El habla consigo mismo, un consuelo del oráculo:
el «Diario» de Luis Oyarzún
Por Jesús de la Rosa
El tiempo con sus ramas indecisas.
Pedro Lastra
El pasado otoño, siendo mayo del 2024, me encontraba totalmente enternecido y devoto por el Diario. En cuanto a mí tratase, lo leía y dejaba cercano para cuando despertara, lo llevaba de un lado a otro sin muchos ambages. Esto sería una suerte de extensión literaria que produjeron sus palabras. Los apuntes de los campesinos no dejaban de maravillarme cuando describía las vivencias, sus casas, los cantos, las prácticas en invierno; recuerdo lo mucho que subrayaba —otro arte menor que sugiere el libro: el trazo grafito— algunas notas sobre debates morales en torno a nuestro, casi omitido, sombrío perfil humano: Devoro animales, desgarro carne de animales, como huevos de animales; degüello corderos, estrangulo gallinas, apuñaleo cerdos, engaño peces. Todo eso y cuanto peor hago cada día, en el mismo instante en que mi corazón aspira a la pureza. ¡Oh, el enredo de Dios! Escribía Oyarzún el 17 de septiembre de 1951, y no cesa de captar mis desvíos cuando asoma la necesidad divina de, ante cualquier hecho, no dejar de encaminar los ojos en vista al cielo y justificarme como pecador frente a Dios. Por esos días, cuando llevaba mi ejemplar del Diario a casi todos los lugares donde iba, comenzaba a notar que en los escritos de Oyarzún la ciudad de Niebla y Valdivia —tierra del descenso físico y moral para nuestro filósofo— ofrecieron purificación y soledad para su anecdotario. Usé a mi favor, en esos días finales de mayo, una residencia familiar que está situada en Niebla, muy cercana a la caleta El Piojo, para pasar una breve temporada en aquellos parajes e ir incluso hasta San Ignacio, con el propósito de apreciar los destellos que, a lo largo de los años, habían cautivado y dado voz a lo que alguna vez interrumpió la rutina cotidiana y los ojos de este autor.
Nos susurramos mentiras que creemos propias. El oráculo me llevó hasta el sur del país. Quizá Oyarzún fue el chivo expiatorio para contemplar de otra manera lo que me causaban sus modos de narrar mientras me encuentro vivo, y coincide, probablemente, con esos días donde medité hasta el cansancio en torno al Diario. Una obra como esa merece que más lectores reposen en la literatura que vuelve a lo sagrado, o que a través de la inusualidad busquemos, bajo la primera capa de tierra, lo vasto que oculta. Para este caso, la claridad en unas palabras de Ezra Pound en La tradición: El retorno a los orígenes fortifica, porque implica un retorno a la naturaleza y a la razón. El hombre que regresa a las fuentes lo hace porque desea conducirse dentro de una permanente sensatez, vale decir, con naturalidad, razonablemente, intuitivamente. En esa breve temporada en el sur del país, terminé recorriendo Valdivia en mi último día, ciudad que no propicia más que belleza y cercanía a los dioses. Recorría la calle Yungay para ir a mi destino, quería llegar —como fin de ese viaje— a la casa Luis Oyarzún, mientras ese frío —al cual no logré acostumbrarme— me congelaba los dedos dentro de mi chaqueta. En ese momento donde parecía llegar a la esquina que intersecta con Yerbas Buenas, observé un dibujo de una flor de tres pétalos sobre la placa que tanto buscaba: Casa Luis Oyarzún. Miré hacia arriba, hoy Departamento Universitario de la Universidad Austral de Chile. Vi la ansiada casa y a los dioses. En mi mochila permanecía el Diario. Ahora, podía irme de la ciudad en paz.
