El peso del agua. Una nota a El molino del Floss de George Eliot
Por Macarena Castro
El carácter es ineludible y la peor hipoteca
de la vida sobre nuestra libertad.
Notas, Nicolás Gómez Dávila.
Un aguacero cae sobre París y desde su departamento en el bulevard Hausmann 102 Proust observa cómo la lluvia torrencial provoca el desbordamiento del Sena y la inundación de la ciudad. Preocupado, el escritor le implora a Simone de Cavaillet que lea El molino del Floss1, una obra con tanta “tragedia concentrada” que él recuerda de su infancia y que todavía reverbera en su memoria como el libro del que sólo unas páginas lo hicieron sollozar. A la escritora británica la ubica, junto a Ruskin —un autor fundamental en los cimientos de su gran catedral— en el panteón de su admiración. A Eliot, los lectores de Proust la reconocerán, retrospectivamente quizás, por esa rememoración de la infancia cargada de una añoranza creativa presente en… El molino del Floss, publicada 50 años antes que Por el camino de Swann.
En la narración de El molino, Eliot va tejiendo el destino de Maggie Tulliver, y de todo su entorno, como si las pasiones, la familia, el carácter, o la vida misma, no fueran más que corrientes, caudales y afluentes que necesariamente terminan confluyendo en una última y fatal desembocadura. «El destino está oculto y debemos esperar que se revele a sí mismo como el curso de un río no trazado en los mapas: sólo sabemos que el río es caudaloso y rápido, y que todos los ríos tienen el mismo final». Contra la fuerza de la naturaleza, parece decirnos la autora, la apuesta está perdida de antemano y el río arrastra todo consigo.
A los hermanos Maggie y Tom Tulliver los conocemos cuando son niños. En Maggie, Eliot proyectó aspectos de sí misma y de su propia vida: una niña de ojos y pelo oscuros, inteligente, impetuosa y ávida de amor. Tom, por su parte, rígido, de miras estrechas y disciplinado. El infortunio golpea a los Tulliver cuando el padre sufre un accidente que lo deja postrado e incapaz de saldar sus deudas, momento que agudiza la divergencia de caracteres entre los hermanos. Mientras Tom se hace cargo de su familia cuando es apenas un adolescente, Maggie se abandona a una mortificación que confunde por resignación, inspirada por la lectura de La imitación de Cristo de Kémpis. Es Philip Wakem, el hijo del adversario del señor Tulliver, el enamorado bienhechor de Maggie hasta que su hermano le prohíbe verlo. Después de la muerte del padre, justo cuando Tom había conseguido de vuelta el molino que aquel había perdido, al volver Maggie de su trabajo como institutriz a quedarse una temporada de solaz con Lucy, su prima, en todo su antítesis, cuando conocemos a Stephen Guest, el gran seductor. Stephen se enamora de Maggie y la pasión, como una corriente «suave y sin embargo poderosa como un río en verano», arrasa y aplaca al deber y la obligación, llevándolos indefectiblemente, en esa tensión, hacia el extravío y la condena2, especialmente de parte de Tom —salvo el fatídico final.
Una y otra vez una corriente subrepticia empuja y subyuga a los protagonistas: en la contienda entre el señor Tulliver y Wakem, en la amistad entre Maggie y Philip, en la obcecación de Tom, en la atracción entre Maggie y Stephen, en el perdón de Lucy, en el reecuentro final entre los hermanos. Eliot dibuja y confiere a sus personajes de tanta plasticidad y vida, los construye con tal horizonte de naturaleza moral el que permea hasta en los animales domésticos, que esas grandes emociones primitivas, esas que la autora estudiaba en la obra de Sófocles, presentes, entre otros, en el tierno consuelo de un Tom niño a su hermana («No llores Maggie: —toma, come un poco de pastel») no son, con todo, sino sólo una parte de la historia. La tragedia de nuestras vidas —sostiene Eliot— no está creada del todo en nuestro interior. Carácter es destino, afirma Novalis en uno de sus aforismos cuestionables… pero no todo nuestro destino, apostilla la británica.
El aforismo del poeta de la noche que Eliot presenta, en una versión no literal, corresponde a un verso del Heinrich von Ofterdingen: destino y alma —según la traducción de Eustaquio Barjau— no son más que dos modos de llamar a una misma noción. El “Schiksal und Gemüt Names eines Begriff sind” transmuta a “character is destiny”. La traducción no literal de Eliot vierte adecuadamente el sentido del verso de Novalis, o, non verbum sed sensum; aunque estemos estirando el sentido de Gemüt, traduciéndolo como carácter en lugar de alma. “El alma es el destino” no tiene, por cierto, el mismo sentido. El carácter alude a una condición intrínseca, como marcada por hierro, de nuestra identidad, cuyo sentido más originario recuerda al ethos del pensamiento griego, i.e. el hábito, disposición o modo de vivir.
