Kafka, precursor de Kierkegaard
Por Marcelo Varas Miranda
«Todo grito de soberbia humana acaba en grito de angustia»
(Nicolás Gómez Dávila)
En 1952, Jorge Luis Borges, ensayaba en Kafka y sus precursores que cada escritor forja sus propios precursores y que su labor transforma nuestra visión del pasado, como debe también transformar el futuro. Siguiendo esta línea, Borges revela varios autores que anteceden a Kafka, pero en los cuales ya se encuentra presente la sombra del escritor checo, entre ellos, figuras tan disímiles como Zenón de Elea, Léon Bloy, Robert Browning y el filósofo danés, Søren Kierkegaard. Sobre este último, Borges nos ofrece una clave fundamental para adentrarnos en su relación con Kafka: «La afinidad mental de ambos escritores es cosa de nadie ignorada; lo que no se ha destacado aún, que yo sepa, es el hecho de que Kierkegaard, como Kafka, abundó en parábolas religiosas […]”. En efecto, la huella de Kierkegaard sobre Kafka es inconfundible en sus obras, Kafka lo deja ver en una de sus Cartas a Oskar Baum en 1918: «Kierkegaard es una estrella pero brilla sobre un terreno casi inaccesible para mí […] yo solo conozco Temor y temblor”.
La cuestión parece evidente, existe un claro hilo conductor que enlaza a Kierkegaard con Kafka. El uno se alimenta del otro. La obra de Kafka modifica la concepción del pasado, la de la obra de Kierkegaard; Kafka, por su parte, hace de Kierkegaard su precursor porque en obras de Kafka, como El proceso, se pueden encontrar ciertas reminiscencias del filósofo danés. La lectura de Kierkegaard puede iluminar como faro a la de Kafka, puesto que en esta se presentan varias vías de salvación para los angustiosos dramas internos suscitados en los personajes kafkianos.
El proceso, novela inacabada, narra la historia de Josef K. empleado de un banco, de vida monótona y mediocre, vida que se ve irrumpida un día en que al despertarse en su habitación se ve rodeado de guardias pertenecientes a un Tribunal desconocido y coaccionado por una Ley también desconocida. Josef K. niega su culpabilidad (no sabe de qué) durante toda la novela: “¿Es usted inocente?, preguntó. Sí, dijo K.”. La única preocupación de Josef K. se concentra en escapar de este proceso desconocido recurriendo a todo lo que esté a su alcance, a todo lo que tenga que ver con el Tribunal, porque en El proceso todo es Tribunal.
K. recurre al abogado Huld, quien ofrece como solución la confesión de su culpabilidad y la fe en el proceso: “Confiese en la primera oportunidad. Solo entonces tendrá una posibilidad de escapar, solo entonces”. También recurre al pintor Titorelli, quien le señala que no existe vía para escapar al proceso, solo se puede optar a una dilación mediante diversos recursos procesales dispuestos por el Tribunal, como la absolución aparente o el aplazamiento indefinido. K. rechaza cualquier tipo de auxilio para su caso, jamás se resigna y emprende una lucha en solitario hasta el final en su proceso, y esto, la falta de aceptación de su condición, lo transforma en un angustiado más.
He aquí el punto que une a Kafka con Kierkegaard, justamente, referido por Borges: el religioso, en especial el cristiano. El mismo Kafka confiesa el lado de sí mismo que se inclina hacia ciertos aspectos de la doctrina cristiana: “Cumplo los requisitos del cristianismo (sufrimiento por encima de la medida general y culpa muy especial), y hallo mi refugio en el cristianismo”.
