De tribus y cofradías
Por Ximena Ceardi
SANTIAGO, SIN PENA NI GLORIA
(extracto)“… Como quien sobrevive a duras penas
cruzamos la década (80´) con el credo en la boca
mientras el café ateo y revolucionario
iba enfriándose, enfriándose, imperceptible,
como el mármol en la memoria
de Armando Rubio, de Rodrigo Lira
para siempre en la Trinchera Literaria,
esa minúscula salita estudiantil
que presidió Eduardo Llanos, el poeta y el amigo.
En su prosaica sencillez, estos nombres fulguran
en un paréntesis que permanece abierto en la historia
de tanta muerte sin rostro de un pretérito absurdo
cuando el punk empezaba a pronunciarse
algo así como “no future”Por los pasillos del Pedagógico en Macul”.Desencanto General (Ediciones Altazor, 2019)
MÓNICA
1973, Santiago
Corre marzo del 73 y Alejandro Pérez, de 17 años, pisa la Universidad por primera vez. Quiere ser psicólogo. La Escuela de Psicología de la Chile está entonces en el Campus de Macul, el actual Pedagógico, el mismo que conoció su vecino porteño Neftalí Reyes en los 20 del siglo XX cuando en los jardines había piletas con yacarés.
La estación de las hojas que bailan y mueren pilla al poeta viviendo en Puente Alto. Con Frantz Fanon en tomo de bolsillo en el velador. Sobre “la biblia” de Psicología General 1 de Luis Soto Becerra, se infiltran las poesías completas de Edgar Allan Poe y los discos de Led Zeppelin que resuenan en el tornamesa de su primo Carlos.
Simultáneamente, el “mechón” toma otras notas y va identificando a los compañeros de curso más afines, los que se topan en la biblioteca buscando lo mismo (la revista Bohemia, por ejemplo), o coinciden en alguna marcha de apoyo al gobierno popular… o alrededor del “recreativo pitito”, como cariñosamente le llama. Tanteos van, tanteos vienen.
“El primero de los cercanos es un argentino de Buenos Aires, Hernán Alegría, izquierdoso, pelotero juvenil en la Unión Española, ya enamorado de una compañera y adicto a la poesía. No lo sabemos aún pero en menos de un año él y toda su familia regresarán al país vecino. Me invita a unos mates en su casa por la Plaza Chacabuco y seré su vecino por un corto tiempo. Me hace reír. Me pide que lo acompañe a un trámite a la embajada Argentina pero está cerrada. Es el día nacional de los trasandinos”.
Por ahí conoce a un alumno de Educación Física que es ya una celebridad, el “Chino” Carlos Caszely, gran animador de la fiesta mechona. Por Filosofía se ve al profe Eduardo Carrasco, Quilapayún, otro célebre.
El último invierno democrático transcurre entre pensiones en Maruri y los poemas inmortales que “Quimantú para Todos” ha puesto al alcance. Atardeceres no muy lejanos de la Avenida La Paz, del Cementerio General, ideal para leer a Poe.
Semanalmente el tren Mapocho-Puerto garantiza la cháchara y las risas en la segunda clase. Pero apenas el vaivén adormece a los viajeros, Alejandro saca “Punta de Rieles” de Manuel Rojas -”En verdad, me leí casi todo Manuel Rojas a bordo de ese tren”-. Es agosto y aprueba todos los ramos.
Lo que sigue es un septiembre que trastoca toda la narrativa.
“En marzo volvemos a clases a repetir el primer año. Esta vez los más afines del año crucial nos juntamos, nos abrazamos constatando que estamos vivos; machucados pero vivos. La alegría y la tristeza se arremolinan en la juguera de los sentimientos. Somos Miguel Tapia, QEPD, Eduardo Llanos, Sergio José González, Alfredo Molina y un servidor, todos adictos a la literatura, a la poesía, un vínculo tan precario y tan humano. Un refugio de nada y para nada pero necesario como el aire, sobre todo en el siniestro Santiago de esos días”.
De acuerdo con las órdenes militares, no pueden andar más de tres personas en grupo. Son cinco: una multitud sospechosa. Una reunión privada de cinco personas leyendo poemas puede ser un complot de Moscú. Hay que extremar cuidados. Para no llamar la atención como potenciales subversivos, optan por un código: Mónica.
