La literatura es una práctica social heredada.
Escribimos porque antes otros han escrito,
para decir con nuestras palabras lo que otros dijeron entonces
o no llegaron a decir con las suyas, sobre un mundo
de experiencias concretas o mentales.
Waldo Rojas
No recuerdo exactamente cuando supe por primera vez de La tierra baldía. De seguro que fue aún en mi último año de adolescencia, cuando todavía no abandonaba la ciudad natal para estudiar literatura. Quizá distanciado por el poco entusiasmo que me despertaba en aquel tiempo la lengua inglesa, habré adquirido el libro en la traducción de Jaume para inmediatamente colocarlo con los otros libros del estante que estaba en el comedor de casa. Cuando ingresé a la universidad, es posible que me haya animado definitivamente a leerlo, no exactamente por cursar algo relacionado a esa literatura, sino porque comencé a leer a Dylan Thomas. Asumir rápidamente un escepticismo frente al mundo académico obliga a buscar propias lecturas. Solía ir a la biblioteca de la Facultad de Arte, nutrida en poesía, a sacar el ejemplar de Thomas y tantos otros que alimentaron mi interés hasta hoy indemne. El camino del lector entusiasta de poesía será solitario, además de que sabemos que quienes leen poesía lo hacen, salvo excepciones, porque hay un lenguaje que buscan en la medida de que buscan el suyo, el propio. El lector de poesía casi siempre quiere escribir un poema.
Recuerdo haber comprado con el primer pago de un trabajo académico la poesía completa de Eliot en la Librería Crisis, cuando esta aún era atendida por su fundador. Se trataba de la traducción de José María Valverde. Si bien para aquel momento ya me había encariñado con la de Jaume y trataba de balbucear torpemente el original en inglés, la de Valverde me permitió constatar algo que había pasado por alto, de seguro por su obviedad: la posibilidad de traducir incluso de manera notoriamente distinta ciertos versos. Con Valverde confirmé aquello que tanto se nos advierte de La tierra baldía, es decir, que se trata de un poema que se hace con la lengua inglesa rica en sus variantes dialectales, para enunciar muchas veces desde la potencia coloquial de las mismas, sin obviar un despliegue polígloto que además ejecuta el poeta. Se trata, en cualquier caso, de un poema complejo en el nivel de cómo Eliot trabaja con el idioma. Diríamos que es una dificultad bastante concreta, pero tal vez no tanto para quienes no han residido en Inglaterra o no han tenido un acercamiento más vernáculo a la lengua en cuestión.
A pesar de todo, es un poema que desde la primera vez que lo leí me ha fascinado de sobremanera. Aún sin comprender dichas variantes o cuáles son los guiños culturales en dichas articulaciones, aún sin reconocer algunos lugares como King Williams Street o el London Bridge, siempre hubo algo cautivador en aquellas nominaciones, como si hubieran nacido rebeladas frente a su referencialidad respectiva más inmediata, como si pesara más su ritmo que los nombres ya dados. Me atrevo a decir que este ha sido uno de los mayores logros de nuestro poeta: doblegar y acumular a los más diversos referentes concretos para expandirse en el ritmo nuevo del poema moderno. Naturalmente que los nombres de calles, puentes o ciudades siguen allí, indicando; una lectura en un sentido semántico jamás es deleznable y se torna, dado el caso, necesaria. Sin embargo, no es solo el gesto de señalar, sino que también el acto de ritmar los espacios ya nominados por las comunidades del mundo lo que reside en La tierra baldía. De lo contrario, creo que no podría yo, como lector, sentirme mayormente interesado.
Ya terminando mi primer año de universidad, conseguí mi tercera versión de La tierra baldía: se trata de una realizada en Chile por Fernández Biggs. De momento, es la que mejor he ponderado personalmente. Ya el primer verso es traducido de forma mucho más evocadora. Recuerdo notarlo inmediatamente. Para ello sería prudente comparar las tres versiones que ya he referido. En primer lugar, Jaume traduce el verbo final -que advierte un inevitable encabalgamiento- como “pues engendra”. Equívoco a mi parecer, dado que el original es el gerundio “breeding”, sin mediar conjunción alguna: el “pues” de Jaume es por ello innecesario, aunque la elección del verbo sea acertada salvo por su traducción en presente simple (el gerundio posee una proyección distinta: es un vocablo estirado, más aún si encabalga). En otras palabras, Eliot no escribe una relación explícitamente causal entre “April is the cruellest month” y el “breeding”; suponemos dicha relación dada la contigüidad de los verbos, y con ello ya debiera bastarnos. En segundo lugar, Valverde traduce “criando”, lo que también se acerca al verbo original y, sobre todo, a su conjugación. Personalmente, no repararía en nada. Pero, en tercer lugar, Fernández traduce “engendrando”. Si bien se toma la licencia de añadir más sílabas al verbo original, me parece que es más fiel a lo rotundo de un inicio como el de La tierra baldía: superlativo en la medida de que se nos habla del “mes más cruel”. Sobre esto último, tanto Valverde como Fernández deciden traducirlo así -“mes más cruel”-, mientras que Jaume traduce “el más cruel de los meses”, perdiendo rotundidad en el enunciado. Ahora bien, lo que hace que yo elija la traducción de Fernández al menos en este verso por sobre la de Valverde es lo siguiente: el verbo “criar” es ambiguo; “engendrar” es, por otro lado, más físico y necesariamente violento respecto de que surjan “lilas de la tierra muerta”.