No nos confundamos, pese a esa distinguida y connotada imagen que parecía dar esta rara avis de las letras, muchas de las páginas del diario íntimo conservan una relación muy cercana con el perfil de un rebelde espiritual y social. Un humano que puede sentir rabia, hacerse de ella, parecer resignado o inconforme son estados comunes en el diario: pequeñas ideas pueden dar lugar a grandes sentencias mediante un espíritu lleno de sensibilidad. Para Luis Oyarzún, esa relación de Chile y la política era digna de ser observada, involucrándose con palabras que nunca sabremos si buscaban la luz de lectores o, por instantes, solo proporcionar el efímero sentimiento de desahogo, quedándose en sentencias tales como esta, escrita el 5 de octubre de 1967: Con que las nuevas juventudes latinoamericanas se levanten en favor de una sociedad sin clases y sin discriminación racial o sexual, bastaría para que le hubieran hecho un buen servicio a este mundo.
En medio de estas divagaciones no buscaremos desentrañar el enigma que guarda un diario íntimo, pues tal tarea no nos compete. Más bien, hemos de sumergirnos en él desde la más absoluta incomprensión, reconociendo que cada página posee un principio autosuficiente, un alma propia. Aunque en ocasiones sus palabras puedan rozar la política, el género mismo permite que se tejan puentes con otros pensamientos recurrentes: la pobreza, la penuria que ocasiona la carencia de educación en el campesinado chileno, desastres naturales, las catástrofes, como los terremotos, eventos tan propios del país. Estos temas se deslizan en el diario con la fluidez de un río impetuoso. Entre ellos destaca el terremoto de La Ligua, ocurrido el 28 de marzo de 1965. Oyarzún no experimentó el sismo directamente, pues se encontraba en el camino de San Antonio, sin embargo, notó el extraño movimiento que hizo caer las rocas sobre su ruta. Su inquebrantable sensibilidad hacia la naturaleza no podría haber ignorado un suceso tan abrumador. Para él, los terremotos no son sólo fenómenos telúricos de la tierra, sino también son desastres que repercuten directamente en la naturaleza del alma: Los terremotos son también mentales, arrasan el subconsciente, lo abrazan y requiebran. Algo queda trizado en el alma después de estos remezones que atestiguan la vitalidad del planeta y su incompatibilidad con el espíritu.
De un sobrio perfil literato, a momentos un filósofo, profesor universitario de Estética, ecologista casi primitivista, rebelde espiritual, poeta y ensayista. Esa es la presentación más sugerente que podemos señalar sobre Luis Oyarzún, lo que se puede abstraer a simples conversaciones sobre él y su obra, puntos inseparables. Aunque un arquetipo más complejo del que podríamos proponer, un paso más allá del forraje del bosque, sólo se presenta a quien dedica sus horas fielmente a leer el Diario. Este, quiero decir, es la puerta de entrada a un pensador que dejó sus cuadernos y meditaciones para una futura salvación conductual y espiritual de la que, irremediablemente dictada por un oráculo, no podemos huir ni protestar.
***
Al intentar abordar un discurso sobre nuestro irremediable destino humano, desde el método helénico, debemos recurrir al oráculo, que nos propone una visión clara y poco tratable: lo que está previsto, sucederá. Cuando menos, una modesta porción de lectores en nuestros días nos entregamos a la zozobra de la poesía a prolongados periodos de lectura y terminamos por concluir —emborrachados de poetas y cantos en nuestras bibliotecas— en una particular piedad estética por ese género, la cual crea una sensibilidad que aísla a otros más reservados, de menos llegada editorial: el diario, lugar donde el escritor se enfrenta a ese destino. Este dionisíaco ejercicio parece ser híbrido por naturaleza, ser lector de poesía y olvidar su existencia es una decisión que, en prudencia y en su mejor caso, terminará por aceptar este género y revisar su quinto elemento para cobijarlo.
El porvenir no es algo que podamos desviar con tratos o ajustes de palabra, solo el oráculo las tiene inscritas para nosotros, y al consultarlo, solo sabemos que lo que está escrito, no cambiará. Por ello retornamos a este sugestivo género, el diario, donde el escritor rastrea en sus recursos mortales para subsanar el letargo que significa estar vivo. Buscamos la justificación dentro nuestro: el diario íntimo en la literatura. Este encuentra consuelo en un nicho despojado de público, órgano ahuyentado del cuidado editorial (el que puede determinar su trascendencia, y como consecuencia, ser materia de circulación en un país espiritualmente débil), puesto que prefiere mantener la tradición del habla consigo mismo.
