Minerva o del aforismo
Por Juan Pablo Rojas
Tú nada dirás ni harás en contra de la voluntad de Minerva;
tal ha de ser tu criterio y tu idea.
Sin embargo, si algo escribes en alguna ocasión,
haz que llegue a oídos del crítico Mecio y a los de tu padre y también a los nuestros;
y hazlo esperar nueve años guardándote el pergamino en tu casa.
Podrás borrar lo que no hayas dado a la luz;
la palabra que se deja escapar no sabe el camino de vuelta.Horacio, Arte poética, 385 – 391
Para una definición preliminar del aforismo: Resta exacta de palabras; suma indeterminada de silencios.
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Abre el libro como un oráculo. Lee con esfuerzo los amagos retóricos de su enemigo. Oscila entre las páginas en búsqueda del extravío. Pierde su norte entre los espacios en blanco. Olvidó que su único punto de referencia era el punto final.
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Toda forma fragmentaria de pensamiento, llámese aforismo, sentencia o máxima, pretende remediar la herida infringida en el silencio con la arriesgada captura de lo absoluto. Contrario a lo que piensan algunos, el acierto o el error en aquel purgatorio del intelecto llamado “escritura breve”, no se mide por el cuidado en la longitud del trazo, ni por la condensación de significados y alusiones en la menor cantidad de palabras posibles. Es la súbita imposición de la verdad lo que determina el triunfo del esbozo. La prosa es un mero instrumento. Osamenta acorazada que exhibe el vestigio patente de su presencia.
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El arte del laconismo es ante todo un arte marcial. Hunde sus raíces en la historia bélica y lingüística del sureste del Peloponeso —región de pocas palabras, de acuerdo al divino Platón (Leyes I, 641e)—, donde la parquedad del lenguaje no era más que otra forma de empuñar la espada.
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El precursor espiritual del aforista moderno es un espartano marchando hacia la guerra.
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¿Cómo hacer un buen aforismo? Se preguntaba Ernesto Volkening, a propósito de su lectura del corpus gomezdaviliano. La respuesta abrevia en buena medida la poética relampagueante del escoliasta. Primero, arguye una negación: “El aforismo no se hace”; y en seguida, introduce una imagen mitológica que dota de sentido ese “no hacerse” del aforismo: “Minerva saltando armada de la cabeza de Júpiter”.
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Minerva es la única diosa que nació armada hasta los dientes. Su primer alarido fue un grito de guerra; emergió de la cabeza de Júpiter y con su aspecto estremeció a todo el Olimpo. Excitó el furor asesino en héroes como Diomedes y Aquiles. Terrible, belicosa, invencible, son algunos de los epítetos proferidos por Hesíodo en honor a su semblante guerrero. No obstante, el atributo que define la esencia de nuestra divinidad es otro (uno menos poético en comparación con los anteriores): eidética.
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Todo aforismo se divide en dos partes: la verdadera y la falsa.
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El nacimiento de la diosa —así como la imprevisible concreción de un aforismo— es fruto de la procreación del intelecto. De ahí que el legendario filo de su lanza, el resplandor divino de su égida inquebrantable, no sean apreciables sino en la fugacidad de una idea que nace desde lo eterno. Minerva es aquello que, de pronto y sin mayor explicación, irrumpe. Es un “disparo al aire” al decir de Ramos Sucre. La armadura que la reviste es la precisión de las palabras que dibujan su milagrosa aparición. En su esencia refulge la inteligencia del mito. Simboliza tanto “la valiente espontaneidad” como “la rápida acción” (Walter Otto). Rasgos que, por razones genealógicas, cimentan la marcialidad de la expresión lacónica.
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La cefalea es enfermedad aforística.
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En nuestra lengua el teónimo de Minerva posee una estrecha ligazón semántica con la palabra ingenio. Revisando la definición que nos otorga la Real Academia Española, en su primera acepción, trasciende el espíritu del pasaje mitológico relativo al nacimiento de la diosa: “Facultad para discurrir o inventar con prontitud y facilidad”. Si atendemos a la base indoeuropea de su morfología (gen), el ingenio también podría entenderse como la facultad de engendrar ideas. El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha —vademécum de nuestra literatura— no podría conservar la nobleza de su título sin la sabiduría proverbial de su fiel acompañante. Sancho es nuestro Júpiter.
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La mano que escribe solo tiene licencia para cargar la pólvora del aforismo. La detonación del gatillo es atribución exclusiva de la diosa de ojos glaucos.
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En las variadas concepciones del aforismo (así como sucede en los estudios de otras paremias similares) se estima el valor del ingenio como un cimiento teórico para cualquier definición postrera del género. Empero, de lo anterior no se desprende la lógica de que algo, por fuerza de su ingenio, ha de ser considerado necesariamente como verdadero. En este sentido, el juicio es ecuánime. El mero uso de dicha facultad no es suficiente. Se requiere de algo más. Una verdad puede venir bien o mal acompañada. Pero nunca vendrá sola. Incluso las verdades más sagradas del mundo caminaron tomadas de la mano.
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En 1648, la pluma barroca de Baltasar Gracián daba a luz un tratado de retórica cuyo título sugiere una afinidad entre dos términos: Agudeza y arte de ingenio. El ordenamiento de las palabras no deja de llamar la atención. Más aún si consideramos que en la primera edición de la obra, publicada seis años antes, el título aparece invertido: Arte de ingenio, Tratado de Agudeza. A priori esto podría indicar una evidente jerarquización de los términos. Que para ser ingenioso hace falta expresarse de manera aguda; alimentarse de aquel “pasto del alma” y cabalgar a rienda suelta por las llanuras del pensamiento. Pero ¿qué se entiende por agudeza? La agudeza es el venablo punzante que estremece la aquiescencia del lector. Lo que hace de la experiencia lectora un asalto armado a los prejuicios, creencias y valores imperantes de una época determinada.
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En aquello que se enuncia como apodíctico siempre habrá un rastro de violencia. El aforismo bien lo sabe. Y lo cierto es que no puede ser de otra forma. Reza un escolio de Gómez Dávila: “Minerva no convence, mientras no descubren que anda armada”. Si Minerva hubiera nacido desprotegida, a la intemperie de lo divino, para los romanos habría sido inconcebible rendirle culto como diosa de la sabiduría. La agudeza de Minerva es lo que ratifica su milagrosa aparición en el cosmos.
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El origen del aforismo no hay que buscarlo en las labores curativas de un médico antiguo, sino en los efectos neurálgicos que tuvo en la historia, un simple dolor de cabeza.
Valparaíso, 15 de septiembre de 2025


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