La clave funciona más o menos así: “me encontré con la Mónica y tiene ganas de verte. Me dijo que te dijera que la vayas a ver el miércoles a las cinco”. Y se juntan el miércoles a las cinco en casa de Miguel, un ángel de armas tomar. Leen de lo propio y de lo ajeno.
“Mónica” es un indicio de una complicidad que toma medidas de autocuidado bajo la bota. Y los versos fluyen caudalosos, contumaces como sus autores prácticamente anónimos.
Para 1976, Alejandro Pérez milita en la clandestinidad del Partido Comunista. Las heridas del Golpe son recientes aun y la seguridad de la resistencia está siendo brutalmente vulnerada. Las personas desaparecen. Días de pesadilla: el miedo se incorpora a la rutina del país, al paisaje cotidiano. La agresión sicológica viene de distintos frentes: los constantes patrullajes por cielo y tierra, más la de la prensa y la televisión controlada por los militares. Todo el ambiente es hostil, intimidante. “El asedio a la psiquis se infiltra por la tinta que escurre por páginas y páginas borroneadas en raptos solitarios. Mucha escritura automática, sobre todo en la noche, fuga del pensamiento por laberintos tortuosos y un caos de imágenes desafortunadas o crípticas, incomprensibles, carpetas para comentar con el siquiatra, nada digno de publicar como arte. “Fragmentos Laberínticos” llamé a ese conjunto de esperpentos catárticos que afortunadamente se extravió”.
La resistencia cultural se congrega en las peñas folclóricas donde músicos, actores y poetas intentan preservar y continuar las expresiones artísticas de la izquierda, la tradicional izquierda. Desde La Fragua en Santiago, laten y ofrecen señales de una vida que respira por múltiples heridas. Chile vive en estado de sitio.
En el ámbito de las letras, Enrique Lihn imparte un taller entre 1974 y 1975 en el que incursionan unos desconocidos Juan Luis Martínez y Raúl Zurita, al alero del Departamento de Estudios Humanísticos de la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Chile.
Mimeografiados, unos versos de Zurita llegan a manos de José Miguel Ibañez Langlois, quien desde su tribuna con la rúbrica de Ignacio Valente “raya la papa” y “raya la cancha” de lo que ha de leerse, desde el suplemento Artes y Letras de El Mercurio capitalino.
Mientras Lihn intenta salvar el ejercicio de la poesía y la lucidez desde “la Chile”, en la Universidad Católica, Roque Esteban Escarpa, quien será funcionario del régimen un par de años más tarde como director de la Biblioteca Nacional, alberga por esos días a Armando Rubio, Eric Pohlhammer, Teresa Calderón y Natascha Valdés.
El tren pasa por el túnel del tiempo…
LA TRINCHERA LITERARIA
1978, Santiago
Eduardo Llanos está haciendo su práctica en terapia Gestalt. Tiene acceso a una pequeña oficina donde atiende consultas. Pero se abre también para recibir a otros desviados ávidos de poesía. Circula por ahí una antología de jóvenes: “Poesía para el Camino”, editada en 1977 por la Vicerrectoría de Comunicaciones de la Universidad Católica. El grupo se dedica a comentar los aciertos y desatinos del impreso, y a parafrasear la producción con ridículas parodias.
Es otoño y llega el también poeta Armando Rubio buscando un refugio que lo escude de los francotiradores y comisarios ideológicos. Es el mismo Armando quien bautiza ese rincón como La Trinchera Literaria, una guarida blindada contra milicos y alguno que otro sectario de la izquierda más dura. Sergio José González, pasa por ahí de vez en cuando. Está inventando un taller: “Pleamar”. Busca a Alejandro para regalarle libros de Manuel Rojas. Rodrigo Lira, aparece y desaparece. Jaime Collyer, que escribe unos muy buenos cuentos, se deja caer y para la oreja.
Pero la trincherita también tiene una logística y funciona como oficina de informaciones de cuanto concurso existe, con sus respectivas bases. Le apuntan a dos, totalmente distintos. “Residencia en la Tierra”, de la Unión de Escritores Jóvenes UEJ, no les tinca. Ese lo ganan Memet, Esteban Navarro y Gustavo Adolfo Becerra.