Precisamente en un aforismo atribuido al más oscuro de los filósofos de la Grecia temprana se halla una suerte de precedente3 del “carácter es destino” que Eliot le adscribe a Novalis, casi como si las corrientes de las tradiciones —y traducciones— siguieran cursos propios. El aforismo 119 de Heráclito reza así: ήθος ἀνθρώπῳ δαίμων. Ethos anthropos daimon. La traducción al español más fiel y literal, aunque no por eso más clara dice: «el carácter es para el hombre su demonio»4. Es el elusivo daimon el más díficil de traducir, su sentido hasta cierto punto inaprehensible si nos guiamos por la renuncia (o veneración, si se quiere) a traducirlo en esta instancia; daimon inicialmente alude a lo que divide o reparte y desde Homero se usa sobre todo en el sentido de un operador de eventos más o menos intrusivos en la vida humana, de ahí que al corresponder a una especie de poder sobrenatural haya adquirido la connotación de destino o hado5. Es Davenport6 el que logra una fórmula exquisitamente concisa y prácticamente idéntica a la versión que hallamos en Eliot, aunque con una leve diferencia: el norteamericano se decide por fate en lugar de destiny. Así el “character is fate” se transforma en la versión más idiosincrática del oscuro ethos anthropos daimon. Entre la sentencia de Heráclito (su traducción al inglés), el verso de Novalis y la versión de George Eliot se ha ingresado y salido tantas veces del río sin que se agote la fuente.
En el reparo de Eliot ante el verso del Ofterdingen hay algo muy significativo —cada vez que es equívoco: pues a pesar de los ecos fatalistas que informan el drama de las vidas de los Tulliver las que se escenifican como si hubiera un sino que las aplastara y dominara a la vuelta de cada página, desde el “castigo divino” que asola a los Tulliver, pasando por la comparación del destino del padre de la familia con el de Edipo, hasta la última reconciliación en un abrazo mortal de los hermanos, no es la totalidad de nuestro carácter —afirma, casi extemporáneamente, la escritora— la que dicta el destino. Nuestro carácter, se nos dice en contra de Novalis, no es todo nuestro destino. Y no obstante Maggie se decide inexorablemente por un destino ya fijado: «el lazo —declara la heroína— con mi hermano es uno de los más fuertes. No puedo hacer nada libremente que me pueda dividir para siempre de él.» Al igual que Antígona, obra que nuestra autora interpreta en su ensayo La Antígona y su moral publicado en 1856, Maggie experimenta el mismo conflicto que el existente entre la hija de Edipo y Creonte: la lucha entre la obediencia y sumisión a leyes establecidas en contra del sentido moral, intelecto y afecto propios a la más profunda naturaleza.
La cuestión en Eliot se decide, finalmente, en la naturaleza bifronte de la conciliación entre el carácter y el destino. De una parte se observa la renovación determinista, que no trágica del opaco daimon, o el sino funesto, y de otra parte, en un plano más terrenal se confirma la connotación ética del carácter en términos de las circunstancias y experiencias que lo forjan. Hasta el día de hoy decimos que podemos forjar nuestro propio destino —si sólo nuestro carácter no determinara el curso, o peso, de la corriente. Eliot aplica en su obra la minuciosa lectura que lleva a cabo de Spinoza mientras traducía su Ética al vivificar el papel que los afectos y pasiones juegan en la red de la vida moral cuando Maggie contraviene a su hermano porque sólo se somete a lo que reconoce como justo, cuando en lugar de huir con Stephen resuelve volver y encarar las consecuencias y por último, en el momento final cuando el pasado vuelve («el primer recuerdo de mi vida es estar de pie con Tom al lado del Floss mientras él me toma de la mano») y con él la fuente de la piedad, la renuncia y la fidelidad, y la hace responsable, aunque esté determinada —aunque sea esclava— de las decisiones que toma. En los momentos decisivos y críticos de nuestras vidas es nuestro carácter el que se pone a prueba y nuestras acciones, ciegas a su procedencia y devenir, determinan nuestro destino. El Floss vertebra la historia de los hermanos Tulliver. Y es el río del destino, tal como el río del tiempo en En busca del tiempo perdido, el que contiene en su inicio el final: «tampoco se separaron en la muerte».
Notas:
- Publicado en 1860. ↩︎
- Entre otros, la condena del mismo Ruskin, el que llega a calificar a la obra de “vil”. ↩︎
- Yuil «Character Is Fate»: A Note on Thomas Hardy, George Eliot and Novalis en The Modern Language Review, Vol. 57, No. 3 (Jul., 1962), pp. 401-402. ↩︎
- Traducción de Conrado Eggers Lan y Victoria E. Juliá en Los filósofos presocráticos. 1978. Madrid:Gredos. ↩︎
- Oxford Classical Dictionary. ↩︎
- Seven Greeks. 1995. New Directions. ↩︎


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