[ lectura y crítica ] 

En el anochecer azul del mundo — Bastián Desidel Escurra

En el anochecer azul del mundo

Por Bastián Desidel Escurra

El que puede cargar con su soledad
tiene todavía hombres en su interior

(Odysseas Elytis)

  1. Al fin, el inicio de la calle 

Para hablar de la poesía de Rubén Jacob, me resulta imposible no pensar en el café Lübeck, situado en una de las calles secundarias —no por eso menos concurridas— de Quilpué. En este tuve por primera vez noticia del Boston. Un amigo, y familiar considerable, traía como obsequio algunos libros entre los cuales se acomodaba la Poesía completa del poeta. Admito que, al retornar a casa, me vi en pugna entre el interés que suscita conocer la obra de un poeta que vivió en la misma ciudad en la cual yo había vivido casi la totalidad de mis años, y el tumulto de otros libros significativos que acompañaban este ejemplar. La extrañeza que sobrevino a la primera lectura —casi inmediata por lo demás— fue inevitable. No podía entrar, y si lo hacía por segundos me sentía expectante de un suceso el cual no terminaba de comprender. Pues hoy, al pensarlo, casi como una premonición tardía, reparo en él y lo emparento aún más con la poética de Rubén Jacob. Pienso cuánto desconozco los locales que esconde la Galería Colonial, totalmente ajenos a los que habitan en mi recuerdo; pienso en el frontis de la Iglesia de la ciudad, una reja negra que inhabilita el paso; pienso en el pequeño altar con vitrinas que se encontraba a su izquierda y que fue víctima de un secuestro fallido —sus ornamentos se encuentran presa de una “doble jaula de seguridad”— y en el hermetismo del cual padece el local colindante, sólo franqueable mediante el recuerdo de los primeros libros ilustrados de la Biblia, que mi madre me compraba para que aprendiera a leer. Pero, ¿qué relación guardan estas evocaciones de cariz personal con las lecturas que se pueden desprender de este poeta?

  1. Divagaciones de lecturas sobre la angustia de un viejo caminante

La ciudad es uno de los factores comunes entre el poema de T.S. Eliot, «El “Boston Evening Transcript”» —matriz de las Variaciones—, y los poemas que componen el conjunto de Rubén Jacob. Al situarnos en la experiencia citadina de recorrer las calles y locales que ambientan nuestros entornos, podemos observar cómo se trasponen edificaciones, plazas, locales —algunos con más significados que otros. A través de los vestigios y las novedades es que se erige la “nueva ciudad” fruto devenido del desarrollo y el avance incontrolable del tiempo; más aún, si nos detenemos a reflexionar —caso del observador agudo— sobre la ausencia en sus calles y grietas, las pinturas en las murallas, aún se deja ver un rastro, un color, un guiño de algo perdido en los días. Retomando la experiencia literaria, pienso en la figura del flâneur para aproximarse a la voz poética que se mueve en El Boston. Walter Benjamin, quien trató en diversos ensayos al flâneur en la poética de Baudelaire, nos recuerda que “en el mundo citadino se erige el hogar del flâneur”. No hay que ignorar la posición favorable y armonizante de esta figura con las conductas del observador, comenta Benjamin sobre Les Fleurs du mal, ya que, a pesar de verse dentro de la naturaleza de su espacio, siempre reconoce su diferencia con lo observado, su soledad dentro de la multitud, la identidad de una calle que le es imposible integrar.

Hay ecos que me devuelven a la poesía de Jacob: notorio es el paseo por la ciudad, un ritmo reconocible en aquellas multitudes, símil al ritmo de la vida, que “Se remueven en el aire de los pinos”, “Ondean con el viento que llega desde el mar”, ya sea “Buscando los Sonetos Italianos / O el Necronomicón” o a los que ”[…] divagan en los cafés nocturnos”. Los versos de estas Variaciones se nutren de este movimiento citadino, pues la ciudad se contiene a su vez en la estela de los pasos de sus habitantes, la vacuidad de los edificios clausurados. ¿Quién mejor que el flâneur para seguir huellas en la ciudad? 