La lógica de la literatura diarística consiste —en mayor o menor grado— en recopilar lo reservado, las obsesiones, algunos pecados, hechos que solo pueden ser juzgados por nuestro dios personal —he ahí la condición privada de la sentencia— y nuestro gran desacierto es intentar esclarecer todas sus páginas como quien leyese una novela, un cuento o un ensayo reposando en la arena, desoyendo su esencia principal que comparte con la poesía: una búsqueda arqueológica del significado. Un autor que supo provocar hasta el salvajismo la intimidad del diario fue Luis Oyarzún Peña, poeta y perpetuo amigo de las bondades del campo chileno, pero también ensayista que supo resguardar por siempre las lecciones recibidas en Europa (una antesala de los viajes que perfilaron su imagen como pensador).
Oyarzún, un arquetipo infrecuente en Chile, una rara avis cabría señalar, durante más de veinte años se dedicó a escribir un diario íntimo que sería encontrado tras su muerte. Uno que llevó a cabo en medio de sus quehaceres corrientes: escribir en la cocina, luego de sus clases, en medio del forraje en el campo, en un tren o en una playa. El diario es un recurso rutinario que busca la autojustificación, en él enjuiciamos a los dioses. Durante su lectura, vamos cayendo en una clase de zozobra distinta a la de la poesía, al sentirnos como una visita inesperada dentro de él. Inspirados en el distintivo perfil de Oyarzún, profundamente vinculado a una Grecia leída, su comportamiento y saberes se reflejan en su sensibilidad hacia la agricultura y la naturaleza, así como en la forma en que nombra las cosas, ya sea mediante una prosa demostrativa o a través de un gesto deíctico que habla de una forma más transparente de relacionarse. La presencia helénica no puede renegar de sí misma, y toda palabra puesta ante el ojo no le pertenece a la mirada, cabalmente, puesto que otros vocablos o verbos desaparecidos del griego antiguo ilustran de mejor forma lo que sucede en el Diario.
Esta relación nos evoca dos palabras en desuso del griego clásico que sugieren un nuevo planteamiento para entender que como lectores no sólo miramos, sino que buscamos una nueva interpretación sobre lo contemplado en algo tan íntimo como un texto personal. Una de ellas es «Ossesthai» —una impresión amenazadora de ese algo, a modo de sospecha—, puesto que su clarividencia para observar la realidad resulta conminatoria, y otra es «Theasthai» —mirar con asombro, contemplando—, por tanto que hablar de un bosque o de política es asunto personal. Con ambas palabras no cesan ni se oscurecen las descripciones de ciudades o animales, preocupaciones gubernamentales o, en el peor de los casos, el escribir sobre el tiempo que dura la luz de la luna en una última noche de verano.
En sus notas hay menciones obsesivas a la botánica. Lo que le ofrecen las ciudades, lo toma, lo escribe y luego vuelve a retomarlo en sus páginas siguientes, con breves momentos aforísticos entre ellas, que resuenan profundamente en la conciencia del lector. ¿Cuál era el destino que tenía este diario si no se encontraban los manuscritos? Probablemente la pregunta no tenga una respuesta detallada, puesto que su estilo híbrido no parece estar pensado para la aprobación o lectura de un tercero, y al ser encontrado —de algún modo— sólo estamos revisando un espacio que no es el nuestro. No hay espacios para la culpa. Su inexplicable escritura solo es consuelo del oráculo, hablar consigo mismo para sobrellevar el irremediable destino prescrito.