“Llanos fue muy enfático cuando me sugiere que participe en el primer concurso de literatura universitaria (sic) “Palabras para el Hombre” de la Agrupación Cultural Universitaria ACU. Reuní los 100 versos y se los mostré a Llanos. Movió la cabeza y me dijo: “yo quiero que ganes, que estés entre los diez y tú tienes cosas mejores, esas cosas breves, los “comunicados”…”

Jaime Collyer ganó en cuento. Y en poesía, en orden de llegada: Alejandro Pérez, Rodrigo Lira y Armando Rubio. O sea, La Trinchera Literaria. Para la entrega de los premios, asisté el Comité Central del Partido Comunista y Matilde Urrutia, viuda de Neruda, al centro, en primera fila. Cuando llega su turno de leer, Alejandro lo hace mal. La audiencia ríe… Está a punto de aclararle al respetable, y a garabato limpio, que lo suyo no es chiste. Fabio Salas, que asiste al tiempo que termina su 4to Medio, le comentará mucho tiempo después que la risa fue inevitable en el contexto. “Parodiar a Neruda frente a su viuda debió ser chistoso. Pero recuerdo una encantada Matilde entregándome el premio y felicitándome con un buen abrazo”, acota Alejandro.
Como era un concurso nacional, los resultados tienen difusión en los medios. Un ex compañero del Instituto Linares —Roberto Soto Urra— se entera en Constitución leyendo La Bicicleta.
Pero en 1978, hay también otro concurso nacional con características muy diferentes y algo polémico, el de la Secretaría Nacional de la Juventud, de los jovencitos de la dictadura. Eduardo Llanos evoca a Juan Bosch, político, presidente de su país, y escritor (“Dos Pesos de Agua”) quien ganaba los concursos de la dictadura a la que se oponía. No es una simple humorada sino una burla con morisquetas y gestos obscenos. Un dedo ahí mismo donde duele. El enemigo ideológico tiene una gran debilidad y la Trinchera Literaria la aprovecha: no hay mucho talento literario entre los jóvenes de sus filas. Ganan.
La entrega de premios es en el Hotel Tupahue, en el centro de Santiago, con buen cóctel y las cámaras de TVN; gran asistencia de uniformes de gala y de damas de gala. Como el Señor Corales de ese circo, Benjamín Mackenna, vestido todo de blanco, da la bienvenida. Al ver las cámaras, Armando Rubio, que estudia Periodismo, advierte: “nos van a hacer muchas preguntas pero sólo una es la clave que van a editar y esa hay que aprovechar”, o algo así. Y así fue.
—¿Qué piensas, qué te ha parecido este concurso nacional de la nueva juventud en Chile?
—Bueno, yo no tengo ninguna simpatía por la Secretaría Nacional de la Juventud, no me representa, y en verdad estoy muy sorprendido de que hayan premiado a las personas que premiaron— espeta Eduardo Llanos .
El del micrófono sigue distraído y termina la entrevista. Los poetas se lanzan como marabuntas a los canapés. El petit bouché está bien…
Pocos meses después muere Armando Rubio; y, al año siguiente, para el día de su cumpleaños, se suicida Rodrigo Lira. Para entender el significado de estas muertes hay que retroceder en el tiempo.
CARTAPACIO
Diciembre de 1980, Santiago
Alejandro Pérez siente ganas de conversar. Le ronda la idea y el deseo de volver al puerto. Vive en Román Díaz a un paso de Irarrázaval. Caminando llega en 10 ó 15 minutos a Grecia con Salvador, donde se ubica el departamento de Rodrigo Lira.
Abrir el portón de la reja a la entrada del edificio es una proeza técnica pero está Rojitas, el conserje, que lo ubica perfectamente como el amigo del vecino del segundo piso, y le abre el portón mientras intenta meterle conversación. Normalmente pregunta cómo está Valparaíso. Es un buen conversador, un tipo amable.
Alejandro toca a la puerta. Se asoma Rodrigo. “Ah. Eres tú. Pasa.” Por el tono de voz y la expresión facial entiende que no está en un buen día. El orden desordenado del departamento habla de lo mismo.
—“¿Tenís yerba?”- pregunta Lira.
—“No. ¿Y tú?”, replica Pérez anticipando que irán a la Villa Olímpica por marihuana.
—“Tengo un chamico.”
—“¿Viste el diario?”, sigue interrogándolo Lira. Las respuestas siguen negativas. Lira le pasa un Mercurio abierto. Salta a la vista la noticia de que Armando Rubio está muerto.
“Antes de que llegaras, estaba escribiendo un soneto para Armando, pero se me han ocurrido otras ideas… Qué bueno que hayas venido”.