Así pende entre las calles el hablante, identificando su lejanía eterna con toda figura que se yergue, reconociendo la imposibilidad de retener esa esencia que le permite integrar por momentos la unidad con los sucesos, ya que esta lo devuelve a sí mismo en su culminación. Situando un ejemplo, la voz poética que enuncia puede ser la sombra de un hombre que al salir de la proyección de una película, se devuelve a la sala de cine, alejándose de las multitudes que se dispersan por las calles, para volver a verse, una vez más, frente a la pantalla, que ahora yace apagada. Sin embargo, la figura del flâneur no permite asir en su totalidad al poeta que reflexiona y transita por los versos del Boston Evening Transcript, puesto que rápidamente la figura abandona el ejercicio de la caminata —al menos como eje central en la presentación de sus versos—, en tanto actividad placentera. La distancia particular del flâneur torna en violencia frente a la voz. La ciudad se transforma en paraje extraño, produciendo una sensación de desarraigo en torno a la disposición del hablante. El desarraigo produce el extrañamiento de la voz. Las calles que se sentían repletas de gente ahora se colman de ausencia: “Recuerdo entonces que anduve / Junto a la multitud errante y dolorida / agolpada en los semáforos” (Variación XVIII)1; las figuras humanas desaparecen, solo podemos escuchar los pasos del hablante deambulando, intentando arraigarse al ensueño de una “ciudad interior”2, visualizada a través de las grietas de la ciudad presente, descascarada como una muralla ante la humedad. Como nos recuerda Kavafis —con halo premonitorio—: “La ciudad te seguirá”. En esta nostalgia se deja ver la pérdida de los significados y significantes, la constatación de la metamorfosis espacial que tiende a un desconocimiento de lo antes conocido; el peso del transcurrir temporal se vertirá sobre el poema, haciendo más impropios los lugares de la ciudad. Aquella distancia en la que se posiciona el hablante, que transcurre en lo corpóreo respecto a las multitudes, transmuta en la duda espacio-temporal. “Yo venía del tráfago de las ciudades / Huyendo del carnaval amargo del ruido / Y de los funestos desahogos agrios / Como un fantasma perdido”, se lee en la Variación XIX, prosigue con los versos: “¿Es que provenimos del inicio de las edades/ Y nos movemos despaciosamente/ Hacia el fin de los siglos?/ ¿O retrocederemos al pasado/ Como en la máquina del tiempo?”. La aparición de las figuras atemporales evocadas mediante la palabra y la memoria —ya sean las conocidas referencias literarias, políticas o familiares— no son ni por asomo mera casualidad, mención facilista, recurso estilístico o acrobacia intelectual. La intencionalidad de las evocaciones se remite ante la posibilidad de poblar la desolación, una manera de traer esperanza a la melancolía de la calle. Es la potencialidad del conjuro: una evocación que atiborre el ocaso —o que al menos retenga su caída por unas horas, la cristalización del recuerdo antes de ser recuerdo. Pero la posición de desarraigo conlleva a una visión melancólica que desemboca en la conciencia de muerte, la fugacidad vital, la imposibilidad de cristalizar el momento:

Tened cuidado
El pasado en las ciudades
Se confunde con el futuro
Ayer anteayer pasado mañana
Hace treinta años Hoy
Dentro de un mes la semana próxima
Horribles expresiones palabras inquietantes
Que presagian la temida muerte

(V.XIX)

La condición permanente de la muerte, como parte del estado natural de las cosas, permite la convergencia de escenarios tras la difuminación del espacio-tiempo y la angustia, ante la imposibilidad de resolución de la vida: “Yo ya debo irme pronto / Quiero estar en casa / Muchos días falté de allí / Y deseo arreglar mi entierro / […] / Hasta pronto entonces querida prima / Nos veremos otra vez algún día” (V. XIX). Así el tiempo y su flujo toman formas latentes en el hablante. La evocación se desplegará mediante la “búsqueda de comunión” en constante enfrentamiento a la “carencia del otro” —en palabras de Octavio Paz—, pues en esta búsqueda de comunión, mediante las evocaciones, frente a la duda del espacio-tiempo se erige el intento —bello e inútil— de sacralizar la memoria. La atracción que ejerce el recuerdo y la evocación del hablante, permite al tiempo (dígase pasado, presente y futuro) reposar en un solo espacio: la calle.

