El testigo del siglo: Louis-Ferdinand Céline
Por Marcelo Varas Miranda
Los espíritus cultivados tienen un sitio en la buena sociedad, pero el último.
Marqués de Vauvenargues
“Atrapé la guerra en la cabeza. La tengo encerrada en la cabeza”. Con esta sentencia lacerante, Louis-Ferdinand Céline abre su novela Guerra. Un ataque brutal del ejército alemán lo había dejado como el único sobreviviente de su batallón, tendido entre cadáveres, con el barro y la sangre pegados a la piel. La frase no hiperboliza, el estruendo de las balas, las explosiones de obuses y los gritos de sus compañeros dejaron una herida en él que nunca cicatrizó. Capturó un pitido en su mente, persistente, martilleante, como un eco de muerte que nunca se detuvo. Fue quizá ese sonido infernal el que Céline intentó transformar en música, en literatura. No por azar afirmaba que “La música, la belleza, se hallan en nosotros y en ninguna otra parte del mundo insensible que nos rodea”. Su estilo frenético y galopante proviene de un mundo que había perdido toda armonía, que se hallaba oscurecido, nace de un corazón marcado por el ritmo de la destrucción vivida en carne propia.
Sin embargo, antes de entender todo eso, conviene recordar lo siguiente: Céline fue médico. Su primer escrito publicado, aunque académico, fue una tesis dedicada a Ignaz Semmelweis, el médico húngaro que descubrió que la fiebre puerperal podía evitarse lavándose las manos con cloro. Una verdad simple y salvadora de vidas, pero que paradójicamente condujo a Semmelweis a la ruina y al desprecio del gremio médico de su época. Empero, Céline admiró esa obstinación frente a la intolerancia y la censura, porque, como Semmelweis, compartía la vocación por ser testigo de lo insoportable. Por consiguiente, el conocimiento de la vida y obra de Semmelweis se convirtió en elemental para Céline, para su vida y su obra. Desde ella surge, en gran medida, su mirada sobre el mundo, precisa e implacable, atenta a lo biológico, a lo que palpita y a lo que se detiene.
Quizás, atentos a estos datos, convenga acercarse al genio de Céline desde la biología, la que define generalmente a la muerte como “el cese completo y permanente de todas las funciones vitales, como la ausencia de motilidad o de tono muscular”. El concepto de motilidad, o su ausencia se torna en vital, contra eso luchó Céline toda su vida. Si la muerte es estatismo, inmovilidad absoluta, la vida es su contrario. Desde Aristóteles ya se vinculaba lo vivo con el kinesis, el movimiento; la biología moderna habla de la vida como un “sistema autoorganizado en perpetua actividad”. Y Céline lo sabía; su literatura es, en el fondo, un intento de escapar de la quietud de la muerte y de recuperar la música y el movimiento allí donde la guerra, la violencia y la muerte los habían arrancado.
En consonancia con estas ideas, Viaje al fin de la noche se erige como algo más que una novela; es un andar por un mundo oscurecido, un tránsito por la noche de la existencia. Ferdinand Bardamu, alter ego de Céline, se enfrenta a la Gran Guerra como un soldado raso, y en ese cieno y fuego conoce la muerte de primera mano. Entre la sangre y la quietud de los caídos aprendió que el mundo podía reducirse a la fragilidad de un organismo fulminado y detenido en seco, a la desnuda biología de la existencia interrumpida. En consecuencia, la novela es, en el fondo, una fuga de la quietud —por eso es un viaje—, primero de la inercia de los cuerpos, de esos cadáveres que la Gran Guerra arrojaba uno tras otro, como un desierto multiplicándose sobre sí mismo. Quietud absoluta, cese de toda motilidad, tal como lo describe la biología; la vida interrumpida en seco, los órganos detenidos, las células sumidas en un silencio irreversible. Esa quietud, en la percepción de Céline, se encarna en el diablo definido como lo irrevocable, como aquello que permanece estático y que no se puede desandar. El diablo, en Céline, constituye la imposibilidad de regresar, la fuerza que convierte el flujo vital en piedra, que petrifica la existencia y mantiene intacto el estatismo de la muerte. La fuga de Bardamu, entonces, no es solo física, es un intento desesperado de eludir al diablo, de escapar y de sostener la vida como movimiento frente a la permanencia de lo que no se puede revertir. Así, luego de esto, se hace entendible su célebre frase: “Ustedes saben, yo y el Príncipe de las Tinieblas, nos evitamos”.
