Una caligrafía de la ausencia, Robert Walser
Por Marcelo Varas Miranda
¿Qué tal si duermo un poquito más y me olvido de todas estas tonterías?
Franz Kafka, La transformación
“¡Nadie me ha herido!”, grita Polifemo, el cíclope, y así, con una estratagema, Odiseo escapa del peligro. Con ese gesto mínimo y radical, con la forja de un apelativo que no es tal, se inaugura un linaje de figuras que custodian un secreto: para vivir en el mundo, en ocasiones es menester desvanecerse en él. Nombrarse suele ser exponerse. Decirse es colocarse en el cadalso de la Historia y de la urbanidad de los rostros. Nombrarse es ofrecerse como blanco, como presa. Odiseo, en su sapiencia arcana lo intuye. Se llama “Nadie”, no porque carezca de ser, sino porque conoce que el ser cobra mayor pujanza cuando se vuelve imperceptible, cuando sortea las normas previstas. Antitético a este proceder resulta Aquiles, aquel que pugna por forjarse un nombre, incluso a costa de su propia muerte.
La misma intuición atraviesa, como un plexo subterráneo, las narrativas de Franz Kafka y Robert Walser. Ambos se hallan traspasados, por el mito; ambos retornan, como nostálgico oleaje, a Odiseo y a la Hélade antigua. Ambos, sin saberlo, bajo el poder de una especie de onda mnémica, escriben desde el lado nocturno del yo. No desde el yo que quiere imponerse o realizarse, sino desde aquel que siente la necesidad urgente de volverse leve, de no ser tomado por completo, de no coincidir consigo mismo. Jakob von Gunten quiere ser un cero. Pero no un cero vacío. Quiere servir. Quiere obedecer. Quiere mimetizarse. Quiere aprender a moverse como un eco. Quiere ser un cero a la izquierda. Un encantador cero a la izquierda. Redondo como una bola. No vale nada. Está ahí. En el Instituto Benjamenta, ese recinto sin porvenir que oferta magras promesas —la de devenir un mero sirviente—, Jakob encuentra un espacio donde disolver su yo sutilmente, sin tragedia. No anhela destacar, ni conquistar, ni erigir un nombre. Con todo, Jakob consigna en un diario su anhelo de evaporarse con tinta férrea. El hombre en las cumbres de la desesperación se vuelve lírico, decía Emil Cioran. Anida entonces una paradoja demoledora: quien pretende ser nada no puede rehuir dejar estigma. El cero escribe. El cero se elucubra. El cero ironiza. El cero, en lo profundo, es un uno que se niega a marchar en procesión. Jakob se bautiza Nadie como Odiseo, no para agredir, sino para fugarse y habitar la no identidad cual estilo. No es astucia heroica; Jakob von Gunten encarna el paradigma del anti‑héroe. Es un arte íntimo del no‑ser, un anhelo de levedad ontológica, una voluntad de pasar sin perturbar.
En “La madriguera” de Franz Kafka, una criatura cava con obsesiva maestría su refugio. El mundo está lleno de amenazas invisibles, y por eso excava, planifica, perfecciona. Construye no un hogar, sino una arquitectura del miedo. Pero pronto ese mismo espacio defensivo se vuelve su prisión: cada sonido, cada vibración, se convierte en un presagio de invasión. La seguridad se transforma en paranoia. El yo que quiso ser invulnerable ahora no puede dormir. En Kafka, el deseo de no ser visto se convierte en enfermedad. La madriguera no salva: repite ad infinitum la angustia del yo que no soporta ser tocado, ni siquiera por sí mismo. El anonimato no es aquí una estética, sino una tortura. El sujeto, al encerrarse en su “yo profundo”, ya no puede vivir ni afuera ni adentro. Si Jakob acepta ser nada con ligereza, el animal kafkiano cava su cero como una herida. Odiseo desaparece por astucia; Jakob por dulzura; el animal kafkiano, por terror.
¿Qué une a estos tres? El gesto de quitarse el nombre. De borrar la firma. De deslizarse por la existencia como una nota sin autor. En Odiseo, es una jugada maestra que le permite sobrevivir. Pero pronto lo traiciona su vanidad, y al alejarse, grita su nombre verdadero: “¡Yo soy Odiseo!”. Y al hacerlo, llama sobre sí la maldición de Poseidón. El yo siempre termina reclamando su lugar. Esta es la tragedia del nombre desde la antigüedad clásica: se necesita ser nombrado para ser recordado, pero al mismo tiempo existe una condena. Kafka lo entiende como nadie. Su personaje no tiene nombre, no tiene rostro, no tiene forma. Pero no encuentra la paz que Jakob, con su cero, sí alcanza momentáneamente. Kafka sabe que desaparecer del mundo sin desaparecer de uno mismo es casi imposible. Que el yo es un túnel sin fin, una madriguera que no se acaba nunca. Tal vez, en el fondo, esta relación nos habla de una misma verdad: que la personalidad, ese constructo moderno tan celebrado, puede llegar a ser una carga insoportable. Que hay personas cuya forma más honesta de ser es no llenar el espacio que se les ofrece, sino bordearlo. Ser intermitentes como una brisa o una interrupción suave.
Llamarse Nadie es ser un cero a la izquierda, cavar sin descanso: son formas de resistir la inflación del yo, esa presión brutal de tener que afirmarse, definirse, mostrarse, gritar “aquí estoy”. Frente a ese mandato, estos escritores proponen otra cosa: una ontología más tenue, más secreta, más atenta. Una vida que no busca ser centro, sino ecosistema íntimo. Como una presencia que se honra en su propia ausencia. No desaparecer por derrota, sino por exceso de conciencia. No gritar, sino callar con elegancia. No dejar de ser, sino ser sin necesidad de ser alguien.
Tal vez, como arguye Roberto Calasso, lo que estos artífices nos legan —Kafka, Walser y, en el trasfondo arcaico, Odiseo— no es mera reiteración del mitologema, sino su metamorfosis sigilosa. En El sueño del calígrafo, ese brevísimo excurso dedicado a Jakob von Gunten, Calasso advierte que no se edifica mitología acumulando nombres de dioses, como suponía Spitteler, ni se la evita dosificando con arte la disolución del sentido y la aniquilación de la voluntad: “Pero tampoco se puede estar seguro de evitar la mitología administrando la prosa con gracia disgregadora, en la radical indiferencia del sentido, en la extinción de la voluntad. Diríase, incluso que semejante práctica puede ser un reclamo de imagen”. A veces, dice, incluso esa renuncia puede constituir un modo más hondo de invocar una imagen. Y quizá esto sea exactamente lo que acontece en Kafka y en Walser: sin proponérselo, sin quererlo, restituyen al mito su misterio primordial. Lo reescriben no desde la ampulosidad, sino desde la penumbra. Porque allí, en ese lindero donde el yo se repliega, donde el lenguaje vacila, donde la identidad no se consuma sino que se difumina, comienza otra modalidad de mitologema: no el que exalta a los héroes, sino el que murmura en los márgenes. El mito, nos recuerda Calasso, no se extingue; simplemente cambia de tono. Kafka y Walser redactan desde aquel susurro, desde esa penumbra, desde esa estética del desvanecimiento que no reniega del mundo, sino que lo contempla con una vehemencia latente. En ellos, la literatura no procura erigir monumentos, sino excavar madrigueras. Y es allí, quizá, donde comienza la auténtica resistencia: no en vociferar el nombre, sino en aprender a escribir desde su ausencia.


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