De fondo, los Beatles. Quién sabe si es un cassette o la radio, pero eso no importa por ahora. Rodrigo enrolla un zeppelín. Con la familiaridad que lo caracteriza en ese espacio, Alejandro pone a calentar agua, lava un par de tazas pensando en un café Dolca. Se asoma al balcón. Está raro el día. De fondo “Watching the Wheels”.
“Al menos Lennon sigue creando”, comenta Rodrigo mientras empiezan a fumar. “Somos los sobrevivientes de ese concurso y podríamos hacer lo que la ACU no hizo”.
Las bases del concurso de la Agrupación Cultural Universitaria establecían que los ganadores serían publicados. Pero cuando Armando, Rodrigo y Alejandro vieron las propuestas “estéticas” de portadas con alambres de púas y puños en alto dijeron “no”.
“Podríamos reunir la dispersa obra de Armando. Tal vez la Leo Vicuña tenga algo. Y tú y yo podríamos juntar otras cosas y publicarlas como “Palabras para el Hombre, 3 Años después’” ¿Te parece?”, continúa Rodrigo.
La cabeza volátil de Alejandro ve de inmediato el volumen impreso hecho un libro. Engancha. Pero la vuelta a Valparaíso es imperativa. Quedan de acuerdo en mantener una correspondencia. El se encargará de tipear los envíos ganadores de ese concurso y ordenará el material en una carpeta tamaño oficio.
Corre ya 1981 y Alejandro vive en una pensión frente al rodoviario de Valparaíso, por calle Chacabuco. Cartas van, cartas vienen. El 30 de septiembre viaja temprano a Santiago a ver a Rodrigo. Está terminando de compaginar lo que será su envío al concurso Gabriela Mistral de la Municipalidad de Santiago. El plazo vence esa misma tarde.
El Pérez, como le dicen en Valparaíso, lleva un envío que no le convence pero que es mejor que nada. Pasan por una fotocopiadora en Mac Iver. Su destino es la municipalidad de Santiago. En un kiosco en la esquina de Phillips compran cigarros “Cabaña” con filtro; serán los últimos. Cruzan la plaza.
Sobre el mesón donde reciben los sobres con los trabajos inéditos, Alejandro observa el recibo de Rodrigo. Título: Cartapacio. Autor: Esteban Pons Ferrer. Su memoria de elefante toma nota. Se retiran conversando sobre el proyecto de Palabras para el Hombre.
“Por cierto, no pasó nada con ese concurso nacional. No pasó mucho con nada entre los que andamos a pata. La dictadura se lleva todos los créditos de las cuentas alegres”, medita a la distancia Alejandro.
Dejemos que hable el viento mientras termina el año 1981.
Recién en enero de 1982 Alejandro Pérez se entera de la muerte de Rodrigo Lira por medio de Marcos Riesco que lo leyó en el diario. El funeral ya fue. Otra vez cartas van y vienen. A Eduardo Llanos, a Alicia Oportot… Con Llanos se compromete a participar en un nuevo proyecto editorial en favor del inédito Rodrigo Lira. Llanos le pide material que no tiene… pero hay una probable solución.
Alejandro viaja a Santiago, su destino nuevamente es el municipio capitalino. Se hace pasar por Rodrigo, por un Rodrigo casi desesperado por recuperar su envío al Gabriela Mistral pero que no tiene su recibo. Ni siquiera le piden carné. “¿Se acuerda del título o del seudónimo?” pregunta el funcionario. Ducho en estas materias, Alejandro señala: “Cartapacio. Esteban Pons Ferrer”.
A los pocos minutos vuelve “el hombre del mesón” con un montón de papeles. “Hay un problema —apunta con burocrática voz— Sólo hay cuatro copias. Falta una”. Con una bastaba.
A la larga, “Cartapacio” proveyó la médula espinal de lo que fue el “Proyecto de Obras Completas de Rodrigo Lira”, con prólogo de Enrique Lihn. Como un “lealtad post mortem” rubricó Eduardo Llanos este gesto. Para el Pérez es amistad, y también, poesía.
