operísticos de los que se tenga noticia. Nos referimos a cómo, ya a una edad y enfermedad avanzadas, concentró sus esfuerzos para escribir una ópera en valón, una lengua regional de Bélgica, que tituló Pier Li Houyeu (Pier, el minero), probablemente la única ópera escrita en lengua valona hasta nuestros días.

Sabemos que la comenzó a componer en sus años berlineses y para la cual incluso Jules Laforgue estaba originalmente encomendado a escribir el libreto. La ópera está inspirada en un paro de trabajadores del carbón que tras una escaramuza con la policía torna en un conflicto armado. Ysaÿe, quien presenció este hecho a los diecinueve o veinte años, lo retomó a manera de testimonio cinco décadas más tarde. Una mujer de capataz, quien tras ver a un huelguista colocar una granada en el edificio municipal, se precipita a tomarla y arrojarla. Antes de poder deshacerse de ella, la granada explota en sus manos y la mujer sucumbe en el acto.

Ysaÿe habría intentado acabar la ópera de la misma forma, sólo que en su caso aferrándose a un último puñado de entusiasmo a la par que combatía la vejez y una diabetes que le costaría incluso la amputación de una de sus piernas. En parte lo consiguió, hasta que un desmayo fulminante lo separó definitivamente de la conducción. La ópera fue estrenada el 4 de marzo de 1931, estando él internado en la Clínica Laruelle de Bruselas. Ysaÿe viviría pocos meses más.

Su muerte, a pesar de estar pasado de época, no dejó de ser un acontecimiento entre los conocedores y admiradores, siendo asistida en Bélgica con toda la parafernalia a la altura de un duelo nacional. Con él partían las últimas muestras de una tardía época romántica augurada por Paganini, transmitida a Ysaÿe por sus grandes maestros Vieuxtemps y Wieniawski. Junto a su tumba, un discípulo tocaba las últimas piezas en su honor, quitando las cuerdas de su violín para arrojarlas sobre el ataúd.

Tres días duró aquel velatorio, para luego dar paso al tránsito que lo llevaría al cementerio de Ixelles guiado por cuatro caballos emplumados por la Avenida de la Corona. Allí estuvo Jacques Thibaud y Vincent d’Indy (quien moriría pocos meses más tarde), también la Reina Isabel de Baviera, de quien Ysaÿe fuera su instructor personal, y un joven argentino, Remo Bolognini, su último pupilo. Allí se escuchó el postrer adagio que iniciaba ese largo duelo, el de su propio Poème élégiaque (op.12).

De aquí en más está el hecho de cómo su tiempo también fue capaz de volverle la espalda. Poco duraron las exequias cuando el manto del olvido ya apagaba los fulgores finiseculares que encarnaba Ysaÿe. A las galas de su funeral le siguieron opiniones que constataban el cambio de época que él mismo alcanzó a comprobar en vida. Dos semanas después de su muerte, se publicaba un artículo en la prensa parisina:

Eugène Ysaÿe era un anacronismo. Admito que era un buen músico, pero había olvidado que el estilo artístico se había convertido en su época en mal estilo; que los pantalones anchos, las corbatas de tonos brillantes y el pelo de actor trágico no indican necesariamente genialidad. De hecho, no necesitaba ninguna de estas cosas. Ysaÿe buscó la popularidad a través de una serie de medios de segunda fila que hoy han quedado relegados a su verdadero lugar fuera del mundo del arte. Tenía instinto para la música (su interpretación del cuarteto de Debussy era prueba suficiente de ello), pero carecía de gusto —o más bien tenía mal gusto, que es peor.

Ese anacronismo del que hablaba la necrológica parisina ya la había reconocido Ysaÿe tiempo antes. Se remonta a su primer abandono de Europa, cuando asumió la conducción de la Orquesta Filarmónica de Cincinnati en 1918. Para un tardo-romántico educado en la ciudad de Renoir, Manet, de Maupassant; también en la de Mallarmé, sin mencionar a los poetas simbolistas y decadentes, nacido en las selvas negras de la región de Ardenas y quien hubo absorbido de esta su naturaleza mística y el instinto por la belleza que tienen sus habitantes —atributos que aún podían asignarse antes de la época moderna sin sonarnos excesivamente pomposos—, para un tardo-romántico, decíamos, conducir obras de Stravinsky, Bartók, Schönberg y Malipiero, verdaderas candelas del nuevo refinamiento al que se conducía la música clásica, le hacían a Ysaÿe ver su ocaso y su camino ensombrecer. Lo que en su momento lo caracterizaba por su vitalidad y gestualidad, ahora lo hacía parecer anticuado o como una vulgar forma de exhibicionismo. En una última confesión, el hasta entonces “rey del violín”, como se le alcanzó a llamar, manifiesta:

Conduzco sus obras, aunque muchas veces no las entiendo. Son deformes, anárquicas… me hacen sentir aturdido […] Tal vez, habiendo dado mi batalla, me he quedado sin aliento. En lo profundo de mí albergo la esperanza de estar equivocado. Pero lo cierto es que estoy fuera del movimiento moderno, he perdido contacto con él. No sé qué busca la idea moderna […] No sé si me he vuelto viejo y estúpido. Toda mi vida he sido rebelde, pero la composición moderna me parece caótica. A menudo me da la impresión de ser una gigantesca patraña inventada por un cerebro brillante pero totalmente destructivo. Tal vez he vuelto a caer entre los que se entierran en el pasado, y que deciden detener la evolución con el pretexto de que es una ilusión.


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