Retorno sobre el logro que más arriba advertí de nuestro poeta. El poema que cataloga, que acumula referencias de diversos ámbitos, está obligado a equilibrar dicho afán con un ritmo que no nos fatigue, es decir, que disponga sus herramientas discursivas no con el mero propósito de rellenar, sino de disertar por medio de un lenguaje único la extensión de las cosas más diversas: de allí la obligación de no amarrar la palabra a su referencia más inmediata. Desde el catálogo de las naves de La Ilíada, pasando por la Comedia de Dante, un puñado de sonetos de Góngora, hasta llegar a algunos poemas de Rubén Darío o Apollinaire, al Altazor de Huidobro e incluso a catálogos más intimistas como lo serían algunos textos de Vallejo, Neruda o Pizarnik, o más políticos como los de Cardenal o Ginsberg, lo verdadero es que en todos ellos descansa un estilo, una forma que no se contenta sólo con un afán de inventariar elementos, sino que esta aún reluce pese al riesgo de estancarse en una especie de lista. El poeta que desee enumerar debe conocer de antemano los riesgos y las potencias de dichos afanes: el peso del sustantivo es mucho mayor, la dependencia del verbo debe reducirse, entre otras eventuales reglas. Pienso al caso en el poema “Bienes” de Teillier o “La paz, la avispa, el taco…” de Vallejo.
Eliot cataloga no solo ubicaciones urbanas por medio de la nominación, sino que cataloga dentro de la narrativa del poema cartas de tarot, versos de otros poetas en sus idiomas respectivos (Verlaine, Baudelaire, Nerval, Upanishads, etc.), melodías (Tristan e Isolda o la canción de cuna “London Bridge is falling down”), además de expresiones en otras lenguas (“Bin gar keine russin, stamm’ aus Litauen, echt deutsch”). Todos estos elementos aparecen, se cruzan, irrumpen y se interrumpen en tan solo cinco poemas -433 versos en total- que componen La tierra baldía. Es, ciertamente, toda una hazaña retórica y, para nosotros, un gran e imposible desafío hermenéutico. No podemos sino recordar poemas que tuvieron pretensiones similares antes de que Eliot comenzara a escribir su poema: pienso en Prosa del Transiberiano o de la pequeña Jehanne de Francia de Cendrars y en “Zona” de Apollinaire. Ambos, me aventuro a decir, auguran la aparición de nuestro poema nueve años antes. Sin embargo, Eliot intenta resolver otras cuestiones: sin duda que aprende -y muy bien- de estos textos, pero su manera de catalogar las cosas escapa, por un lado, al pathos narrativo de Cendrars (Eliot se decanta por el personae), mientras que, por otro, ausculta en otras formas de referencialidad que Apollinaire no ejecutó, como el quiebre idiomático.
Me niego a ver la historia de la literatura como un quehacer evolutivo: es altamente probable que los mejores poemas de nuestra historia ya se hayan escrito. Los poetas modernos luchan contra esa probabilidad a la vez que la asumen: sujetos contradictorios en un mundo que cada vez los necesita menos, se embarcan en una empresa que solo puede ganarse perdiendo (Enrique Lihn dixit): el poema moderno nace en la perdida, en la imposibilidad declarada de que la palabra poética tenga lugar. Sin embargo, allí donde hay imposibilidad de decir, el poeta moderno se atreve a hablar. Es por ello que establecer que Eliot “superó” las formas de referenciar de Cendrars o Apollinaire -muy fascinantes por cierto- no sería lo más pertinente. Más bien, cabría considerar que nuestro poeta se enfrenta a otras preocupaciones estéticas y rítmicas que desembocarán en formas distintas de aludir a lo ofrendado por el mundo moderno. Si Eliot es superior a Cendrars no sería por algo como esto.
Advertido aquello, solo he tratado de bosquejar uno de tantos triunfos que Eliot, como poeta, logró para su propio lenguaje. Las victorias de los poetas son esas: no sobre otros poetas, sino sobre el estilo personal, sobre esas palabras que primeramente yacen incómodas ante el decir del poeta y que luego brillan por sí mismas. Allí el poeta ha triunfado, ha dado con las palabras que reclamaba aquella imagen que se le ha presentado. La imagen aparecerá, existirá para nosotros lectores de palabras, gracias a la precisión de sus vocablos correspondidos: la tarea del poeta es encontrarlos y otorgárnoslos.