Pero la idea de la convergencia del tiempo no corresponde solamente a un tema de fondo. La ausencia de puntuaciones y comas es parte del proceso escritural intencionado que Rubén Jacob deja entrever en su producción literaria. La pausa versal, como diría Denise Levertov, nos revela aquel proceso de pensar/sentir —y viceversa— del poeta. En este caso, estas pausas nos demuestran el intento de capturar una simultaneidad palpitante en la ciudad y, a la vez, el ritmo del proceso de reflexión y evocación del hablante ante la evanescencia de las figuras que lo rodean. Si se atiende a Marcelo Pellegrini en uno de los ensayos contenidos en Confróntese con la sospecha, dicho “simultaneísmo” se da en aquel intento de capturar las múltiples existencias de elementos en la escritura (lineal). Aquella reflexión que sostiene el hablante en las Variaciones, no sería un “atropello” de la realidad, más bien, es el mismo torrente de pensamientos que mana en la persona, voz expuesta a los estímulos que nacen de la ciudad y que promueven la reflexión ante el tiempo. No sería casual la coda a El Aleph de Jorge Luis Borges, ni la forma en que leía Rubén Jacob sus propios poemas3.

El hablante poetiza, por decirlo de alguna forma, de una manera pendular. Los versos oscilan entre su memoria, la potencialidad de la evocación y la resquebrajada ciudad. Instantes álgidos se pueden leer en la Variación XXII: “Ah Días sin huellas / ¿Es el amanecer o el anochecer? / Nunca más nunca más por fin / ¿Quién eres qué ocurre? / Me estás matando / Te encuentro / Me acuerdo de ti”. Otro ejemplo lo apreciamos en la Variación XX, donde se encuentran los siguientes versos de ambiente punzante, pues asir la figura y el espacio se dificulta aún más: “Comienza el Begin Perfidia Noche y día / Corazón Loco Sibonei Vereda Tropical / La Canción de Septiembre / Abril en Portugal Frenesí / La calle donde tú vives / ¿Pero dónde estás tú? / A los suscriptores del Boston Evening Transcript”.

Si atendemos al punto de inicio de las menciones, podemos identificar una cantidad de espacios públicos (estadios, plazas, sindicatos, teatros) y privados (la casa de los padres y la propia) que se encuentran íntimamente ligados con el reconocimiento de la soledad. La vacuidad de las calles y las casas ocurren como una silenciosa avalancha, y los significados que el hablante otorgaba a ellos sucumben ante el paso del tiempo. Quizás una de las mejores ilustraciones sobre esta reflexión poética, suceda en la afirmación eliotana: “Todo tiene su lugar y su tiempo / Tal se dice en el enigma de las rocas colgantes / El mundo nace y va creciendo / Y va deshaciéndose / No como una explosión sino como un gemido” (V. XVIII). Aquel tiempo y lugar ya no son los mismos, el significante ha quedado vaciado de significado, por lo que el hablante asiste a aquel deshacerse de la ciudad —a estas alturas por qué no él mismo—, disolviéndose en el gemido lento de los días. Distintos versos a lo largo del poemario nos dan señales del deterioro vital en las que el espacio está inmerso, si atendemos a la Variación II podemos leer: “Por si alguien apareciera / Detrás de la mampara / Tantos años que vengo haciéndolo / Sin que nadie aparezca”. En la Variación XIV nos dice: “Por eso ya no iré más a la estación ferroviaria / De San Francisco de Limache / En esa inolvidable construcción antigua / Las vigas de roble y las vías están podridas / Ya no corren los trenes / Trepidando en la creciente oscuridad”. E incluso si nos remontamos a la Variación XX, se nos constata: “Paredes desconchadas / En la cercana finca de mis padres / No hay rastros Nada se oye / […] Se terminaron mis últimas andadas / Una tras otra se apagan las farolas / Nunca más rondaré por allí”. La degradación melancólica en que yacen estos lugares me lleva a pensar en el tiempo como un viento indiferente erosionando dunas, pero también murallas y plazoletas. Retornar siempre deja el sabor y la impresión de posicionarse en el lugar de inicio, lugar que ha cambiado sus inscripciones a un lenguaje ajeno. 