Despedida
A Rodrigo
“Lira suicida/
Instrumento de elegía/
¿Qué musa es ésta que inspira/
Cortar por lo sano la vena poética?”Desencanto General (Ediciones Documentas, 1988)
TRAGALUZ
1982, Santiago
De vuelta al puerto, Alejandro sigue con un pie en Santiago. Y mantiene la correspondencia con Eduardo Llanos quien se ha transformado en algo así como su hermano mayor. En ese carteo acuña el término “desencanto general” como una especie de diagnóstico nacional primero. Y, secundariamente, toma nota de que es un buen título para el libro en que viene trabajando, mientras labora de jornalero, tallerista, traductor… Lo que venga.
Y aquí, un punto por aclarar.
¿Por qué abandonó la Escuela de Psicología el entonces inédito poeta Pérez?
Como señalan Georgina y Alicia, es cierto que en Santiago Alejandro pasa hambre y frío, también lo es, ese “desencanto” generalizado que tiñe los días mientras se las arregla con las pegas que ofrece el PEM, como una especie de psicólogo a medias o “asistente de salud” en la Casa de Menores de Valparaíso (1976), el Hospital Psiquiatrico de Putaendo y la Casa de Menores de Santiago (1979).
“Descubrí un abismo entre la fantasía académica y la realidad… Mi idea de la Psicología era una ilusión…”.
Como alumno de tercer o cuarto año de Psicología, Alejandro se ubica en el penúltimo puesto del escalafón del servicio público. “Y por supuesto, cero recursos… Veíamos cómo cabros se morían, cómo otros desaparecían… Y me desencanté de la profesión, de lo que se podía hacer, o más bien, me espanté. Siempre me había gustado ir contra la corriente, pero ésta era mucha, muchísima corriente en contra, no había cómo remontar”.
Una gota rebasó el vaso. En esta ocasión, esa gota tiene nombre y apellido según narra Alejandro, en una conversación sostenida en Quillota, casi dos años después de las largas charlas mantenidas durante cinco días en San Pedro de Atacama. La gota se llama Moisés Aracena, quien se convirtió en director de la Escuela de Psicología de la Universidad de Chile después del Golpe.
“Me acosaba políticamente” —apunta el Pérez— quien luego comenta que: “a Aracena le temían hasta los de la DINA”. No es paranoia juvenil. Aracena sale nombrado con pelos y señas por un agente de la Dina, en el libro “La Vida es Eterna” que Mario Amorós escribió sobre Víctor Jara.
Pero volvamos al año 1982, a pesar del sabor amargo en la boca y el vacío en el estómago.
Una vez más, Eduardo Llanos, insistente como hermano mayor, insta a Alejandro a participar en el Gabriela Mistral, el concurso nacional de poesía más prestigioso por esos años. “Ya había experimentado una frustración en ese certamen. Igual le hice caso y empecé un volumen con el título provisorio, que terminó siendo el definitivo: “Cronofagia”. Incluye un reformulado “Faunilegio”, algunas extravagancias y epigramas surtidos. También empecé otro volumen –“Musaico”- para reunir una pretendida poesía amorosa. Si mal no recuerdo, las bases del Gabriela Mistral estipulaban una extensión de 300 versos. Estaba más o menos seguro de unos cien. Había que aplicarse, acopiar con cuidado, eliminar mucho ripio…”.
En el carteo definen visitas periódicas a la casa de Llanos, que por ese entonces, casado y con un hijo, vive junto a su pareja en Maipú. La conversación suele ser la misma de los años pasados, aunque ahora matizada con nuevos ingredientes. Los raptos de lucidez imponen amargos comentarios sobre la deificación mediática de Raúl Zurita; y por extensión, la invisibilidad de una generación que el también poeta, Jorge Montealegre, terminó denominando como N. N.
Llanos ve con espanto cómo el Opus Dei se infiltra en la cosa pública, lo que da pie a charlas no muy auspiciosas. Al menos Parra, Lihn y Teillier siguen siendo figuras cercanas e inspiradoras. Un consuelo no menor para Alejandro. Y a la hora de fantasear sobre una eventual primera publicación, las exigencias de La Trinchera, o lo que queda de ella, son simples pero categóricas: publicar poco pero bueno, memorable en alguna medida.
En una de esas visitas por Maipú, Alejandro conoce a Jorge Montealegre, quien lleva una polera con una ingeniosa publicidad de la revista “La Castaña”, de cuya pre-existencia conoce Alejandro por el carteo con Llanos. “Yo había escuchado de Jorge por primera vez a través de Rodrigo Lira. “Tienes que conocerlo —recomendó—. Escribe igual que tú”. Confieso que este comentario me mosqueó entonces”.