¿Dónde radica esta relación religiosa? Quizás, para comenzar, se deba responder primero a la siguiente pregunta: ¿Quién no es Josef K.? Josef K. no es un hombre de fe. Y aquí está la raíz de su tragedia. En Temor y temblor, Kierkegaard sostiene que, llegado a cierto estadio de conciencia, el ser humano puede ser capaz de resignarse ante la desgracia, como lo hizo Abraham al escuchar la orden de Dios referente a sacrificar a su hijo Isaac, aceptando el dolor y dejando todo de lado: “Renuncio a todo, este movimiento lo hago por mí mismo, y si no lo hago es porque soy cobarde, blando, indolente […] Este movimiento lo hago por mí mismo, y lo que con ello gano es a mí mismo y mi conciencia eterna”. Este movimiento, el de la resignación infinita, vendría a ser un tipo de concepto que apunta a la renuncia de los deseos y expectativas terrenales con el fin de alcanzar una reconciliación con lo divino. Josef K. no alcanza jamás este punto porque no confía en la divinidad, confía en sí mismo, es seguro de sí mismo, arrogante: “Sinvergüenzas”, exclamó, “os regalo vuestros interrogatorios”. Josef K. vendría a ser el contrario del caballero de la fe, Abraham. Aquel hombre que está por encima de lo ético, que se resigna infinitamente a perder lo más preciado que tiene, Isaac, pero que al mismo tiempo es capaz de obtenerlo todo gracias al movimiento de la fe, aquel acto de confianza absoluta en lo divino y que trasciende a la razón humana y las normas generales de la ética. “Es necesario un valor puramente humano para renunciar a toda la temporalidad, para ganar la eternidad, mas yo la gano, y no puedo en toda la eternidad renunciar a ella, es una contradicción en sí misma; pero es necesaria una paradoja y valor humilde para captar toda la eternidad en virtud del absurdo, y este es el valor de la fe. Por la fe Abraham no renunció a Abraham, sino que por la fe tuvo Abraham a Isaac” No se puede entender a Abraham en términos humanos. La fe, para Kierkegaard, es aquella paradoja en la que se acepta el absurdo, absurdo que Josef K. es incapaz de siquiera vislumbrar, porque él recurre a métodos humanos para intentar solventar su proceso, en cambio, el Tribunal de El proceso es, como muy precisamente apunta Pietro Citati, “[…] secreto y manifiesto, oculto y aparente, invisible y muy visible: como lo es Dios”. Y es necesario un acto semejante al que apuntaba Kierkegaard, un salto de fe, un enfrentamiento con el abismo, una aceptación de la paradójica realidad para atisbar en algo lo divino. Citati coincide: “Para llegar al corazón del Dios de El proceso, debemos repetir la paradoja que ha torturado a casi toda conciencia religiosa. Ese dios tan trascendental, tan distante y lejano […] es al mismo tiempo, inmanente al mundo, está presente en la realidad infinita, hasta en la que más debería repugnarle”.
Ahora bien, lo que no hace Josef K., sí lo logra realizar aquel campesino de la parábola “Ante la ley”, que es narrada a K. al final de la novela por un sacerdote, parábola que K. tampoco es capaz de entender. El relato es simple: un campesino llega a la puerta de la Ley, puerta que solo existe para él, en donde hay un guardián. El campesino ruega al guardián para que lo deje entrar. El guardián se niega. No obstante, el campesino se sienta al lado de la puerta durante toda su vida a esperar su momento de entrar. Al final de su vida pregunta al guardián: ¿cómo puede ser que, en todos estos años, nadie más que yo haya solicitado entrar? Y el guardián responde: “Por aquí no podía entrar nadie más, porque esta entrada te estaba a ti solo destinada. Ahora me iré y la cerraré”. Kafka, como Kierkegaard, rozaban el misterio con sus cabezas, sabían que no es posible ir más allá.
Entonces, ¿quién es Josef K.? Una pista para adentrarnos en esta pregunta nos la entrega Gershom Scholem en su correspondencia con Walter Benjamin: «le aconsejaría comenzar cualquier investigación sobre Kafka a partir del Libro de Job». Y justamente, el caso de Job también es un tema recurrente en la obra kierkegaardiana, y en La repetición lo ve así: “Job es como el enorme alegato de la parte humana en el gran litigio entre Dios y el ser humano, el minucioso y horrendo proceso que comenzó cuando Satanás creó la discordia entre Dios y Job”. ¿Quién es K. sino un sujeto puesto a prueba y en un constante litigio con la divinidad? Si K. no se parece a Abraham, entonces se debe recurrir a Job para saber quién es. Porque Abraham no puede existir sin Job ni Job sin Abraham, como señala Roberto Calasso en El libro de todos los libros: “Abraham encontró su contrapunto en una figura tardía, aislada, abrupta, de la Biblia: Job. Si Abraham era la gracia no basada en el mérito, Job era la desgracia no basada en la culpa. Uno llamaba y requería la presencia del otro”. Job sufre, K. sufre. Job es inocente, K. también. Ambos claman por justicia. En ambos subsiste la esperanza de obtener un debido proceso, de obtener respuesta y exactamente en este punto parece consistir la tragicidad del mundo kafkiano: existe esperanza, pero no para nosotros. ¿Job se equivoca? Sí, porque la palabra de Dios es inequívoca, no existe tribunal más alto que el que lo juzgó. ¿K. se equivoca? Sí, porque no existe Tribunal más alto que el que lo juzgó. ¿Job y K. tienen razón? Sí, también, porque erraron ante Dios, este es el absurdo. Ambos exclaman el mismo grito de dolor, experimentan el mismo horror a lo sagrado, al Tribunal engañoso, a la realidad contradictoria. Pero existe una gigantesca diferencia entre ambos: Job piensa que ninguna explicación humana le es útil en su situación, que respecto a Dios, toda su angustia es solo una falacia, y aunque él no pueda encontrar la solución, confía en que Dios sí será capaz de hacerlo, por esto Dios lo recompensa devolviéndole todo. En cambio, Josef K., en términos kierkegaardianos, sigue sin resignarse ni tener fe; sigue confiando en que podrá revertir su situación, sigue encadenado a un deseo que nunca podrá alcanzar dentro de la fragilidad de este mundo, y mientras lo siga haciendo, seguirá partiéndose el cielo sobre él, seguirá siendo acosado, seguirán yendo a buscarlo dos verdugos para asesinarlo.


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