La degradación del espacio también implica la “carencia del otro”. Esta se visibiliza en la noción de ausencia de personas que, hace instantes, merodeaban por las calles: “No había voz alguna en la atardecida calle / Así ha sido desde siempre / Y lo seguirá siendo / Por los siglos de los siglos” (V. XXII). Pero si la misma ciudad, la cual funcionaba como un nido, transmuta en terreno hostil, si las voces amigables trasvasijan en turbio tráfago y lo que creíamos conocer nos ha sabido tan extraño, si ya no quedan: “[…] vestigios / Ni un rostro bello ni un rostro difuso”, si “Está todo oscuro oscuro oscuro“, ¿cómo el hablante ha de enfrentarse al tiempo que consume los espacios donde vio florecer la vida? 

Mediante la evocación que realiza la voz al momento de mirar la calle, y en esta ver el tiempo, y en el tiempo a las figuras —como queriendo traernos una palabra—, dichas presencias no solo nos comparten su calidez, su esperanza, también arrastran su espacio-tiempo hasta la calle que observa el hablante. Podría decirse que la calle se torna aquel “punto impropio” en donde se cortan dos líneas paralelas, en este caso dos “tiempos”, los cuales se avizoran desde espacios como la casa. Permítaseme traer la idea de Bachelard respecto al dinamismo de la Casa y el Universo. En este caso, la Casa tiende a ser el espacio en donde nacen las evocaciones relacionadas a la vida personal del hablante, búsqueda de respuesta en la pregunta eliotana, el rescate de aquella memoria: ¿Dónde está la vida que perdimos viviendo? Rubén Jacob pareciera buscar la respuesta “hacia dentro”, mientras que la Calle será espacio de la universalización, donde emergen distintos personajes de tiempos recónditos,  sitio en cual florece la posibilidad de la deriva, el intento imposible de compartir con Borges los versos de Ungaretti en una plazoleta (V. XIII) o pedir respuestas a Kant sobre los juicios sintéticos a priori, entre la casa y una estación ferroviaria (V. XIV). De esta manera, se abre la posibilidad de la vida no vivida, mediante la lectura. Caminar la calle se perfila como caminar el tiempo perdido en la posibilidad (común será la simbolización de las evocaciones, espacios, como si fuese el tiempo), el intento de rescate, el traer a nosotros la figura de los desolados y engullidos por sus días, para decirles que no estamos solos dentro de nuestra soledad.

La universalización actúa a manera de abismo, extremando la tensión en que se desenvuelve esta poesía, ya que la particularidad vivida en la Casa se ve también acechada ante el paso del tiempo, es la muerte el fin del tiempo propio, más no del paso de los días. La voz poética nos dirá: “Vendrá un tiempo no sé cuando / Y no sabremos el nombre de lo que amamos” (V. XXII). Todo se sumerge en un olvido y un desconocimiento de lo que fue nuestra vida. La Casa también está expuesta ante la universalización amenazante, si imaginamos dicha tensión de unificar todo fenómeno en una unidad, la muerte, y la Casa como una estructura cerrada que soporta los embates de este abismo. En el Boston, el tiempo se ha colado por las ventanas, umbrales y cerraduras, ampliando lentamente el fracaso inevitable de vencer el fin. En la Variación XIX, el hablante dice: 

Me fuí un día
En mi corazón resonaba perdurando
El estridor de las cigarras
En mi casa deshabitada durante ese lapso
Únicamente alojó el silencio
Y el tiempo penetró por las ventanas
En mi ausencia ahí no residió nadie
Ni amigos ni parientes
Solamente el tiempo penetró por las ventanas

(V.XIX)