Siguiendo con el Viaje, más tarde Bardamu huye y se vuelve hacia África, a las colonias francesas en busca de un porvenir menos áspero con la ilusión de hallar vitalidad allá donde Europa solo le había mostrado cadáveres. Pero su tragedia empeora, allí lo aguardaba un infierno aún más absoluto, el de los hombres reducidos a sombras, dominados bajo el yugo de extranjeros que sembraban muerte y degeneración. La vida transitaba bajo el látigo y la codicia, convertida en una existencia paralizada, sin más horizonte que la obediencia. No era ya la guerra la que imponía su estatismo de cadáveres, sino que era la colonización la que anulaba toda acción libre e, incluso, convertía la respiración misma en un acto sometido. Era allí donde, funestamente, persistía la presencia del mal, del diablo encarnado en la quietud forzada de los cuerpos esclavizados.
La huida de Bardamu continúa y, finalmente, logra escapar de aquel infierno colonial arrojándose al espejismo del primer mundo, al país del sueño americano y de las grandes promesas. Pero, nuevamente, solo cruza de un infierno a otro: llega al reino del fordismo, al de la nueva religión de la máquina. El de los hombres subyugados y reducidos a engranajes vivientes, con sus cuerpos alineados en la cadena de montaje como cadáveres en movimiento, repitiendo sin fin un mismo gesto vacuo. No hay voluntad, no hay sueños, solo la luctuosa obediencia ciega al ritmo metálico de la producción. El capitalismo industrial los devora, los convierte en sombras sin alma, en espectros que caminan y respiran pero ya no avanzan ni viven. Es así como Bardamu comprende que la verdadera condena no está en la metralla de la guerra ni en la esclavitud colonial, sino en esta muerte en vida. El hombre conglomerado en un ejército de autómatas sometidos a la maquinaria implacable de la modernidad. El fordismo vendría a ser, para Céline, la parodia macabra del movimiento, el de los brazos que trabajan mientras la existencia por entero se paraliza. Es el apocalipsis silencioso del hombre consumido en la rueda infinita del capital, despojado de toda esperanza de libertad, de todo futuro, de toda alma.
Este recorrido por la oscuridad del mundo permite comprender una idea que recorre todo el Viaje. Pues Céline, aunque ateo, jamás dejó de percibir al mundo como si estuviera atravesado por fuerzas demoníacas, como si la realidad le llegara deformada. Con respecto a esto, resulta estimulante la lectura de Mariano Dupont, quien en un artículo sobre el Céline panfletario sostiene lo siguiente: “Su abuso de la hipérbole, de la amplificatio –el Céline à rebours de Émile Brami está lleno de ejemplos de su legendaria mitomanía–, que es, de algún modo, la marca de fábrica de su pathos y el recurso central de su lirismo cómico-jeremíaco, hay que leerlo en ese sentido: como transposiciones de un mundo alucinado. Delirios. Imágenes, ritmos, ruidos, voces, diálogos, gags, chistes, etc., que se atropellaban en su espíritu y que él buscaba trasladar al papel lo más rápido posible. Al igual que sus novelas, los panfletos de Céline no pretenden dar cuenta de la realidad, no intentan representarla; tampoco quieren competir con ella: simplemente la trastocan, la tuercen, la hacen delirar”. Este diagnóstico, aunque concienzudo, puede resultar engañoso. Porque lo que Dupont entiende como deformación o como exceso imaginativo, es precisamente el único modo de alcanzar la verdad en Céline. No se trata de torcer la realidad para perderla en procesos alucinatorios, sino de torcerla para que se descubra en su desnudez. El mismo Céline sostenía que hay que “[…] quebrar el palo antes de introducirlo en el agua para que parezca recto”. Se concluye de esto que la realidad que Céline enfrentó —la de la guerra, la colonización y la mecanización fordista— es la que ya está alucinada, delirante, demencial. El estilo no inventa ese delirio sino que lo desenmascara. Es así que la exageración, los cortes en seco, los puntos suspensivos o los estallidos jocosos son operaciones quirúrgicas que permiten mostrar la verdad que la prosa de su tiempo no fue capaz de aprehender. Céline exagera porque el mundo es una exageración de la crueldad y delira porque la historia deliró antes que él. Su escritura no huye de la realidad, la fuerza a hablar desde su visceralidad inherente.