Sabemos que Oyarzún habría perdido un par de Cuadernos del Diario para esos lejanos inicios de los años sesenta. El autor, con la intención de recomponer lo perdido, sólo se preocupó de seguir escribiendo, volcándose con brío hacia sus manuscritos y dejando apuntes, también reveladoras sentencias en latín para un cierre de ideas, anécdotas o reminiscencias de episodios bíblicos en medio de una descripción de cualquier hecho cotidiano. El gran tema que no deja de perpetrar en sus poemas, y también el diario: una angustia inextinguible sobre la sequía y cómo el Chile de sus años talaba de modo indiscriminado la flora silvestre o la selva araucana. En una entrada de su diario encontramos un bosque milenario que desapareció para siempre, punzante desasosiego para él y su alma, o incendios forestales que afectaron a Panguipulli y al lago Pirihueico. Este hecho está consignado en su diario íntimo como La destrucción del bosque, en Agua de Gloria, el 4 de marzo de 1961, y no ceso, personal e incansablemente, de empatizar con su sensibilidad estética sobre aquel ejercicio deíctico para referirse a la etimología de la crisis espiritual.
Mientras conversamos, el lago Panguipulli se ha oscurecido antes de la noche con sombras rojizas y cuesta respirar. Pero no son sólo los indios culpables, replico. Lo son todos. Lo es nuestra falta de amor y de inteligencia. En el verano más seco del siglo, seguimos quemando zarzas y rastrojos y cualquier viento difunde el fuego, que nadie podría atajar. […] Arde un bosque y el indio me dice: —¡Viera Ud. la fuerza con la que salen después los renovales, patrón!
Versar sobre estos asuntos parecía no ser sólo una preocupación recurrente, conteniendo el llanto en sus ojos al ver aquello sucediendo, más bien refiere una angustia imperativa, y ciertamente el remedio vulgar para este padecer es actuar con un temple suave tanto como protestante, a conductas incorregibles de nuestra especie. El caso del Diario íntimo de Oyarzún es próximo a la literatura, si lo pensamos como una especie de herbario que se auxilia de autores y una biblioteca fundamental que le antecede. No deja de ser un ejercicio bíblico, una hipótesis sobre la figura de Adán y Eva observando las plantas y nombrando —o sugiriendo— de un modo deíctico algún nombre para las flores, plantas y pétalos. En este heterogéneo apartado literario se entremezclan ambas materias: cavilaciones y recuerdos sobre lo que la literatura produce en nuestras lecciones diarias de libertad, en virtud de que la correspondencia con lo leído es dictaminada por una conciencia superior, fenómeno presente en la cosmogonía de Oyarzún. Tomo un recorte de su Diario, datado el 1 de enero de 1972, en Valdivia, donde se evidencia aquello: Un pato marino pesca en la mitad del río, y el diente de león en flor parece personaje de Shakespeare. Crece el trébol rosado entre las ruinas. ¿Qué pensamiento tan profundo lo haría entrelazar un diente de león en flor con un personaje shakesperiano?
Como mencionó el ensayista Leonidas Morales, en el prólogo a la edición de Lar Ediciones, su Diario sería considerado su mejor obra, la más completa. Ahora bien, ¿el Diario podría ser considerado una obra? Lo que sabemos de este discurso aislado es que un escritor jamás se dejaría derrotar por él, incluso si pusiera por escrito sus tentaciones, comportamientos o perversidades teóricas. La fuerza que oculta es aún más férrea, y se sostiene —volviendo arrastrado y lleno de tierra— a justificarse frente a sí mismo. El diario íntimo es un espejo mental. Existen pocos estudiosos como Oyarzún, y algo que debemos saber es que estos escasean en la literatura seria. Se entiende que es deber nuestro, como lectores, llegar a sus tierras baldías, puesto que textos como su Diario o su Prosa poética no llegan de casualidad ni azarosamente a nuestras bibliotecas. Recuerdo el personal goce que me propició la lectura de Defensa de la tierra (1973) —obra póstuma no menor en la literatura de Oyarzún— que además desestabilizó toda concepción que residía en mi cabeza sobre la educación sensorial, mediante nuestro espíritu y los bosques. Esta hizo me repensar un sistema de creencias que hemos dejado atrás. Desde ese momento consideré que Defensa de la tierra contiene en su interior el espíritu más cercano al Diario, leyendo a un rebelde espiritual y a un hombre reservado de sus pensamientos.
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