El único lugar de protección ante el tiempo, ese espacio de identidad y particularidad, ha filtrado la angustia. ”Pero a qué tantas especulaciones / Si al fin de cuentas siempre estaremos / Como apátridas solitarios / En distantes planetas o en esta tierra baldía” (V. XX). La muerte acecha detrás de las reflexiones del hablante y le recuerda que las evocaciones no son inmortales. Sírvase la Variación XIV: “[…] Como si la multitud fuera el tiempo / y el tiempo fuera el mar / Y el mar fuere la noche Y la lluvia / Y la noche fuere el existir / Y también el tiempo y la muerte”. ¿Cómo hemos de rescatar a esas “Muchas personas amadas alguna vez / Seres ya perdidos de mi mirada”? La memoria se diluye. A pesar del resguardo en estas figuras, la condición efímera de la evocación es sabida, pues el hablante no puede hacer eternos los sucesos, la posibilidad baja su telón. Cae la noche en la ciudad, como si los signos se despidieran de nosotros, al final de la calle, que es el tiempo. “Seguramente entristecido / Con una tranquila decepción con cierto desencanto”, solo queda la aseveración “Sobre cuán bella fue la vida / Y cuán inútil” (“Coda sobre un texto de J. L. Borges”), y la seguridad de que “No podemos hablar con los muertos / Ni recobrar el tiempo la transitoria lluvia / Es por lo mismo que tampoco yo pregunto / Porque llegó la oportunidad / En que hablar o callar da lo mismo” (V. XXI).

  1. Al final de la calle el inicio

Creer en la gratuidad de la mención en las variaciones, sería caer en un piso falso. En la poesía de Rubén Jacob no terminan de desfilar los amigos y familiares, los poetas y novelistas ya olvidados, lo que más hace pensar en  la existencia de un “disco” girando en contra del sentido horario por debajo de las baldosas, o una fuerza que moviliza una cantidad no menor de engranajes ocultos a la vista. No es menor cómo se empapa de una esencia revisitada, un ejemplo podría ser la traducción de Pound al poema anglosajón “El navegante”, o los versos de Eliot que dictan: “This is the hour for which we waited. / This is the ultimate hour / When life is justified. / […] /  at such peace I am terrified. There is nothing else beside”; inclusive versos de Le Cimetière marin de Paul Valery. Jacob sitúa al lector dentro de la angustia tan natural, e inevitable, del ser humano producida por la toma de conciencia de la finitud carnal.

Grandes obras se han escrito bajo este halo dentro de la misma región. Un ejemplo es la de su amigo Hugo Zambelli, con su libro: De la mano del tiempo. La existencia de esta tradición y su despliegue nos invita a posicionar a Rubén Jacob como uno de los grandes poetas de la Quinta Región. Mucho le queda por ofrecer a The Boston Evening Transcript, sin aún mencionar Llave de sol y Granjerías infames, pues espero que sean más los lectores de su poesía.

Tras volver a la lectura de este poemario, herido por el afán de conocer a esos escritores que uno admira secretamente, solo me queda pensar en cuántas veces pudo Jacob caminar las mismas calles en las que me detuve golpeado por un halo de nada, cuántas filas, cuántas plazas, cuántas noches; queda agradecer a los bellos amigos, que en un café vacío nos acercan El Boston, con la cariñosa indicación de quien presenta una novedad entre las hojas. Pues hay noticias que no dejan de transcurrir en su destiempo y hay sombras que no cesan sus pasos, su eco habita el final de la calle recomenzando, preguntándose: ¿Dónde está aquella vida que perdimos viviendo?

Quilpué, 2020.

Notas

  1. Las Variaciones se referencian mediante V.+n, según lo requiera el caso. ↩︎
  2. Debo este término a Sergio Holas y su artículo Plegados del cuidado. La ciudadanía y la ciudad en Las cosas nuevas de Ennio Moltedo. ↩︎
  3. Registros de su lectura pueden consultarse en la grabación realizada en la Universidad Viña del Mar en el año 2009. ↩︎

*Una versión adaptada de este ensayo se encuentra en La calle silenciosa. Recepción y lectura de la poesía de Rubén Jacob (Ediciones Altazor, Viña del Mar), en prensa.


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