Mientras se pone al día con las copuchas del gremio, “el Pérez” se va involucrando en proyectos que ni siquiera había soñado. Ya han conformado un grupo literario: Tragaluz; junto a Bruno Serrano, algo mayor y fogueado en muchas lides de la vida y de la poesía, igual que Heddy Navarro, su compañera.
“No puedo declinar la invitación a integrarme como un fraterno honorario del puerto. Sergio José González, en España por entonces, también es parte de ese tragaluz abierto a esta cosa de nada y para nada bajo el smog de Santiago”.
Eduardo Llanos está preparando su primera publicación; “Contradiccionario”, y pide a Alejandro que presente el libro para el lanzamiento. Decir que acepta, está de más. Pérez conoce bien los versos de Llanos desde 1974.
Por otra parte, Jorge Montealegre y Bruno Serrano, piensan publicar un libro en conjunto, “Exilios”. Como están planificando presentar ambos libros simultáneamente, le piden a Alejandro que también sea el presentador. Las publicaciones serán bajo el sello Tragaluz y en papel kraft no más, para que la venta no sea tan dolorosa en esos días cuando parar la olla es un milagro.
Pero Jorge está embarcado en otro proyecto, el que anuncia en su polera, una revista de poesía, gráfica y humor: “La Castaña”. Está armando el staff que le dará vida. Llanos publicará unas líneas críticas que apuntan a Raúl Zurita, habrá una página para Rodrigo Lira. Unos versos del propio Alejandro que aparecen en el número dos y otro cuantohay. En la perspectiva del tiempo, y pese a sus escasos números, “La Castaña” fue un aporte en los días del llamado “apagón cultural”; eufemismo engañoso, como todo eufemismo.
En vez de la guerrilla literaria que sostuvieran los monstruos de la poesía chilena: Neruda, De Rokha y Huidobro; lo que hacen los diferentes grupos durante los ochenta es inventar sus propios medios de difusión para dar a conocer su poesía, ya que no esperan que los publique El Mercurio, la Revista Andrés Bello o medios institucionales.
La revista, sostiene Montealegre “era muy precaria, en el sentido de que la hacíamos con papel de envolver, pero tenía una estética. Lucho Albornoz, que era el autor de buena parte de las carátulas y afiches del Archivo Larrea, es el ilustrador de esta revista que mezcla poesía, humor y reflexión. En cuanto a los textos, se encuentran en sus escasos seis números, poemas y artículos de los miembros de Tragaluz, pero también de Gonzalo Rojas, González Urizar, Omar Lara, Floridor Pérez, Elicura Chihuailaf, Pedro Lemebel cuando aún se llamaba Pedro Mardones, Gonzalo Millán y hasta de Arturo Fontaine y un joven Roberto Bolaño.
“Hay un vínculo intangible, no se ve, no se toca, pero se reconoce y le da un perfil a la generación. La tribu…”, sostiene convencido el poeta Pérez.
HABLA LA TRIBU
Mayo de 2023, Santiago, La Reina
Doctor en Psicología y ex director de la Escuela de Psicología de la Universidad Diego Portales, el poeta Eduardo Llanos vive en La Reina, en una calle que en otoño se inunda de hojas secas que arman remolinos en las tardes de ventolera.
Adentro, un estar en semipenumbra y un comedor luminoso rodeado de estanterías con libros.
Llanos ofrece una infusión de rosa mosqueta con miel y jengibre. “También se le puede echar cúrcuma, clavos de olor y canela”, señala levantando la voz desde la cocina, desde donde aparece con una ruma de panes tostados, jamón y queso. Jorge Montealegre, que vive a tres cuadras, y que ha venido para aportar a la conversación pese a la terrible ventisca, pide té normal y se atreve con un pan con queso: “es que soy muy sobrio”, apunta, sin reirse.
—¿Han visto a Alejandro?
—¡¡¡¡Noooo!!!— aseveran a coro.
Busco la imagen de la visita a San Pedro de Atacama, donde el poeta Pérez, después de presentar un libro en la Biblioteca Municipal, se tomó el escenario del pub restaurante “El Diablillo” junto a otro porteño, el pintor y también poeta y amigo Roberto Cárdenas, para entonar unas cuantas canciones y recitar otros tantos poemas.
“No ha cambiado mucho, sólo está más barbón”, dice Montealegre.