En contraste a lo anterior, tenemos la interpretación de otro gran lector de Céline, Philippe Sollers, quien aporta cohesión conceptual al debate: “Si hay que retener una cosa de Céline, será esta: la restitución emotiva interna”. La hipérbole y los ritmos acelerados, los puntos suspensivos y las voces atropelladas no son simplemente exageraciones; son los medios mediante los cuales Céline restituye la vivencia extrema en la página. Así, el delirio percibido por Dupont como exceso formal se convierte, bajo la óptica de Sollers, en restitución de la experiencia vital, en traducción de lo insoportable a la prosa, en intento de mantener vibrante el pulso de la vida frente a la quietud, a la inmovilidad, a la inacción.
En efecto, la pluma de Céline funciona como una cadena que se encadena a sí misma, algo como lo siguiente: Vivencia extrema → evasión perpetua de la muerte como quietud → búsqueda de la liricidad, del ritmo, de la música → uso del quiebre lingüístico, de los puntos suspensivos, la frase corta → vibración en la página, restitución emotiva interna → y, en último término, voltairización del lenguaje.
Se tiene entonces que el círculo se cierra en la escritura, que es al mismo tiempo experiencia y huida. Pero ese logro, el de la restitución vital, no llegaba sin rigor. Céline no escribía con ligereza, su prosa era —volviendo a la terminología biológica— expectoración, sí, pero también eyaculación arrojada con la violencia de un cuerpo que no puede retener la pesadez del mundo. La realidad que había atravesado le resultaba tan insoportable que solo podía ser liberada en forma de estallido. Su escritura fue descarga vital, explosión orgánica, eyaculación verbal, una manera de desprenderse de lo que lo inficionaba y, al mismo tiempo, de instaurar una nueva emoción en el lenguaje.
No obstante, lo decisivo es que Céline no entendía esta expulsión verbal como un mero vómito. Él se concebía como el Père-sperme. Y esa figura lo revela en toda su dimensión como escritor, como el artista que fecunda y que da vida. El esperma que su prosa eyacula es germen y contiene la posibilidad de una vida nueva en la lengua. Céline arrojaba miles de páginas — aproximadamente ochenta mil— para quedarse apenas con ochocientas, en un proceso donde la exhuberancia inicial se depuraba hasta convertirse en simiente. Lo que parece flujo incontenible es, en realidad, una disciplina férrea, una eyaculación gobernada por el rigor del estilo. De ahí que su literatura no se lea como monumento inerte, sino como organismo vivo. Allí donde otros levantaban estatuas de palabras, él fecundaba la página con frases que laten y que contagian movimiento. El Père-sperme escribe para engendrar. Su misión es quebrar la quietud del mundo y devolverle ritmo, respiración y flujo vital. Por esto, en Céline la simbiosis es total; entre vida y estilo, entre lo fisiológico y lo escrito.