Esto nos conduciría a pensar en cuál es esa gran imagen que es La tierra baldía, y por qué los vocablos requeridos para dicha imagen han sido otros preexistentes, además de ese cruce polifónico de dichos vocablos, imágenes, intertextos, melodías, lenguas, en fin, de todo aquel catálogo desplegado para nosotros, aturdidos cuando ya se nos aparece el doceavo verso en dialecto alemán en “The burial of the dead”, o cuando sale al paso un extracto en cursiva del Tristán e Isolda. La lectura más difundida indica que se trata de un retrato del mundo moderno con su latente crisis de los discursos que han sostenido una aparente estabilidad social, económica y psíquica entre los individuos -valga la redundancia- modernos. Inspirado en una leyenda medieval sobre un rey que tiene condenado a su reino a la esterilidad, como también en la efigie de Tiresias, el poema recurre a imágenes vinculadas al ciclo estacionario, al brote de las flores, al acto sexual, a la presencia del agua no como símbolo de vida sino de muerte (ahogo), a la degradación de la tierra, entre tantas otras. Es un poema plagado de imágenes o, mejor dicho, es una gran imagen reconstituida a partir de otras ya existentes. Algunos lo han llamado collage, aunque para mí el collage no pasa de ser un ejercicio dadaísta, una superposición visual que solo descansa en su intrascendencia por desconfigurar las perspectivas aleatoriamente. Creo que aquí hay la exactitud de un decir que sólo puede enunciarse por medio de otras voces. Es esa posibilidad entre la imposibilidad. He ahí su gran mérito. Un verso del quinto poema, “What the thunder said”, reza: “These fragments I haved shored against my ruins”, es decir, “Estos fragmentos he apuntalado contra mis ruinas” en la traducción de Fernández. No creo que haya otro verso que resuma de mejor manera la empresa que acá se nos ofrece: la tentativa ante la rendición, el abordaje frente a una muerte segura.
No significa que esta sea la única forma de dar con los vocablos que la debacle de nuestro mundo reclama. A cada poeta cada imagen: Huidobro la hallaría en su Altazor, Vallejo en su Trilce (ambos vocablos inventados), Baudelaire en sus flores enfermizas mientras que más tarde Apollinaire lo haría con sus Alcoholes. Con todo, La tierra baldía se nos ofrece como una poética, como una manera de entender no sólo la complejidad del mundo moderno, sino también las grandes dificultades que enfrenta el quehacer literario, sobre todo luego del síntoma aquel que fueron las vanguardias. Si algo constataron fue la posibilidad y necesidad expresiva de otra cosa, de otras imágenes hasta ese momento no aparecidas o apreciadas, al momento también de admitir una sensación de agotamiento expresivo de los idiomas. ¿Cómo dar con los vocablos que la imagen de un tren a toda velocidad necesita? ¿Puede el soneto lograr la imagen de un ser inventado que surca los espacios acumulando en sus retinas todo aquello que ve, visiones que además se deforman en la convencionalidad de nuestra imaginación? Aparece la necesidad de acumular las visiones, de revivir la dimensión del catálogo: el mundo se ha vuelto tan complejo, que el lenguaje y el espacio deben abrirse paso. Gracias a que Mallarmé modeló en su Tiro de dados una disposición tal que nos libera de los convencionalismos espaciales de una escritura vertical, es que podemos acogernos a las múltiples dimensiones que la letra necesita ahora para cifrarse: cursivas, mayúsculas, versos escalonados. Permitido aquello, La tierra baldía adopta el espacio como el lugar para apuntalar sus propias imágenes.
El poema de Eliot camina por lo desfondado: no elogia la precariedad del mundo, aún consciente de ella y sabiendo que no puede rehuirla; intenta volver al canto, al ritmo primordial, al canto wagneriano, a los Upanishads, a las canciones infantiles, a la Comedia; enfrenta la esterilidad del mundo, esa tierra baldía, con los efectos que nos convocan en cuanto sujetos de cultura: la música, la literatura, el arte, la arquitectura, el idioma mismo en cuanto fenómeno hecho de signos, de metáforas. Todo aquello que creemos estamos a punto de perder lo recuperamos cada vez que leemos La tierra baldía. Ella nos enrostra la destrucción agigantada del mundo, al mismo tiempo de poder ejecutar todavía un arte tan arcaico como es el de enunciar versos: el tono es tan distinto al que podríamos recrear de un aedo o de un trovador, sin duda, pero se hermana finalmente con esa tradición hasta ahora permanente de la palabra poética, de confeccionar, de urdir un decir que sea engendrado en una comunidad que aún pueda y necesite oír su eco.
Febrero, 2025


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