”No, se recortó la barba”, asegura Llanos, quien acaba de jubilar de su labor académica en la UDP. “Me cansé, creo que me aburrí también”.
—Alejandro me dice que ustedes eran como una tribu… Él idealiza mucho las relaciones que surgieron … la generación de los NN…
—“Tratando de ordenarme un poco…— señala Montealegre, quien tiene poco tiempo para la conversación porque el viento botó un árbol cerca de su casa y está todo el barrio a oscuras— creo que hay momentos distintos y tribus distintas, aunque no sé si llamarlas tribus. No siempre la relación fue la de una tribu. A veces, eran más bien relaciones entre dos. Estaba sí la tribu a la que pertenecían Eduardo y Alejandro, además de Sergio González, Rodrigo Lira y Armando Rubio… era como un territorio de relaciones, pues compartían la carrera de Psicología y Armando, Periodismo, pero estaban todos en el mismo campus. Yo no tenía nada que ver con ese espacio y ese grupo, porque viví cinco años fuera de Chile y no tuve la vida ligada a la Asociación Cultural Universitaria, la ACU, por ejemplo”.
“Yo llegué a conocerlos a través de Sergio González, que a su vez era amigo de Eduardo y éste de Alejandro. Con ellos empecé a relacionarme para participar en un concurso de poesía. Nos pusimos “Tragaluz”; una decisión un poco burocrática, porque para participar necesitábamos estar organizados de alguna manera… Había otros grupos. Estaba, por ejemplo, el “Chamico” en el Pedagógico”.
A fines de los 70, hay un relevo en los poetas jóvenes de entonces. Pese a ser de la misma generación, y por tanto de edades similares, pertenecen a momentos distintos.
Este relevo se da más o menos de la siguiente manera: a comienzos de los 70 surge una generación de poetas que se organiza en la Unión de Escritores Jóvenes vinculados a la ACU, de la cual es parte Eric Pohlhammer (QEPD), donde hay un trasfondo de partidos políticos.
¿Qué pasa entre el 79 y el 80? Prácticamente se termina la Unión de Escritores Jóvenes. Pohlhammer se va a Estados Unidos, Ricardo Wilson también. Otros, varios, se van a Francia y otros a México. Y, de los que se quedan, un grupo importante se cambia de género literario: Gregory Cohen y Pancho Zañartu se pasan al teatro, Antonio Gil a la novela.
Por otro lado, por esa fecha llegan personas que no vivieron la parte más oscura de los setenta. Carmen Berenguer de Estados Unidos, Pedro Vicuña de Grecia y Jorge Montealegre de Italia. También el exilio interno se viene para Santiago. Ramón Díaz Eterovic llega desde Punta Arenas y el “Tote” España del norte chico, todo lo que produce un engrosamiento de filas. Pero no hay necesariamente una coexistencia.
“Yo no fui ni tan amigo ni viví muchas cosas junto a la gente de la ACU ni de la Unión de Estudiantes Jóvenes —recalca Montealegre—. No hay enemistad, no hay rivalidades; sólo que veníamos de distintos lados, hacíamos distintas cosas. Creo que lo que nos unió fue la tragedia: las muertes tan seguidas de Armando Rubio y Rodrigo Lira”.
“En ese contexto es que me vinculo con Eduardo y luego con Alejandro. Yo me integro al Chile de Eduardo, de Sergio, de Alejandro, pero yo venía de afuera, no tenía historia anterior con ellos”.
Esa sería la pequeña tribu, o una de las pequeñas tribus a las que se refiere Alejandro, y aunque el Tragaluz no fue nunca un grupo muy orgánico, tuvo varias publicaciones de poemarios.
“No nos solíamos reunir como grupo, más bien, nos encontrábamos, naturalmente, por la amistad. Y con Alejandro eran relaciones como individuales. Yo, por ejemplo, me junté con él muchas veces en Valparaíso, incluso nos topamos en varias protestas en la Universidad. Hicimos hartas cosas allá. Una de ellas fue la participación en el funeral de Enrique Lihn. Incluso, escribimos algunas cosas juntos. Por eso digo que la relación fue más bien bilateral, pocas veces nos juntábamos todos. Diría que eran relaciones personales, con referencia al grupo”.