De ahí también su obsesión por ingresar en la Pléiade en vida. No fue por vanidad, ni por un capricho de autor, sino como un gesto desesperado por dejar algo de vida en el mundo. Porque para Céline, la literatura que lo rodeaba estaba muerta y petrificada en formas rígidas. La veía como incapaz de transmitir el temblor de la existencia. Él quería quebrar esa inmovilidad, inscribir su música rota en la memoria colectiva y legar un pulso vivo a una tradición que se había fosilizado. De ahí también la relación con su rechazo absoluto a la guerra y su defensa de la vida, como en cierto momento exclama Bardamu: “Rechazo la guerra por entero y todo lo que entraña… yo soy el único que sabe lo que quiere: no quiero morir nunca”, esta es una afirmación de inhesión radical hacia la vida. En esa actitud, en esa resistencia a aceptar la muerte y la sumisión, se encuentra el núcleo de su vitalismo. ¿Qué quiere decir esto? Vivir con intensidad, vivir y resistirse a la muerte, y la literatura podía ser un vehículo hacia eso. Obtener la Pléiade significaba vencer, aunque fuera por un instante (es menester insistir), al diablo del estatismo, depositar en la gran biblioteca francesa no un monumento más, sino una prueba de que la vida —con toda su violencia— puede vibrar en la literatura. Su prosa respira. Y esa respiración que parece agónica, ese pulso atrapado entre inspiración y exhalación, se restituye en nuestro cuerpo y mente al leerlo; penetra en nuestra médula espinal, se hace corriente en nuestras venas, agita la sangre, hace que nuestro cuerpo vuelva a sentir la urgencia, la presión y la vida misma que el mundo había intentado apagar.
Esa misma voluntad de quebrar la quietud explica por qué el arte de Céline no es solo prosa, sino alquimia: en medio del caos logra lo imposible, devolver vida a la página y hacer que lo ocurrido vuelva a suceder con la intensidad de lo vivido. Al leerlo, no podemos permanecer indiferentes; su lengua nos sacude, nos incomoda y nos atraviesa, y en ese vértigo comprendemos que fue un mago capaz de arrancar vibración a lo muerto. Su negativa a someterse al lenguaje complaciente lo convirtió en hereje literario, expulsado de la comodidad oficial y académica, condenado por quienes temían la fuerza de su palabra.
Es precisamente esa fuerza la que distingue a Céline y lo hace valioso. Fue gracias a ella que pudo ser testigo del siglo en la única forma posible, haciendo de su pluma la verdad de lo que vivió. Como buen antimoderno, no creyó en ascensos ni en redenciones y supo que la historia es una caída sin retorno. Tal como Voltaire utilizó la palabra como un arma crítica contra las virtudes del siglo XVIII, Céline voltairizó su pluma transformándola en un bisturí capaz de diseccionar las ficciones, los poderes y las ideologías del siglo XX, arrancando sus máscaras y mostrando el engaño, violencia y ruina que escondían. No dejó utopía en pie: en el Viaje denunció el oportunismo de Estados Unidos y su aparente paraíso capitalista luego de erigirse como gran vencedor de la guerra; profetizó también el derrumbe incubado en los totalitarismos europeos; y en Mea Culpa (panfleto escrito en 1936), inspirado por su experiencia en la Unión Soviética, desmitificó con ironía la ilusión del paraíso obrero.
No extraña entonces que Sollers pensara que las verdades sobre el siglo podían encontrarse en las novelas de Céline y en ninguna otra parte, porque en él, más que en sus contemporáneos, la literatura se volvió testamento. Y pese a la polémica de su vida, la crudeza de su expresión y la resistencia inaudita que enfrentó, su ingreso en la Pléiade casi un siglo después, confirma que al distanciarse del ruido inmediato de su época, la obra céliniana se sacude del polvo y permite desentrañar un siglo entero en el que la oscuridad lo habitó todo.


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