[ lectura y crítica ] 

Ilación sobre los clásicos futuros — Juan Pablo Rojas

Ilación sobre los clásicos futuros

Por Juan Pablo Rojas

The thought of what America would be like
If the Classics had a wide circulation
Troubles my sleep.

Ezra Pound

En nuestra época, la pregunta por los clásicos, no ha dejado de ser una pregunta de cierta prosapia eclesiástica. El vocabulario para su tratamiento así lo revela: pontificar, condenar, canon, dogma. Son palabras con las que acostumbra tropezar el crítico travestido en vicario de la literatura. El binomio canónico/apócrifo, heredado de la tradición bíblica, es la forma en que se suele entender el discernimiento de lo clásico entre los círculos literarios. Por mejor decir, el pecado de la crítica actual es su ingente esterilidad a la hora de sondear la esencia de una obra clásica. En su lugar, se decide precozmente por lanzar nombres al aire, ora para pontificar, ora para condenar. Y no me malentiendan, todo lector posee su propio Index librorum prohibitorum. Lo cuestionable –lo que debería escamar en el proceder de los opinólogos de profesión– es cuando se confunden preferencias con criterios para decir que tal autor, o que tal obra, es de peor o mejor calidad.

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La tentación de nombrar antes de pensar; de ignorar la potencia para saltar al acto, se debe, en buena medida, a las pérfidas listas de periódicos sobre los supuestos mejores libros de la presente centuria. Ahora solo faltaría que medios como el New York Times o El País celebraran un concilio para establecer un catálogo definitivo de sus esfuerzos pedestres. Y que algún periodista de poca monta, se levantara de su tribuna para vociferar: Habemus canon. Sin embargo, detrás de esas valoraciones arbitrarias, de tales sicarios de la imaginación, se oculta una pregunta de antigua estirpe, que acucia hoy más que nunca al pensamiento: ¿Qué noción tenemos de lo clásico en el siglo veintiuno?

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Antes de siquiera musitar una palabra, el silencio debería ser absoluto. Como en algunos ritos monásticos, callar es el primer paso. Nuestra palmaria condición anómala en el limbo de la historia nos obliga a ello. Porque la pregunta por lo clásico es siempre una pregunta por la época. No se puede pensar a Virgilio sin la Roma de Augusto, ni a Dante sin la Florencia de los Médici. O, sin ir más lejos, a Joyce sin una Irlanda asediada por la corona británica. Cada época se busca desesperadamente a sí misma en sus clásicos. El reflejo perdido de sus luces y tinieblas. La palabra exacta que vislumbra su albor y que sentencia su ocaso. Han pasado veinticinco años del nuevo milenio. Y es inevitable pensar —por la indigencia espiritual que nos rodea— que los clásicos del futuro parecerán obras sacadas de cualquier siglo, menos del nuestro.

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What is a classic? se preguntaba T. S. Eliot, en un discurso pronunciado en 1944. No tardó ni cinco minutos en arrojar un nombre: Virgilio. Hecho que no debería sorprendernos, considerando que fue el discurso de su asunción como presidente en la Virgil Society. Nadie podría negar que aquí Eliot incurrió en uno de los contados vicios de la crítica. No obstante, el desarrollo de la pregunta es lo que cuenta. Para justificar su apresurada pontificación, el poeta propone una palabra aproximativa: Madurez (maturity). Madurez del autor, madurez de la sociedad, madurez del lenguaje. Virgilio no solo es un clásico por haber escrito memorables hexámetros heroicos, ni por haber reinventado a su tradición anterior, sino por encarnar la conciencia histórica de su pueblo. De este ejemplo se desprenden dos cláusulas para el porvenir: primero, que la tarea de nuestro siglo es ardua y que debemos estar comprometidos con ella. Segundo, que dicha tarea es la de crear las condiciones para que los clásicos pervivan. (Preocupación que debería ser el eje axial de cualquier programa político). Bien sabido es que la maduración de una literatura no depende de la acción de un sujeto individual. Seamos prácticos. Pensando en nuestro idioma, recomiendo lo siguiente: releer el Quijote.

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Recordatorio de utilidad crítica. El fundamento más palpable de un clásico estriba en su interminable diálogo con el intelecto. La relectura es el principio de su existencia. El motor inmóvil que regenta la vitalidad de una literatura. “Toda relectura de un clásico –apunta Italo Calvino– es una lectura de descubrimiento como la primera”. Una obra es clásica por dos motivos esenciales. Por lo que dice. Y por lo que aún no ha terminado de decir. Un libro que solo fuera concebido para ser leído por una única vez —esto es, leído por una sola época, por una sola generación de lectores– es un libro que concibe a las palabras como mercancías. Manipulables, digeribles, intercambiables. La literatura desaparece al mismo tiempo en que el pensamiento se fosiliza. La poquedad literaria del presente, sumado al filisteísmo del mercado editorial, plaga de impurezas un horizonte que es ya de por sí confuso. Es cierto que a la vera del camino aparecen destellos. Destellos que la posteridad se encargará de convertir en faroles. Pero en el medio, las musas se muestran displicentes. No olvidemos esa displicencia. En ella se funda la incontestable realidad de nuestro espíritu.


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