Eduardo Llanos, agrega que “había referencia al grupo, sobre todo, porque había lealtades. Tú eras amigo de mi amigo, por tanto eras amigo nuestro. Un ejemplo: A Alejandro no le costó nada hacerse amigo de Jorge, porque era amigo nuestro; y a la vez a mí no me costó nada hacerme amigo de Jorge, porque teníamos como amigo en común a Sergio González. De hecho yo había leído poemas de Jorge, cuando él estaba preso en Chacabuco, porque me los había mostrado Sergio. Y todo esto de las lealtades tiene también que ver con una atmósfera bajo amenaza. Bajo amenaza tú no te andas reuniendo con todo el mundo por razones de seguridad. No te nace. Tienes bloqueado eso, porque sabes que eso es peligroso. Pero además, tampoco se cultivaba. Nadie hacía algo así como un asado donde llegaran 20 personas”.
Hay otra variable importante para Eduardo Llanos: “Era tan claro que la dictadura estaba vigilando y aplastando lo que se estaba gestando, que uno empezaba a sentir una especie de repulsión por todo lo que viniera del régimen. Todo te parecía sospechoso. Hasta Fernando Ubiergo, cantando “Un café para Platón”… Y no es que fuéramos paranoicos, sino que era natural sentir una cierta desconfianza. Mientras, por el otro lado, se daba esta confianza total a quienes mostraban lealtad con el Chile antiguo. Si tú te encontrabas con un lector de Pablo de Rokha, tú decías, éste es de los nuestros”.
En el caso de Jorge Montealegre, él había estado en contacto con Armando Uribe durante su exilio. Uribe era un poeta atípico, ligado simbólicamente a la Izquierda Cristiana… No era PC, ni Socialista, gente que tenía en ese tiempo mayor impacto en la escena literaria. Uribe no era especialmente un político, sino un intelectual. “Y nosotros lo reconocíamos como poeta y también reconocíamos su valor cuando denunció al imperialismo en la ITT y entonces, claro, Jorge nos daba plena confianza”.
“Mientras nosotros estábamos acá conectados con Lihn, con Parra, con Teillier, de diversos modos y en diversos grados, Jorge estaba ligado a Armando. Y así formaba parte de la verdadera familia de la poesía chilena”, redondea Llanos, y continúa.
Otro referente era si habías estado en contacto con Efraín Barquero, exiliado en Francia, al igual que Uribe… Esos que habían estado en contacto, eran como se dice, como primos lejanos, que habían tenido contacto con el tío en común. Esto que te digo es para darte una idea de cuál era el contexto psico-social. No sociológico, que ése es otro cuento. Estoy hablando de la interacción en el cara a cara, pero inscrita en un contexto mayor.
“Sin embargo —apunta Montealegre y reafirma desde la cocina Eduardo Llanos— diría que entre los poetas hubo más lealtad y compañerismo que el sectarismo al que llamaba la época en otras esferas. Y así, nosotros, que eramos la mayoría del Bloque, no teníamos problemas en reconocer a alguien de la Jota, como Redolés, por ejemplo. De hecho, el mismo Alejandro había militado en la Juventudes Comunistas”.
Había de todo. Pero nada tan drástico, ya que la dictadura , la oposición a la dictadura, generaba algo que unía. Y el sufrimiento, porque de una u otra manera, todos habían sufrido: la cárcel, la tortura, el exilio… unos más otros menos, pero era la norma.
Es Alejandro quien se encarga de redondear el por qué de esta proximidad, que tanto buscó, y nunca volvió a encontrar de manera tan intensa: primero, compartir un mismo espacio físico, la sede Oriente de la U, Macul. Y luego, sentir, a los diecinueve o veinte años que se estaba arriesgando el pellejo en cada junta en esa salita mínima que prestaba Eduardo Llanos.
“La conversa comenzaba siempre con alusiones a la dictadura y derivaba, siempre, hacia la poesía. Rodrigo, con su filiación más beat, Rubio siguiendo la senda de Vallejo, Llanos con su poesía contestataria e inteligente, y yo con mis epigramas “aggiornados” de acuerdo al tiempo”.
Próximidad física y etárea, intereses similares —aunque hay que señalar que mientras Rubio era un carretero, Lira era un lobo solitario— y un estado de desamparo que se dejaba sentir en el aire y que al unirlos los hacía fuertes, desafiantes incluso, amalgamó sus vidas por espacio de casi una década. Luego quedó la lealtad, la lealtad post mortem, incluso, como concluye Alejandro, desde Quillota, haciendo remembranzas a días de haber ganado el Premio Municipal de Literatura.


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