Cinco poemas de Mirta Rosenberg

Mirta Rosenberg (1951-2019) fue una poeta argentina nacida en Rosario y fallecida en Buenos Aires. Su obra, concentrada, oblicua, intensamente exploratoria con los límites del lenguaje, puede decirse que se debe a un modo de entender las palabras en ese diálogo constante que se da entre poesía y traducción. Una poesía que deja traslucir las correspondencias que se dan en ambas prácticas de escritura y que permite entrever la búsqueda de una gramática que comprenda tanto la materialidad de una sintaxis siempre elusiva, como un modo de aprehender el sentido entre los intersticios de una subjetividad abismada frente a si misma y la realidad que se esfuerza en nominar. Un esfuerzo que implica desentrañar los pliegues de una experiencia que se asume al borde de lo decible, pero que no rehuye lo autobiográfico. En Rosenberg, la poesía es una singular manera de transcribir el vértigo, el asombro, la reflexión. 

Mirta Rosenberg realizó estudios de Letras en la Universidad Nacional del Litoral; de francés, en la Alianza Francesa, y entre 1973 y 1976 cursó el traductorado literario y técnico-científico de inglés en el Instituto Superior Nacional del Profesorado de Rosario. Integró el consejo de dirección de Diario de Poesía. En 1990 fundó el sello Bajo la Luna. Tradujo y publicó poemas de William Blake, Marianne Moore, Seamus Heaney, Robert Hass, Anne Sexton, Joseph Brodsky, Louise Gluck y Anne Carson, entre otros.

Su obra poética esta reunida bajo el título El árbol de palabras, Ediciones Bajo la Luna, Buenos Aires, 2018.

La consecuencia

Esto es un árbol. La raíz dice raíz,
rama cada rama, y en la copa
está la sala de recibo
de un mirlo que habla.

La mesa donde escribo
—una fiesta de solteras—
está hecha de madera de ese árbol
convertida por el uso y por el tiempo
en la palabra mesa.

Es porque da frutos que caen
y por el gremio perenne de sus hojas
que se renueva el árbol
y que existe la palabra árbol:

aunque a veces el bosque
lo oculte a la vista, lo contiene
el árbol en la palabra árbol.

Y no es que éste sea un poema abstracto.
Es que las palabras se repiten entre sí
por el sentido: son solteras y sociables
y de sus raíces crece un árbol.


Retrato terminado

                                 The art of losing isn’t hard to master.
                                                  Elizabeth Bishop


Es una manera de decir
quiero quedarme sin palabras,
perder sin comentarios.

Hasta cuándo voy a hablar
de lo que ya no está.

De la que ya no está
viéndome escribir de ella.
¡Y con esos ojos!

También yo de noche los abro
y miro el silencio
en la oscuridad
donde el retrato termina
sin que lo alcance a ver

y pienso
y pienso
y pienso

en temas como vos
que no parecen tener
vencimiento,

en tu deseo de llegar a casa:
con la llave preparada,
aferrada a la puerta del taxi,
te dejabas caer en tu puerta
casi con la voluntad incierta
de una hoja en otoño,

esa clase de vencimiento,
y esos ojos más bien dorados
de los que decías en las descripciones
ojos verdes. Para mirar
cada ocasión con buenos ojos
que no me miran más,
aunque los recuerde.

Y ahora
quiero quedarme
sin palabras. Saber perder
lo que se pierde.

O eso parece.

Parece que las dos
nos hemos quedado sin madre:
yo sin vos
vos sin ella,

y sucesivamente,
como eslabones perdidos
y encontrados por un rato
con los padres,

pero ésa es otra historia
que está mejor contada
en la foto de casamiento
para la que palabras
nunca tuve,

como si fuera anticipo
de mi propio vencimiento.

De los padres decías que el tuyo
tenía ojos verdes,
como vos, tu nieto Juan,
y nadie los tenía del todo
aunque merecían tenerlos:
tu manera
de embellecer el retrato
era tu manera de verlo.

De ella decías en cambio
desde su muerte no fui la misma,
y ésa sería tal vez tu manera
de no terminar el retrato.

La palabra no.

Lo mismo digo yo.

Aunque también se diría una ocasión
más bien vulgar: en general,
todos nos quedamos sin ella,
y esa ausencia de luz parece
descansar los ojos
sin vaciarlos. Los anima,

o los vuelve hacia la oscuridad,
que es donde el retrato termina.

Dijo mi padre de la suya:
nací con ella y ahora
voy a tener que morirme
solo. Y después
lo hizo.

Dijo mi maestro de la suya:
me pasé toda la vida para tener
la letra de mamá. Y después
la tuvo.

Era un dolor perfecto:
hablando de ella,
hablaban de sí mismos.

O eso parece.

Parece que perder
no es un arte difícil:
los muertos de verdad de uno
son víctimas amadas de los vivos.

De lo que cada uno dijo.


El origen de la acción

La pasión más fuerte

                            de mi vida

ha sido el miedo.

Creo en la palabra

                                 (dilo)

Y tiemblo.


El tiempo – Domingo 21

Les hablo a los sentidos. Sé
que no tengo razón y a veces no salva
el gusto, Lengua, por las palabras.

Soy una sílaba impuesta
sobre el Sentido del Mundo.

Una preposición mínima.
Sobrepuesta, contrapuesta,
una Apuesta del Ser apósita
del Verbo.

Hablo con los sentidos. Hay matices
levísimos que cambian el sabor total
del alimento, o totalmente
el sabor del alimento.

Y el gusto de la cocinera
es sólo una conjetura,

una rosa
que es una rosa construida con un tomate
es una rosa
metáfora para las papilas,

primero para las pupilas.


El alimento de tu alimento,
Lengua, es tu alimento.


La inspiración necesaria

También la hormiga que cruza la ventana
lo respira. Y el helecho del balcón lo hace,
sitiado por hormigas que respiran.

Se respira por experiencia.

Aunque la primera inspiración
haya sido inducida, involuntaria,
no recordada, yo, ustedes, nosotros, nadie
estaba en trance. Inspiramos para expirar,
como el orden de la sintaxis, se quiera o no,
porque la vida va en ese sentido. Sustantivo,
adjetivo, artículo del verbo respirar,
y el pronombre sujeto a la inspiración
o el objeto de ella.

Si te inspiro soy tu musa
y poeta si me inspiro a mí misma.

Los pronombres se llenan
del significado del momento
y todos vamos de aquí para allá.
Ella, la hormiga;
el helecho, él;
yo sujeto de la enunciación
que rara vez conjugo el verbo
nacer en primera persona del presente.

Ya lo hice y ahora respiro.


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